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Authors: Javier Negrete

Tags: #Tramorea 3

El sueño de los Dioses (36 page)

BOOK: El sueño de los Dioses
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Pensó que la bóveda no debía ser de vidrio, sino de algún otro material mágico. Era en cierto modo como cristal, pero un cristal bañado en ondas de luz que partían desde el centro, como si estuviera cayendo sobre la cúpula un intenso chaparrón que barriera su superficie con oleadas de agua. El color era azul, entreverado de brillos rojizos y bandas más oscuras que se movían a una velocidad desconcertante. Aunque la cúpula no dejaba pasar ningún sonido del exterior, permitía que se filtrara luz suficiente para comprobar que a su alrededor seguían cayendo meteoritos.

Uno de ellos, tan grande como una vaca, golpeó el techo de la bóveda. O más bien no llegó a golpearla: simplemente se desvió antes de chocar y se estrelló contra el suelo unos metros más allá, convirtiendo en cenizas a decenas de hombres.

El suelo debería haber temblado, pero no lo notaron. A cambio, experimentaban la desconcertante sensación de no tener peso. Uno de los soldados dio un respingo al ver que aquel meteorito caía sobre ellos. Al hacerlo se levantó del suelo y empezó a flotar hacia el techo de la cúpula. Sin embargo, no llegó a tocarlo, porque al acercarse a medio metro de ella algo lo detuvo y lo envió de nuevo hacia abajo.

Mientras el infierno seguía desatado allá fuera, algunos de los soldados intentaron tocar la pantalla que los protegía, e informaron a Togul Barok de que era imposible acercarse. Una fuerza invisible los repelía.

—Es la misma fuerza que nos protege —afirmó él, con una seguridad que estaba lejos de sentir—. Permaneced en el sitio y esperad.

Procuró quedarse quieto. Cualquier movimiento provocaba reacciones extrañas, sobre todo en las vísceras, que parecían flotar a su antojo dentro del cuerpo. Era como navegar en una mar picada, pero sin ver las olas ni poder anticipar las sacudidas del barco. Pronto empezaron a oírse arcadas y la cúpula se llenó de olor a vómitos.

A cambio de salvar la vida, aquel inconveniente no era más que una fruslería. Al cabo de unos minutos, dejaron de ver lo que había más allá de la fluctuante pared de la cúpula: todo era polvo y un humo negro impenetrable.

—¿Cuándo acabará esto? —preguntó alguien.

—Paciencia, soldado —respondió el oficial al mando—. Confía en nuestro emperador. Nos ha mantenido vivos hasta ahora, y nos llevará vivos hasta el final.

Capitán. Así se llamaba el oficial. Como los demás miembros de la compañía, había renunciado a su familia, amigos y propiedades por convertirse en uno de los elegidos del emperador. Incluso de sus nombres se habían despojado. Ahora cada uno de ellos tenía un apodo. El portaestandarte era Atalaya, por su altura. El jefe, Capitán. El más menudo y rápido de los Noctívagos, Colibrí. El más duro y musculoso, Roquedal. El más callado, simplemente Silencio.

Era un experimento de Togul Barok para crear espíritu de cuerpo, y de momento parecía ir bien. Encerrados en aquella cúpula, aislados del ruido exterior, sabedores de que tal vez serían los únicos supervivientes de su ejército, con el estómago revuelto por las extrañas sensaciones producidas por la magia que a la vez los protegía, se mantuvieron en formación, silenciosos y disciplinados.

Cuando la cúpula desapareció por sí sola, el sol rozaba las cumbres de las montañas. Pero sólo los ojos de doble pupila de Togul Barok pudieron localizar dónde se hallaba. Estaban rodeados por una nube de polvo que no dejaba ver a apenas diez pasos.

—Todos detrás de mí —le dijo a Capitán.

—¡Agrupaos todos! —ordenó el oficial—. ¡Formad por orden de lista, y que cada hombre tenga localizado al anterior y al siguiente! ¡No quiero que nadie se pierda!

Descubrieron que habían sobrevivido ciento veinte, aparte del propio emperador.
Tan sólo la mitad de la compañía
, pensó Togul Barok. Pero eso no era nada comparado con el resto de lo que sospechaba que había perdido.

El paisaje resultaba irreconocible. Antes de la catástrofe, era una llanura de pastos ya agostados que esperaban las lluvias de otoño, sembrada de pequeñas arboledas dispersas.

Ahora el llano se había convertido en un terreno sembrado de cráteres y socavones de todos los tamaños, a veces unos dentro de otros. Intentaron caminar rodeándolos, pero en ocasiones no les quedaba más remedio que bajar al fondo de aquellos agujeros. Algunos estaban todavía tan calientes que humeaban, y los hombres procuraban apartarse de ellos. El suelo estaba sembrado de cenizas, polvo y fragmentos de roca. Muchas piedras se habían fundido, convirtiéndose en bloques de vidrio que aún quemaban. Como a su vez habían recibido nuevos impactos, se habían roto en esquirlas aguzadas, de modo que había que pisar con cuidado para que no les atravesaran las botas y se clavaran en sus pies como puñales.

El aire estaba muy caliente, mucho más que unas horas antes, cuando luchaban bajo el sol del mediodía. Era peor que un día de canícula; hacía un calor seco que irritaba la nariz y la garganta. Caminaban entre toses y escupitajos, atragantados por el polvo que flotaba en el ambiente. Togul Barok sospechaba que parte de lo que estaban respirando eran cenizas humanas y animales.

En los socavones más pequeños encontraron restos de carne, algunos chamuscados como si los hubieran asado en una parrilla. En los bordes se veían tripas y músculos desgarrados. De sangre no quedaba resto: el fuego del cielo parecía haber evaporado todo líquido. Por otra parte, en los cráteres mayores no había más que polvo y cenizas: si hubo seres humanos allí, habían quedado reducidos a nada. En el fondo de uno de aquellos agujeros la temperatura seguía siendo tan alta que vieron un charco de roca borboteando al rojo vivo.

Había algunos supervivientes. Unos cuantos se sumaron a los restos de la compañía Noche en su deprimente exploración, pero la mayoría estaban tan malheridos o se hallaban en tal estado de estupor que se quedaron en el sitio. Lo más extravagante que vio Togul Barok, y que casi le resultó onírico, fue a un hombre que caminaba a duras penas sobre los nudillos y los muñones de las piernas, al parecer, cauterizados en el acto. Aquel tipo estaba examinando dos pantorrillas de distintos cadáveres tiradas en el suelo, como si dudara cuál elegir. ¿Acaso pensaba que se las podía coser a su cuerpo? ¿Quería quedarse con las botas?

Incluso el guía más experimentado se habría desorientado sorteando cráteres, hoyos, cuerpos, peñascos, terrones arrancados del suelo, para colmo en medio de un manto de polvo y ceniza y columnas de humo. Pero cuanto más caía la oscuridad más se activaba la doble visión de Togul Barok; un rasgo que durante muchos años creyó compartir con el resto de la humanidad y que ahora le permitía saber por dónde se acababa de poner el sol y dónde se hallaba la masa rocosa de la Espuela.

Tú no eres humano
, le recordó su gemelo colérico, que después de un rato de silencio —la lluvia de fuego debía haberlo asustado— había vuelto a llamar con su martillito dentro del hueso temporal,
toc
,
toc
,
toc
.
El humano soy yo, tú eres el monstruo
.

Por el momento, Togul Barok estaba demasiado concentrado explorando el terreno como para hacerle caso. Llegaron a las inmediaciones de la empalizada, o más bien de sus restos: apenas quedaban en pie algunos troncos solitarios y carbonizados. En un incendio normal, todavía estarían ardiendo.

Pero aquello no había sido un incendio normal, evidentemente.

En esa zona había más cadáveres de caballos. Entre cuerpos y restos irreconocibles se movían los heridos, y también los supervivientes que habían resultado ilesos, con las ropas y las armaduras grises de polvo. Ainari y Trisios se mezclaban, pero ya había pasado el tiempo de combatir. Todos estaban tan superados por lo ocurrido que vagaban sin hablar, como almas en pena, cabizbajos buscando no se sabía qué entre los restos.

Es lo que ocurre cuando el cielo se desploma sobre tu cabeza
, pensó Togul Barok.

—Ya sé de quién es la faz que apareció en la luna —dijo un soldado de la compañía apodado Dardo.

—Será de Rimom, ¿de quién si no? —preguntó otro al que llamaban Castor por el tamaño de sus incisivos.

—No. Tiene que ser Manígulat. Esto sólo puede habérnoslo mandado el señor del fuego celeste. En algo debemos haberle ofendido.

Togul Barok se volvió. A los primeros hombres que le seguían los veía con su visión normal, pero los que se hallaban más alejados aparecían entre el polvo como perfiles y superficies de colores que revelaban la temperatura de sus cuerpos.

—¿Tenéis miedo de los dioses? —les preguntó. Poseía una voz en consonancia con el tamaño de su cuerpo y no le hacía falta esforzarse demasiado para que sus palabras llegaran a las últimas filas.

Nadie contestó. ¿Qué podían decirle? Responder «no» sería una impiedad, y lo contrario sería reconocer una emoción desterrada de la compañía Noche: el miedo.

Pero cuando los dioses deciden aniquilarte derrumbando el cielo sobre tu cabeza, es el momento de elegir entre ser impío o valiente. Y Togul Barok tenía clara su respuesta.

—¡Os he hecho una pregunta! ¿Os dan miedo los dioses?

Unas cuantas voces contestaron que no, pero en tono timorato y vacilante.

—No lo decís en voz alta, y menos delante de mí, pero sé que muchos pensáis que mis pupilas dobles significan que comparto la sangre de los dioses. ¿Es así?

Se oyó un confuso murmullo que podía ser de asentimiento, o de lo contrario.

—¡Os he hecho una pregunta! ¡Bajaos los testículos de la garganta y contestad como soldados de la compañía Noche! ¿Pensáis lo que os he dicho o no?

—¡Sí, señor!

Eso ya empezaba a parecerse al rugido que debía brotar de sus gargantas. En el rostro de Togul Barok se dibujó una torva sonrisa que casi nadie pudo ver.

—Entonces, ¿creéis que soy del linaje de los dioses?

—¡Sí, señor!

—Pues bien, yo os digo esto: ¡si los dioses han decidido aniquilar al ejército de Áinar, que asuman las consecuencias! ¡Aún me quedan muchos batallones en Koras! ¡Y, sobre todo, me quedáis vosotros, mis hermanos, la compañía Noche!

—¡Letales como el rayo, señor! —Era el lema de la compañía.

—¡Si hemos de pelear contra los dioses, lo haremos!

—¡Sí, señor!

El trémolo temeroso que vibraba antes en sus voces estaba desapareciendo. Bien.

—¿Qué es lo peor que nos puede ocurrir? ¿Morir? ¡Eso ya lo damos por hecho! Deberíamos haber muerto como todos los demás, pero nos ha salvado el poder de mi lanza —dijo Togul Barok, levantando el arma mágica sobre su cabeza—. ¿Qué somos ahora?

—¡Muertos!

—¿A qué debemos tener miedo?

—¡A nada!

—¿Quiénes somos?

—¡Noctívagos!

—¿Quiénes somos?

—¡¡NOCTÍVAGOS!!

Togul Barok bajó la voz. Ahora que sus hombres habían recobrado el ardor guerrero, era momento de serenarlos de nuevo.

—Pues como Noctívagos que somos, seguiremos explorando en la noche hasta que reunamos a nuestros supervivientes y encontremos provisiones. Si los dioses han pretendido doblegar nuestro espíritu, no lo conseguirán.

Al menos, mi espíritu no
, añadió entre dientes, mientras seguía caminando hacia la gran roca donde unas horas antes se había alzado la orgullosa fortaleza de Mígranz.

Ruinas de Narak

M
uchos creían que el fin del mundo sería el año Mil —dijo Mikhon Tiq—. Al parecer, los dioses decidieron concedernos dos años de tregua. Pero ahora nuestro tiempo se agota.

Ambos amigos seguían mirando a las alturas, donde las luces de la lluvia de estrellas se precipitaban hacia el norte como bengalas de Malabashi.

—Tarde. Hemos llegado tarde —se lamentó Derguín.

—O tal vez no.

—¿Qué quieres decir?

—Que si hubiésemos aparecido antes, tal vez ahora la brisa de la bahía estaría aventando nuestras cenizas.

Con el rabillo del ojo, Derguín creyó ver una luz más cercana que las que resplandecían en el cielo. Se volvió hacia su amigo. La contera de la lanza rota solía verse roja como hierro oxidado, a no ser que Mikha lo dispusiera de otra forma. Pero ahora se había iluminado y emitía un suave zumbido, como si en su interior aleteara un luznago.

—¿Qué está pasando?

Mikha giró el bastón y observó la contera con gesto de estupor.

—Esto no es cosa mía.

—Habéis llegado tarde. Vuestro tiempo se agota. ¡Qué obsesión con el tiempo! ¿Qué diríais si hubierais perdido más de mil años durmiendo?

Ambos se volvieron para enfrentarse a la voz que había sonado a sus espaldas. O más bien a las voces: eran dos que hablaban al mismo tiempo, pero en intervalos discordantes y sutilmente desincronizados.

Ante ellos se alzaba una figura que los doblaba en estatura. Estaba cubierta de pies a cabeza por una armadura negra en cuya superficie bruñida los reflejos deformados de ambos se movían como mercurio. ¿Cómo era posible que no hubieran oído llegar a alguien de tal tamaño?

Derguín retrocedió al mismo tiempo que buscaba el arriaz de la espada y visualizaba la fórmula de la Urtahitéi. Pero no había llegado al tercer dígito cuando un pie metálico de medio metro lo golpeó en el pecho.

El desconocido de la armadura disminuyó de tamaño. Derguín tardó un instante en darse cuenta de la razón. Él estaba volando hacia atrás, impulsado por aquella terrible coz que le había robado el aliento.

¿
Qué habrá a mi espalda?
Era como hundirse en un pozo, pero en horizontal. Todo parecía ocurrir muy despacio, aunque no había llegado a entrar en aceleración. Debía ser esa ralentización del tiempo de la que hablan los que están al borde de la muerte y viven para contarlo.

Derguín no llegó a repasar su vida entera como aquellas personas. Tan sólo recordó que una vez, tiempo atrás, un corueco lo había lanzado contra una pared. El corueco no tenía ni la mitad de fuerza que el pie inhumano que lo había golpeado.

Después todo se volvió negro. La memoria humana, que suele ser misericordiosa, borró de su recuerdo el impacto contra la pared de piedra.

—Te dije que te largaras de Narak y no volvieras jamás.

Derguín abrió los ojos a duras penas. Sólo quería seguir durmiendo, o muriéndose, o lo que le estuviera ocurriendo.

Tenía la vista desenfocada y el cuerpo lleno de dolores. El más intenso provenía de la cabeza.

No sabía dónde estaba, ni siquiera en qué posición. Trató de mover los dedos de manos y pies dentro de la armadura para saber si se había roto la espalda y, en caso afirmativo, a qué altura.

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