El sueño de los justos (61 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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Una segunda descarga provoca otra gritería semejante a la anterior. A la tercera andanada, hay mujeres que esconden el rostro entre las manos, y hombres que se tapan la boca con el ala del sombrero. Y cuando suena la cuarta, un grito desgarrador hace a Néstor volver la cabeza.

A pocos pasos de donde se halla, hay un corro de gente por entre cuyas piernas descubre el cuerpo de una mujer tendido sobre el empedrado.

Néstor reconoce a Clara Valdés. Elena Castellanos la sostiene mientras grita:

—¡Eulalio, Eulalio!

Una quinta descarga de fusilería sobrecoge a la gente del corro, la cual se agacha, asustada, como si los disparos hubiesen sido dirigidos a sus cabezas.

Néstor se abre paso entre los mirones, toma a Clara en sus brazos y pregunta a Elena:

—¿Dónde está el carruaje?

—Aquí cerca. Yo le indico.

Caminan a paso ligero hacia el
victoria
, justo en el momento en que los soldados abren los accesos a la Plaza de Armas y el gentío se precipita para ver de cerca los cadáve res de los cinco ejecutados que yacen inmóviles, cubiertos con una capucha negra.

Elena trata de mantener el paso de Néstor.

—Le advertí que no viniera —dice, entre jadeos—, que no debía venir. No me hizo caso, pero lo entiendo. Es su esposo. Oyó los disparos y se desmayó.

Néstor no hace comentarios. Su mente y su memoria están en una mañana de abril, en el bufete de don Ernesto, cuando, tras los embistes y cornadas de un toro suelto en el atrio de San Francisco, sostenía, como ahora, el desmadejado cuerpo de Clara Valdés, y no puede evitar sentir la misma sensación de entonces: la calidez de su cuerpo apretado al suyo, el perfume de su piel, el roce de sus cabellos.

Cuando llegan al
victoria
, ve a Eulalio venir hacia él.


Vaya,
a la plaza —le dice— y vea si puede averiguar quiénes son los ejecutados.

Deposita el cuerpo de Clara en uno de los asientos, se sube al pescante y fustiga el caballo. Minutos después, se detiene en la casa de Clara. La toma de nuevo en brazos y la lleva a su alcoba. En el camino recuerda sus risas la noche de los
perejiles
, su mirada encendida y, sobre todo, aquel beso en el zaguán, al día siguiente, y aquel susurrado te quiero la mañana en que partió. Y siente que el tiempo no ha transcurrido y se ve todavía en el zaguán, esperando a que Clara regrese de su cuarto y le entregue un pañuelo rojo donde estaba bordada la palabra
liberté.

—Traiga toallas y una palangana con agua —ordena Elena a la sirvienta.

Néstor deposita a Clara Valdés en el lecho y la observa, compungido. Su piel parece translúcida, pero a los ojos de Néstor, esa palidez satinada que acaricia con los ojos sólo resalta la belleza madura, más deseable si cabe que cuando era más joven.

Eulalio entra en la pieza. Se acerca a Elena y murmura unas palabras. Elena se vuelve a Néstor con expresión radiante.

—¡Joaquín no estaba entre los ejecutados!

Néstor desahoga un suspiro y hace intento de abandonar la habitación.

—No se vaya, se lo ruego —le dice Elena.

Todo ser humano es un enigma. Nadie sabe qué puede haber tras el rostro de un hombre, pero en el de Néstor ha asomado un gesto de templada resolución que no escapa a la perspicacia de Elena Castellanos.

—Lo siento, señora. Tengo cosas importantes que hacer.

En la barbería
Pompadour,
higiene y esmero, don Hermógenes está a punto de cerrar cuando Néstor empuja la puerta, visita que el barbero agradece, pues no tiene con quien desahogarse.

—¡No me diga, no me hable! ¡Qué horror, qué horror! No tengo palabras, Néstor. Esos infelices... He oído que la excusa para ejecutarlos ha sido por asesinos y ladrones, fíjese usted. Nada de conjuras, ni de rosarios negros. Por bandoleros, ha dicho el pregón.

Néstor guarda un desabrido silencio. Su mirada está clavada en el espejo de la barbería, observando su larga cabellera y su barba espesa y oscura.

—Córteme el pelo a punta de tijera.

—Eso está muy bien. Era hora de que fuese usted más a la moda. Parecía un pordiosero.

Por espacio de quince minutos, don Hermógenes no para de hablar. Los fusilaron junto a la fuente de piedra, dice, y apenas se podían tener en pie. Estaban desfigurados, fíjese. Los pusieron en una silla y se los tronaron. Sin juicio legal ni defensa. Y sin comprobar si les habían o no acusado en falso. Una atrocidad. Hay otros doce en capilla, me cuentan, y los perros de Sixto Pérez continúan buscando. ¡Dichoso el hombre al que una patria floreciente alegra y fortifica el corazón!, concluye en tono dramático, haciendo uso de una máxima que acaba de leer en el periódico.

—¿Cómo quiere que le arregle la barba? —dice cambiando de tono.

Néstor se pasa la mano por la cara y responde, como al descuido:

—Quiero que me deje la perilla.

—¿Larga, corta?

—Una en forma de candado.

Don Hermógenes moja la brocha y enjabona el rostro de Néstor. Afila la navaja en una correa a la que el tiempo y el uso han dado el color de una rienda desgastada y comienza a rasurarle las mejillas.

Cuando termina la tarea, don Hermógenes da un paso atrás y observa con mirada de artista la cabeza y el rostro de Néstor.

—¿Sabe una cosa? Así como se ve ahora, con la perilla bien negra y el pelo bien corto, se da un cierto aire al presidente. Sólo faltaría que sus párpados fueran un poco más abultados.

Néstor le dirige una mirada furibunda.

—Es broma, es broma —ríe el barbero.

9. La noche que Santiago bajó de los cielos

Nueva Guatemala de la Asunción,

martes 6 de noviembre de 1877

Los días de noviembre son azules en el Valle de la Ermita. Pero aún lo son más las noches, como ésta que contempla
La Taltuza,
noche de radiante claridad y de un profundo añil maculado de estrellas. Hay tanta luz nocturnal que el conjunto de la iglesia, la tapia y la casa parroquial que
La Taltuza
vigila pareciera un telón pintado. El arte está en el ojo de quien lo ve y a
La Taltuza
le gusta dar ese toque peculiar a los sitios donde se asoma.

Hoy ha elegido la parte trasera de este pequeño templo situado en el arrabal de Candelaria, barrio de tejedores, carniceros y pequeños comerciantes. Y agazapado en la penumbra de un cafetal vecino, aguarda a que el esbirro del presidente haga su aparición en el proscenio.

La cita es a las diez, pero, fiel a su rutina.
La Taltuza
lleva casi una hora esperando. Su ánimo se encuentra en alza. Ha sabido que Leocadio Ortiz ha vuelto a los calabozos de la Comandancia y está seguro de que su prestigio como informador volverá a reforzarse cuando Córdova conozca la novedad que le tiene.

La Taltuza
, ojos pequeños y atentos, cabello áspero y tupido, orejas de grandes lóbulos, deja escapar una sonrisa. El poder es así de estúpido. Ante la conspiracíón, el chisme o el secreto, se excita con la pasión de una ninfómana. El poder quiere saber siempre
todo
lo que pasa. Y antes que prescindir de sus informadores, les perdona cualquier yerro. Pero no puede fiarse. Cautela y desconfianza son las reglas de este oficio. Hoy, en especial, debe ser sensato y dar su lugar a Córdova. No le hablará con la arrogancia de quien todo lo sabe y nada se le escapa. Después, continuará otra media hora en el cafetal, al acecho, para asegurarse de que nadie le sigue. Y más tarde hará mutis por el foro durante un mes, o más, hasta que se disipe la tormenta.

Poco antes de las diez, Fernando Córdova asoma por la esquina oriental de la tapia y se detiene. Hay en el aire un perfume apacible, una mezcla de heno y flores, que Córdova aspira con visible placer y los brazos en jarras. Y como no ve a nadie alrededor, decide pasear de un lado a otro de la encalada pared su sombra de zopilote.

La Taltuza
sigue los pasos de Córdova y escudriña el entorno, moviendo sus ojillos como si fuesen péndulos. Aguarda a que en el reloj de La Merced den las diez y, sólo cuando está seguro de que el esbirro del presidente ha llegado solo, sale de las sombras.

—Buenas noches, jefe.

Córdova no corresponde al saludo ni oculta su hostilidad.

—Espero que no me haya hecho venir hasta aquí para perder el tiempo.

—No diga eso, don Fernando, que hoy le tengo una sorpresa.

Córdova no responde. Sólo mira con prevención a
La Taltuza
y frunce la boca en señal de desconfianza.

—Se trata de los conspiradores que faltaban. Planean huir esta noche y sé cómo y por dónde lo piensan hacer.

—No le creo.

—De veras, don Fernando. Pero, primero, la plata.

Córdova está aún como cien mil jicaques, no hay más que verlo, pero el negocio es el negocio y
La Taltuza
no puede permitirse el lujo de prescindir del valor de sus servicios. Tiene toda la intención de ser humilde, pero no es tonto. Además, no le cae bien este tipo. Como Cuevas, como Sixto Pérez, como todos los favorecidos por el presidente, tiene las manos sucias. Y
La Taltuza
considera un acto de justicia sacarle a esta gente toda la sangre que pueda.

—No pretenderá que le pague después de la chulada que me hizo el otro día.

—Entonces, usted se lo pierde —dice el
oreja
, deslizando imperceptiblemente una mano hacia el revólver que guarda bajo el sobretodo.

Fernando Córdova —mirada aviesa, nariz estirada y algo jetón— no mueve una pestaña. Se ha percatado del movimiento y no quiere correr riesgos.

—No le creo una palabra de lo que dice —masculla—. Llevamos seis días buscando a esa gente, haciendo cáteos y deteniendo sospechosos. Y viene usted y en cuarenta y ocho horas averigua quiénes son y cuándo y por dónde van a huir.

—¿No fue eso lo que me pidió?

—Sí, fue eso lo que le pedí —concede el otro con impaciencia—. Ahora, dígame, ¿cómo piensan hacerlo?

La Taltuza
extiende la mano con gesto de mendicante y replica con un guiño:

—Cayendo el muerto y soltando el llanto, jefe.

Córdova observa con desprecio al espantajo de espejuelos, sombrero y ropón que tiene enfrente y, muy a su pesar, extrae de la levita una bolsa de cuero y se la entrega.

—Como le digo, son ocho o diez —dice atropelladamente
La Taltuza,
mientras cuenta, ávido, el dinero—. Saldrán a medianoche con la caravana de carretas que parte hacia el puerto de San José. Irán vestidos como los indios y mezclados entre ellos. Lleve a sus hombres a la garita del Guarda Nuevo y allí podrá echarles mano.

Inmerso en el conteo de las monedas,
La Taltuza
no se percata de que Córdova se ha quitado el bombín ni de que lo mantiene unos segundos en el aire. Sólo repara en que algo no anda bien cuando el esbirro del presidente lo vuelve a bajar. El movimiento le parece una seña, pero ya es tarde para huir. Tres hombres se descuelgan de lo alto de la tapia y, antes de que pueda reaccionar, lo derriban y lo inmovilizan en el suelo.

—Somos gente madrugadora —le dice Córdova, arrebatándole la bolsa de monedas—. Pero no tiene por qué preocuparse. Si es verdad todo lo que me ha contado, estará libre después de medianoche.

Los hombres ponen de pie a
La Taltuza
y, cuando Córdova lo tiene a la altura de los ojos, le escupe con voz herida:

—Pero si lo que me ha contado no es verdad, si me vuelve a pintar un violín, que Dios se apiade de su alma.

Poco después de las once, la guarnición del cuartelillo situado a espaldas de la Comandancia de Armas abandona el lugar con los caballos al paso para que los vecinos de sueño ligero piensen que es una reata de mulas. Pero nadie se asoma a mirar. Ni siquiera el hombre descalzo y vestido de dril que, tendido en una esquina, ha rendido sus fuerzas al alcohol. La sigilosa cabalgata pasa por su lado sin prestarle atención alguna y se aleja hacia el sur, en busca de la garita del Guarda Nuevo, situada a corta distancia del Castillo de San José.

El general Cuevas dirige la marcha. En una decisión repentina, ha dispuesto utilizar a todos sus hombres para un menester urgente, tras dejar en las instalaciones una pequeña reserva al mando de un sargento.

El general está eufórico. No podría ofrecer mejor regalo al presidente que la macolla de la conjura que ha intentado asesinarlo.

A mitad de camino, Cuevas adelanta un mensajero, para que la guardia de la fortaleza no se alarme cuando los vean llegar, y otro a las cercanías de la Iglesia del Calvario, donde se ordenan las carretas.

—Esto va a ser muy sencillo —le dice a Fernando Córdova, cuya sombra le acompaña.

Córdova asiente, pero sin la convicción ni el ánimo que parecen animar a Cuevas. No se fía del soplón y, por si acaso, lo ha dejado maniatado y con custodios en el cuartelillo de la Comandancia.

Cerca del Amate, el explorador que Cuevas ha enviado al Calvario le da la novedad.

—Las carretas no han salido aún.

—Magnífico. Las esperaremos en la garita.

El borracho tendido en las cercanías del cuartelillo comienza a reptar de modo imperceptible hasta que finalmente desaparece tras la esquina en la que se había desplomado. Un silencio sepulcral se extiende ahora en los alrededores del palacio y de la Plaza de Armas. Sólo los vio-lines de los grillos, los bajones de las ranas y algún ladrido lejano, alteran la noche del valle. Nadie espera que suceda nada a estas horas y menos los dos centinelas apostados a la puerta del cuartel.

Nadie, excepto el presunto borracho y el grupo de seis jinetes que se acerca al edificio con la misma parsimonia que poco antes lo han hecho los hombres de Cuevas.

Al verlos, uno de los centinelas engatilla el arma. Por los quepis con que se cubren, presume que son gente de uniforme, pero no está muy convencido y duda si darles el alto.

En eso, uno de los caballos se separa del grupo y el centinela reconoce de inmediato la soberbia yegua inglesa del presidente, un espléndido animal, blanco como la espuma, de largas y onduladas crines, que se acerca al cuartel con un elegante braceo, no exento de petulancia.

El centinela corre al interior para dar parte al sargento de guardia, un hombre bajito, de cachetes brillantes y vientre voluminoso, que responde al nombre de Natareno de León.

—No puede ser, Atanasio —dice Natareno, siguiendo al centinela a paso de matrona embarazada—. El señor presidente no se levanta hasta pasadas las tres.

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