El sueño de los justos (52 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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—¡Esto parece Abisinia, señores! —exclama
Juliano.

—¿Y cuándo estuvo usted por allí? —dice
Basilio.

Sebastián
, adusto y abstemio, señala al anfitrión con un vaso de limonada.

—Y a usted,
Chico,
¿qué le dice el general de todo esto?

—Don Miguel es un hombre agotado. Tiene 68 años. No está bien de salud y se siente muy mal por lo que ocurre. Dice que todo fue un echarse a nadar para ahogarnos en la orilla. Hace días que no le veo, pero tengo alguna amistad con Arturo Ubico, el subsecretario de la Guerra, y él me ha contado algo.

—¿Un pelón de bigotes largos y estirados, como alas de zopilote? —dice
Basilio.

—Ese. Quizás por la edad, tiene sólo 28 años, está algo inquieto. La luna de miel del pueblo con la revolución ha terminado.

—No sé por qué llaman revolución a lo que es una guerra civil inconclusa —interrumpe
Basilio.

—Cállese y no sea becerro —le increpa
Lucio.

—La gente está descontenta y aterrada y no encuentra motivos para ilusionarse —prosigue Andreu—. Ni con el presidente ni con la revolución. Lo de siempre: la lógica de los gobernados rara vez coincide con la lógica de los que gobiernan. Rufino sospecha de todo y de todos. Es muy susceptible a rumores y chismes, y cualquier incidente menor lo califica de conjura. Sólo ve enemigos imaginarios.

Y no digo que no los tenga reales, pero son más los que él imagina. Con decir que hasta
Don Chema
Samayoa ha tenido que tomar el camino del destierro. ¡Imagínense! Don
Chema,
el hombre que, con don Eduardo Quiñónez, financió la revolución, el cerebro del gobierno en estos años, ¡acusado de conspirar contra Rufino!

—Se siente como fiera acorralada —dice
Saint-Just
—. Por eso gobierna a zarpazos. No necesita la ley. No tiene otra que la suya.

Juliano
suelta una de sus frases escogidas.

—Fue una revolución prematura.

—Fue una revolución tardía —rectifica
Saint-Just.

—Ganamos la guerra, pero perdimos la revolución —subraya, filosófico,
Hiram.

Señalando a una maceta,
Basilio
declama:

—Claman éstos y los otros/lloran aquéllos y éstos/se afligen los de aquel lado/y... desde aquí veo un tiesto.


Basilio,
no nos marees.

—Yo también he oído rumores —dice Daniel—. Rufino vive fuera de sí. Injuria a sus allegados, incluso a sus ministros. Y los azota con la fusta que lleva en la mano a toda hora. Vive en un estado delirante y su insomnio es más agudo que durante la campaña militar. Come poco y lleva siempre dos revólveres al cinto.

Hiram
resume, vehemente, lo que todos saben.

—Ni con Carrera ni con Cerna se había visto nada parecido, tanta violencia, tanta injusticia, tanta arbitrariedad...

—¡Tanta María Santísima! —se santigua
Basilio.

Molesto por la bufonada,
Hiram
se aparta del grupo.

—Rufino es digno de compasión —dice Daniel—. Pero su temor no viene sólo de los conservadores. A quien teme en verdad es a sus propios allegados. Por eso los ha enriquecido, para que le sean leales.

—Eso es cierto. No hay más que mirar alrededor. El país se llena de nuevos ricos —dice
Lucio
—. Ocupan altos cargos públicos, hacen plata de modo que ofende, compran tierras por dos pesos.

—No hemos cambiado nada —prosigue Daniel—. Te detienen arbitrariamente en la calle y te registran hasta debajo de los párpados. Y basta que alguien tenga al vecino entre ceja y ceja para que una denuncia lo convierta en enemigo de la República. Rufino está tan ciego que sus desmanes le parecen actos de justicia. Dice, y tiene razón, que le respalda un fuero especial: el que le concedió la Asamblea el año pasado. Y que es un dictador
legítimo.
Y ésa es la única ley que obedece.

—Deberían estar felices —dice
Basilio
—. A fin de cuentas, no se pierde una revolución todos los días.

Turgot
ha escuchado a los demás con gesto adusto y, tras sopesar las opiniones de sus amigos, se siente obligado a replicar.

—Rufino está cambiando el país. Sólo en el último mes ha reformado el Código Penal, promulgado un nuevo Código Civil, otro Procesal, otro de Comercio y una Ley de Instrucción Pública.

—¿Y de qué sirven los nuevos códigos, si él es el primero en violarlos?

—Ha ordenado la creación de una Guardia Civil —continúa, impasible,
Turgot
—, ha iniciado la construcción del ferrocarril del Sur, ha abierto la ciudad al Llano de la Virgen y ha mandado construir un Cementerio secular porque en el viejo ya no caben las estatuas ni los muertos. Ha echado de la Universidad a los curas y ha clausurado la carrera de Filosofía y Letras. Lo que sobra en el país, como él bien dice, son teólogos y metafísicos. Quiere técnicos en disciplinas prácticas, como la telegrafía, la agricultura, las comunicaciones y la construcción de caminos, ferrocarriles y puertos. Clama por una cultura moderna que impulse la ingeniería, la medicina, las artes y los oficios. Y quiere un maestro laico en cada aldea. Ha abierto tierras al café y ha impulsado el comercio internacional. Puede que sea un bárbaro, pero el progreso es imperativo, señores. Es nuestra necesidad prioritaria. No nos pasemos de tueste. El logro de un bien mayor exige a menudo sacrificios.

—¡Es él quien se ha pasado de tueste! —replica
Saint-Just
, con una punta de cólera en el tono—. Rufino es un montañés que no ha perdido su vocación por la rapiña. Nos ha saqueado a todos por igual, ricos y pobres, con impuestos confiscatorios, pero ha adquirido para él fincas, salinas, ganado, qué sé yo. Tiene millones de pesos depositados en Estados Unidos y Suiza. Y es accionista de bancos, industrias, el puerto y el ferrocarril que está en construcción. ¿Cómo la ve desde ahí?

Néstor no puede reprimir un comentario a lo dicho por
Turgot.

—Usted justifica a Rufino, su crueldad y sus despropósitos como una necesidad moral y eso...

—¿Yo? ¿Dije eso yo?

—Usted, como muchos, aceptan la barbarie como un mal menor porque creen que eso habrá de conducir un día a un bien mayor. Y no se puede justificar moralmente un bien utilizando como medio un mal.

—¿Qué es usted, abogado o predicador?

—Yo sólo digo que no se pueden perdonar crímenes y latrocinios diciendo que, gracias a ellos, el país progresa. Nuestra prioridad es la libertad y la igualdad ante la ley. Lo ha sido siempre. Y me avergüenza leer en las proclamas del Gobierno eso de
\libertady reforma
! ¿Qué libertad, si se puede saber? ¿Dónde está el respeto a los derechos de las personas?Echan

—Ahora sí salió el abogado —masculla
Turgot.

—No hace falta ser abogado para saber de estas cosas. Pero si a usted no le sonroja este Gobierno, a mí sí. El embajador británico ha llegado a decir de él que es «uno de los despotismos más crueles que el mundo haya visto jamás».
Jamás.

—¿Y qué esperaba de un filibustero como ése, mi querido
Moliére
? —dice
Basilio.

Néstor le devuelve una mueca.

—¿Sabes una cosa,
Basilio
? No me gusta ese apodo. Te lo he dicho muchas veces. Preferiría que me llamaras por mi nombre.

—Muy bien, querido. No vuelvo a llamarte así. Pero Cromwell fue más sangriento que Rufino y no se lo echamos en cara a los ingleses.

—Caballeros, por favor —tercia Andreu—, pasen a servirse. El fiambre espera.

Frente a las mesas, se organizan dos filas.
Juliano
se acerca a Néstor.

—Yo también vi esta mañana a los detenidos —le dice en voz baja, tomándole del brazo—. Algo espantoso. Los llevan y los traen como ganado.

Hiram
se une a ambos y les dice con voz queda:

—Deberíamos hacer algo entre todos, ¿no creen? Me refiero a Joaquín Larios. Quizá no comulgue hoy con nuestras ideas, pero yo no creo que ande metido en conjuras.

Juliano
se une a la sugerencia.

—Yo había hablado con Daniel y
Lucio
de este asunto y están de acuerdo. Usted, Néstor, podría platicarle al presidente. Es de todos nosotros quien mejor conoce su carácter, sus hábitos, su modo de pensar.

—¿Y por qué no lo hace usted? —salta Néstor—. ¿O
Turgoñ
¿O
Saint-Just,
que fue consejero de Rufino en campaña? ¿O usted,
Hiram?.
¿O por qué no vamos todos juntos? ¿Por qué habría de ser yo?

La vehemente respuesta de Néstor sorprende a
Hiram
y a
Juliano,
quienes callan, confusos, al percatarse de que han cometido un grave desliz.

La cola ante el fiambre se disuelve y los invitados ocupan las mesas. El murmullo de las conversaciones alterna con el ruido de los cubiertos en la loza. Algunos invitados se levantan y repiten. Otros encienden sus habanos y paladean copas de jerez, coñac o anisado de Mallorca.

Poco después de las cinco, el día comienza a desplomarse. Por entre las mesas corre un vientecillo que augura la inminente llegada del frío y las señoras se ponen de pie.

Basilio
se acerca al grupo de Néstor. Tiene achispados los ojos y una sonrisa cínica en los labios.

—Le diré, hermano
Moliére,
por qué usted es la persona indicada para hablar con el señor presidente.

—Te he dicho que no me llames
Moliére.

—Porque usted era su niño bonito y a quien consultaba sus decisiones más difíciles.

—Yo no soy niño bonito de nadie y menos de alguien que, como Rufino, ha traicionado los ideales por los que luchamos.

—Pues que no le oiga Sixto Pérez. Podría aplicarle en las nalgas una
sixtina.

—Esa lengua te va a perder un día, si es que antes no me hace perder a mí la paciencia.

Eneas
, el calígrafo, le increpa a
Basilio-.

—¿Cuándo te vas a tomar algo en serio?

—Ya me lo tomé una vez y me supo a cucaracha cruda.

—¿Y por qué no intercede usted con Rufino, en vez de andar molestando?

—¿Yo? Antes morir que perder la vida, hermano.

Basilio
toma el puro medio apagado que lleva entre los dedos y chupa de él, cerrando un ojo y torciendo la boca.

—¿Cómo se le ocurre que me juegue mi pan y mi vida por ese burguesito que nos miraba a todos por encima del hombro, ese señorito bien vestido y bien comido que se decía liberal y era más conservador que el obispo Aycine-na? A saber en qué líos anda metido. Yo sigo una filosofía muy simple: si un cuchillo se cae de la mesa, lo peor que se puede hacer es atraparlo en el aire.

Saint-Just
no se contiene.

—¿Eso dice ahora de Joaquín, después de que le sacó tantas veces de deudas y trampas?

Basilio
no responde a
Saint-Just.
De repente se ha puesto serio. Da un sorbo a la copa de
brandy
y se queda mirando al cirujano con cara de malas pulgas. Y por primera vez en toda la tarde, el bufón no tiene una respuesta divertida.

Saint-Just
hace un gesto a su esposa para que reúna a los niños y se encamina a la puerta.
Chico
Andreu le acompaña, seguido por Néstor Espinosa.

—Siento mucho el incidente —dice Andreu.

—Es
Basilio
quien debe ofrecerle a usted disculpas.

En el zaguán,
Chico
le dice a Néstor, en voz baja:

—No les tome en cuenta lo que han dicho. Ni a
Basilio
ni a los otros. No tienen derecho a pedirle algo tan peligroso. Más aún sabiendo lo que hubo entre usted y Joaquín.

El dueño de la casa sonríe y, queriendo poner de lado un asunto tan molesto, le dice a
Saint-Just\

—Mire en lo que hemos venido a caer. El intelectual de la revolución, viejo, enfermo y avergonzado por lo que hace su lugarteniente, Rufino. El primer secretario del ejército —agrega, colocándose ambas manos en el pecho— metido a comerciante. Y el hombre de las armas, apartado del mundo y escondido en su bufete.

—Y el cirujano, metido a comadrona —remata
Saint-Just
—. Motivos tenía Bonaparte para decir que, en las revoluciones, unos son los que las hacen y otros los que las administran.

—Gracias,
Chico
—dice Néstor—, por la invitación y la amistad.

—Ya sabe, mi querido amigo. Esta será siempre su casa, pero no se me pierda por ahí tanto tiempo.

—¿Se va a Ciudad Vieja, licenciado, o se viene con nosotros? —pregunta
Saint-Just.

Néstor saca el reloj de bolsillo. Se ha hecho tarde para llegar con luz a la aldea.

—Creo que me voy con usted.

Echan a andar en silencio. La esposa de
Saint-Just
y los niños, delante; ellos dos, detrás.

—Tiene razón
Chico
—dice el cirujano—. Aunque todos quieren ayudar, no pueden pedirle a usted que meta la mano en ese espinero.

Néstor mueve la cabeza con un gesto ambiguo. Prefiere callar.

—No tenemos solución —suspira
Saint-Just
—. ¿Quién dijo que la buena política consiste en hacer creer a la gente que es libre? Somos un pueblo proclive a guardar una aquiescente sumisión, si no una medrosa dulzura, frente a cualquier clase de despotismo.

—No he visto a
Sarastro
—dice Néstor—. ¿Qué sabe de él?

—Tal vez le dio vergüenza venir.

—¿Vergüenza por qué?

—La conspiración es real, Néstor. No se engañe, como se engaña
Chico.
En este país hay muchas personas que quieren matar al presidente.

—¿Cómo lo sabe?


Sarastro
me lo dijo. Todo esto no es más que un juego de traiciones, ¿comprende?
Sarastro
está abochornado por la traición de la Iglesia. Yo, por la traición de Rufino. Los conservadores por las ratas que, luego de abandonar el barco, hacen ahora negocios con el Gobierno. Y así sucesivamente.

—No entiendo lo de la Iglesia.

—La conspiración es cosa de dos idiotas sin cerebro. Uno es Kopetzky, un coronel polaco a quien Rufino dio empleo en el cuartel de Artillería. El otro, un teniente coronel de apellido Rodas.
Sarastro
me dice que, junto con media docena más de tarados, querían matar a Rufino igual que el senado romano mató a César: con puñales y armas blancas. Un soldado del cuartel de artillería le habló a su madre del complot y ésta se lo confesó a un cura. El cura se fue con el padre Arroyo, que es amigo de Rufino.

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