El sueño de los justos (58 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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—Digamos,
licenciado
, sólo digamos, que le creo por un momento —dice, dejando escapar una sonrisa impía—. Acepto que no conoce a Leocadio Ortiz y que no forma parte de ninguna conspiración para asesinarme.

Se vuelve al escritorio, toma un papel que yace sobre la carpeta donde firma sus decretos y se lo muestra a Espinosa.

—¿Para qué, entonces, solicitar una audiencia,
licenciado
? ¿Para interceder por Ortiz?

—La carta tiene otro propósito, señor presidente.

El mandatario asiente con gesto socarrón. Ha dispuesto no pasarse, de momento, con el detenido y ser solamente el provocador de siempre, el experto en aguijonear a los demás para sacarles información. Así que se acerca muy despacio a Espinosa, quien, de pie en medio del salón, observa cómo el personaje de barba de candado y manos a la espalda, traza un círculo en torno a él y, en tono de piadoso inquisidor, le dice:

—Usted es hombre de derecho,
licenciado.
Sabe que puedo, que debo dudar, y que es mi obligación como hombre de Estado hacerlo, ¿me equivoco?

El abogado asiente con expresión perpleja. Ni las intenciones ni los rodeos del presidente están claros y, conociéndole como le conoce, guarda un silencio entre atento y curioso.

—Usted me dice que nada tiene que ver con Leocadio Ortiz y eso le otorga, digamos, sólo digamos, cierto crédito. Ahora bien, si no es para ayudar a Ortiz por lo que quiere verme, ¿cuál es el «importante asunto» que menciona en su carta y del que necesita hablarme «con suma urgencia»?

—Es acerca de un amigo.

—Ya. ¿Y cómo se llama ese amigo?

—Joaquín Larios.

—¡Ah, Joaquín Larios! —dice Rufino con sorpresa reverente, abriendo desmesuradamente los ojos y fingiendo la expresión de quien escucha una verdad revelada—.
Lados,
Larios... me suena. ¡Sí, clarol Ahora me acordé. Uno de los implicados en la sedición para asesinar al presidente, a sus niños y a su esposa. ¡Cómo no había caído antes!

Espinosa no parece comprender, pero el sarcasmo de Rufino le inquieta. O se le ha ocurrido alguna perversidad u oculta algún dato que desconoce, misterio que empieza a descifrar cuando el presidente, moviendo con pesadumbre la cabeza, exclama:

—¡Con qué facilidad,
licenciado,
pierde la gente su crédito! Hace apenas un minuto, le concedí un adelanto. Digamos que le creí. Y creer viene de crédito. ¿Me equivoco,
licenciado
? —recalca en tono zumbón—. Bueno, pues usted ha despilfarrado el suyo. Es falso que el
licenciado
Espinosa no esté implicado con la partida de cabrones que me querían asesinar. Por eso ordené que lo detuvieran —le sisea al oído—. Usted es el quinto misterio del Rosario Negro. Sí, usted, un liberal renegado que se asocia a Joaquín Larios, un cachureco vinculado al clero y a la vieja aristocracia, a un ex militar conservador llamado Leocadio Ortiz, a un coronel polaco a mis órdenes, llamado Kopetzky, y a un teniente coronel que se apellida Rodas.

A pesar de la creciente carga emotiva que el presidente ha puesto en sus últimas palabras, Néstor no pierde la serenidad.

—No veo la relación. Eso es como decir que, porque acaban igual, son lo mismo queso, seso, beso y hueso.

Al señor presidente le encocora la respuesta y, en un súbito cambio de humor, replica:

—¡No me venga con sus babosadas! ¿Qué mejor prueba de que su nombre esté ligado al de esos malditos?

—Conozco a Ortiz y a Larios, pero si ellos forman parte de una conjura para matarle a usted, yo soy del todo ajeno a ella y usted carece de pruebas para acusarme de ese delito, señor presidente...

—¡Déjese de plantas y llámeme Rufino!

—Señor presidente, llevo cinco años dedicado a mis cosas. Estoy totalmente apartado de la política, usted lo sabe. Nada tengo que ver en este lío. Sólo pretendía ayudar a un amigo en problemas. Pero si quiere utilizarme como chivo expiatorio, le va a costar probarlo. A usted, quiero decir, porque a sus hombres les resultaría muy fácil. Sólo tienen que entrar en mi casa, traerle mi cuchillo de monte, un garrafón de jerez y unos gramos de morfina.

—No se pase de listo,
licenciado.

—Me costaría mucho, señor presidente. Conozco mis limitaciones y respeto sus poderes. Pero le repito: a Ortiz le conocí ayer y con Larios no me trato. Del primero no podría poner la mano en el fuego, pero, respecto del segundo, pensé que podría interceder por él, averiguar cómo está, qué le sucede.

El presidente pasa ante Espinosa sin mirarlo y se dirige rápidamente a la puerta.

—¡Yo le voy a decir qué le sucede! —dice sin volver el rostro.

Abre la puerta de un tirón y grita:

—¡Fulgencio!

—No está, señor presidente —dice uno de los dos centinelas que cuidan la entrada—. Tuvo que ir un momento al palacio.

—¡Siempre lo mismo, la gente nunca está cuando se la necesita! ¿Y tú? Sí, tú, quién va a ser. ¿Cómo te llamas?

—Eclesiástico, señor presidente.

—¿Cómo que Eclesiástico? Será Escolástico.

El centinela deja escapar una sonrisa humillada, pero insiste en su identidad.

—No, señor presidente. Es Eclesiástico. Soy huérfano de padre y madre y el cura que me recogió me dio ese nombre.

—Nombrecito... —murmura el mandatario—. Muy bien, Eclesiástico, se va ahorita a la Comandancia hecho pistola y le dice al general Cuevas que llego ahí en el término de la distancia. Que tenga a los prisioneros listos. El ya sabe a quiénes me refiero. ¡Vamos, vamos, qué espera! ¡Y usted —le ordena a Néstor—, venga conmigo!

Salen de la Casa Presidencial, seguidos por cuatro escoltas, y cruzan la calle de Mercaderes. Advertidos por Eclesiástico, el general Cuevas y Sixto Pérez esperan al mandatario a la puerta del cuartelillo situado a espaldas de la Comandancia de Armas, y minutos después el grupo enfila el oscuro y estrecho pasillo que conduce a los calabozos.

El pasadizo desemboca en un patio cubierto al que se abren media docena de puertas. Los carceleros han sacado de las celdas a dos hombres que apenas pueden sostenerse en pie. Uno de ellos, Joaquín Larios, yace desplomado en el suelo.

Néstor acude en su auxilio. Hinca una rodilla en tierra y le alza por los hombros. El rostro de Joaquín es una llaga. Sus labios tienen un color cetrino, sus tobillos y espinillas están cruzados de laceraciones, sus párpados tienen un aspecto pulposo y, por los dislocados movimientos de su cabeza, da la impresión de que no puede ver. Erráticos temblores estremecen su cuerpo y los amoratados pulgares de las manos hacen suponer que ha sido colgado de ellos.

—¿Reconoce a este hombre? —pregunta con impaciencia el presidente.

Sin apartar la mirada del despojo humano que tiene ante sí, Néstor Espinosa murmura:

—Sí, es Joaquín Larios.

—¿Y a este otro?

Néstor se vuelve a la figura que, de rodillas, las palmas de la mano en el suelo y la cabeza hundida entre ambos brazos, respira con dificultad.

Un sayón le coloca una vara bajo el mentón y le alza el rostro.

Néstor cierra los ojos en un gesto de aflicción. Se trata de Leocadio Ortiz a quien, por lo visto, han vuelto a detener. La mirada que el ex militar le dirige a Néstor no parece la de un hombre vivo.

—También le conozco. Es Leocadio Ortiz.

El señor presidente se engalla.

—Usted me preguntó qué sucede con ellos,
licenciado.

Y la respuesta es sencilla. Estos dos caballeros han confesado que usted es su cómplice en la conjura para matarme.

—Eso no es verdad, no puede ser verdad.

—¡Cierre la boca, insolente! —le grita el general Cuevas.

El mandatario da un empujón a Néstor y lo introduce en uno de los calabozos.

—¡Déme una buena razón para no fusilarlo! —grita el presidente hecho una furia—. ¡Dígame que no es su compinche! ¡Dígamelo a la cara, de hombre a hombre!

Néstor Espinosa no puede distinguir las facciones de Rufino, ahora una silueta oscura recortada en el vano de la puerta. Sólo percibe sus movimientos y escucha su respiración. Ambos son de estatura y complexión parecidas, pero la voz airada, los jadeos y la sombra del presidente le causan un efecto parecido al de estar frente al mismísimo
motzoc y
su juicio titubea. Sabe que en lugares como éste, el cerebro humano deja de funcionar con normalidad. Y piensa que, por encima de todo, debe mantener la sangre fría ante el monstruo que le acecha desde lo oscuro. No tiene frente a sí a Rufino, ni siquiera al señor presidente, sino a un ser con los sentimientos exasperados. Llevarle la contraria ahora, como ha hecho otras veces, podría ser peligroso: la fiera está herida y puede matar en el siguiente embiste. Necesita enviarle un mensaje capaz de aplacar momentáneamente su ira. Recuerda entonces la actitud de Córdova, su frialdad, su gesto impasible cuando le detuvo. Y en ese tono decide dirigirse al presidente.

—Veo que está muy enfadado y créame que le comprendo —empieza a decir en tono cortés.

—¡Usted no puede saber cómo me siento, así que déjese de pajas y responda a mi pregunta! ¿Es usted o no compinche de estos dos asesinos?

—Le responderé enseguida, pero nada de lo que yo pueda explicarle tendría sentido si antes... ¿se acuerda usted del
piojoso
?

Ha sido una iluminación, una ocurrencia. Mencionar al delator es el único salvavidas que se le ha venido a las mientes mientras encuentra una salida al asedio. Y si bien es verdad que la historia del
piojoso
no tiene ninguna relación con lo que Rufino quiere averiguar, la pregunta le ha desconcertado. Lo adivina por su silencio y porque ha ladeado la cabeza, como quien observa una pintura cuya geometría y contenido no alcanzara a entender. Su enojo parece haber sido atrapado por los encantos de la curiosidad y, si no otra cosa, el gesto sugiere que está dispuesto a escucharle.

—Siempre se refería usted a él como el
piojoso
, ¿recuerda? Fue el tipo que nos delató en Villahermosa, en Chiapas y más tarde en Tacaná y en Retalhuleu. Se infiltró en el Estado Mayor del general García Granados y allí tuvo acceso a la información sobre las armas. Sabía la fecha de llegada de Nueva Orleans, cuánto habían costado, cuál iba a ser nuestra ruta. Tenía contactos con mensajeros de Cerna en México e informaba al Gobierno desde la frontera.

Néstor se interrumpe unos momentos. No sabe si ha logrado desviar la ira hacia el
cuije,
pero, de momento, Rufino escucha. Su silencio es señal de que está interesado en la historia y Néstor aprovecha ese cambio de ánimo para intentar evadir la oscuridad de la bartolina que no le permite, entre otras cosas, el contacto de la mirada y la gestualidad imprescindible para ser más persuasivo.

—¿No cree que estaríamos mejor afuera?

—¡Déjese de tonterías y siga!

—Fue el
piojoso
quien intentó comprarnos las armas en Frontera a
Chico
Andreu y a mí, utilizando como intermediario a Tom van Tolosa. Era más barato comprarlas que combatir contra ellas. El holandés lo intentó de nuevo en Villahermosa, pero al ver que resistíamos el canto de sirenas, puso en marcha el plan que le había ordenado el
piojoso
: robarnos los rifles y matarnos. Compró a algún remero o al dueño de los lanchones para que le dijeran nuestra ruta por el río y contrató una banda de salteadores. Allí acabaron los días de Tom y no pudimos averiguar quién era el traidor porque usted lo remató en las cercanías de Teapa. El gobierno de Cerna intenta entonces que sea el Gobierno mexicano el que se quede con las armas. Y el
piojoso
viene e informa al gobernador de Chiapas que una banda de contrabandistas intenta vender rifles a los indios que se habían sublevado el año antes en San Juan Chamula, muchos de los cuales deambulaban dispersos por Los Altos. Y el gobernador, que no había sofocado del todo la rebelión, nos manda a detener aquella noche cerca de San Cristóbal Las Casas... Aún me duele cuando me río.

Néstor hace una pausa en espera de que la broma haya hecho efecto o, cuando menos, haya provocado alguna reacción amistosa. Pero Rufino es un hombre tozudo y difícil de convencer, y su silueta continúa inmóvil, recortada contra el débil reverbero de luz que llega del otro lado de la puerta.

—El
piojoso
informa al Gobierno de la emboscada que habíamos preparado en Tacaná a la tropa de Búrbano, y más tarde al corregidor y al alcalde de Retalhuleu, de que nos proponíamos tomar la villa. Y usted sospecha entonces, como yo, como todos, que un traidor había dado el soplo. La revolución no terminó ese día de milagro. Nos salvamos gracias a su pericia y a que convenció al general de que cambiara el rumbo de la marcha hacia La Antigua, y el Altiplano, a fin de reclutar más gente. Y el alacrán que teníamos en la camisa ya no pudo inyectar más veneno ni comunicarse con Cerna.

La sombra continuaba inmóvil y su respiración era más calmada. Quizás estaba sorprendida por las palabras de Néstor y eso había desviado su obsesión por obligarle a confesar que formaba parte de una conspiración contra él.

—Pues bien, señor presidente, creo saber quién es el
piojoso
y cómo encontrarlo.

La voz de Rufino suena otra vez calmada y socarrona.

—Cree, luego no está seguro.

—No, no estoy seguro.

—Y quiere que yo le crea.

—Sí.

—Pruébelo y le creeré.

—No puedo probarlo. La única persona que puede hacerlo, el único testigo que podría identificar físicamente al «delator» está ahí fuera de rodillas. Se llama Leocadio Or-tiz. Ésa es la razón de que fuera a hablar con él. El
piojoso
me debe cosas: un exilio que no deseaba, la muerte de un amigo y haber perdido el rumbo de mi vida. Y Ortiz tenía una pista para averiguar quién es.

Néstor ha ido improvisando su historia de la misma forma que lo había hecho años atrás en la oficina de Magh-nus Dougall, mezclando emociones con verdades a medias, pero dando en todo momento la impresión de coherencia.

Pero Rufino no es Maghnus Dougall ni, al parecer, Néstor ha sido muy convincente.

—Me quiere babosear para salvar el pellejo y el de esos dos hijos de tantas que están ahí fuera —dice, volviéndose a encender—. Si no puede probar quién fue el traidor, todo lo que me ha contado es un cuento chino.

—Usted me conoce. No sería capaz de mentirle.

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