El sueño de los justos (59 page)

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Authors: Francisco Pérez de Antón

BOOK: El sueño de los justos
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—¡Ja! Le creo capaz de eso y más. Pues menudo comediante es usted. Pero aunque fuese verdad lo que me ha contado, ¿qué me puede importar un traidor a estas alturas? Hubo tantos en nuestras filas como en las de ellos, gente que desertó para volverse a sus casas o que, después de jurar lealtad al ejército libertador, se pasó a las filas del Gobierno. La traición es la rueda de la historia,
licenciado
, ¿a que no sabía eso?

La frase es de
Saint-Just,
pero Rufino la ha hecho suya y al parecer no le molesta admitir el sórdido mensaje que lleva implícito, salvo cuando la traición es contra él.

—Todo eso es agua pasada. No me interesa. Lo que cuenta es el presente. Y el presente es que usted no puede darme una explicación de por qué su nombre está vinculado al
Rosario Negro y
a esos dos que están ahí fuera.

—Se equivoca —dice Néstor—. El presente es ese traidor que ahora trabaja para Córdova y a quien ha propor-donado información falsa.

Rufino retrocede los dos pasos que le separan de la puerta de la celda y la voz de Néstor desfallece.

—Le solicité audiencia de buena fe, para ayudar a un amigo, pero veo que no quiere escucharme. En tal caso, déjeme pedirle algo que jamás hubiese pedido para mí.

—No está en posición de pedirme nada,
licenciado
—rezonga la sombra desde la puerta.

—Tiene una deuda conmigo.

—¿Y qué puedo yo deberle a usted?

—Una vida.

Rufino guarda silencio. Su memoria ha debido de articular el recuerdo de Retalhuleu y, cuando después de una larga pausa, vuelve a dirigirse a Néstor, su tono es más desabrido.

—¿Y qué es lo que quiere a cambio?

—La vida de Joaquín Larios.

Rufino suelta una carcajada.

—¡Le creía a usted más listo! Mi deuda es con usted, no con ese delincuente. Usted salvó mi vida. En cambio, Larios me la quería quitar. No mezcle el sebo con la manteca, lie. Esa deuda no puede ser endosada.

Néstor concluye que hablar con Rufino es como cruzar la madera con el acero: siempre saltan astillas o acaba uno con el arma rota. Y una aguda ansiedad le sobreviene cuando ve que la sombra del presidente desaparece de la puerta. Oye pasos en el corredor, algunos susurros, luego una orden ininteligible y, de nuevo, pasos de alguien que regresa al calabozo.

En el vano de la celda han aparecido dos hombres con el torso desnudo. Entre ambos toman a Néstor por los brazos y lo arrastran fuera de la bartolina. Allí repara que, de los tendales de pino cepillado que cubren el patio, penden dos redes de maguey y que en una esquina hay dos soldados con sendos tambores.

Uno de los sayones hinca la punta de la vara en las costillas de Néstor, para que se mueva en dirección a las redes, mientras otro ordena a un compañero que baje una de ellas al piso. Pero Néstor se resiste a caminar. El hombre que ha bajado la red de la viga se abalanza sobre él, lo toma por los cabellos y durante breves instantes sólo se escuchan en el patio los apagados gemidos de los esbirros para arrastrarlo a la red y los de Néstor para evitar ser ensacado en ella.

Los golpes le llueven sobre la espalda y las piernas hasta que, vencido por el dolor, se deja introducir en la malla que sostienen otros dos verdugos. Un brusco tirón le atrapa en la urdimbre de maguey y un par de jalones más le dejan colgando a metro y medio del suelo.

Su posición es cercana a la de un feto en el vientre de su madre. Tiene los brazos inmovilizados, a causa del peso del cuerpo, un pedazo de la soga le cruza la cara y su rodilla derecha le presiona el tórax y le dificulta la respiración. El más pequeño movimiento para acomodarse sólo se traduce en un nuevo dolor. Sus articulaciones crujen y no puede hacer palanca en nada sólido.

Advierte entonces que los sayones se han colocado a ambos lados de la red, con sendas varas de membrillo en las manos, justo cuando los timbaleros inician un poderoso redoble que tiene como propósito impedir que los gritos de los torturados se oigan en la calle.

Uno de los palos silba en el aire y cae sobre la espald.i de Néstor quien exhala un aullido de dolor. La saliva se le espesa y su respiración se vuelve angustiosa, pero antes de que pueda retomar el aliento, un nuevo verdascazo en Lis rodillas le hace exhalar otro grito y un tercero le lacera los nudillos de las manos con las que se aferra a la red. Hace un esfuerzo para girar y acomodarse. Pretende evitar que el siguiente azote no caiga en el mismo lugar, pero los golpes le empiezan a caer como granizo y, finalmente, se resigna a recibir inmóvil los hirientes estallidos de las varas.

De manera sorpresiva, empero, los palos y los redobles se detienen. Néstor entreabre los ojos y descubre que Rufino ha regresado al patio. Su mano izquierda hace una seña a los sayones y éstos proceden a bajar la red al suelo.

Néstor se pone en pie con dificultad. La súbita circulación le produce una reacción inesperada. El dolor, concentrado hasta ese momento en brazos y piernas, corre ahora enloquecido de un lado a otro del cuerpo y le hiere aquí y allá como un diluvio de agujas. Doblado sobre sí, temeroso de no poder andar o de perder el equilibrio si lo hace, deja que el ardor se acomode y pierda fuerza.

—Podría fusilarlo,
licenciado
—le dice el presidente—. Podría ponerle contra la fuente de la plaza, como voy a hacer con los que pretendieron matarme, y dejar que le reventaran ahí los sesos.

El presidente lleva un habano entre los dedos y habla con la displicencia de quien disfruta una sobremesa con amigos.

—Pero no lo haré. Le perdono la vida,
licenciado.
Deuda saldada. Estamos en paz. Ahora, váyase de aquí. ¡Váyase antes de que me arrepienta!

Néstor Espinosa se yergue con la mayor dignidad que le es posible y, sin mirar a Rufino, abandona trastabillando el patio de torturas. Endereza sus pasos con alguna sensación de alivio, pero sin dejar de sentir a sus espaldas las miradas burlonas y el peso del ultraje. Se siente como una escupidera repleta de babas y no puede desprenderse de ese asco.

Creía conocer a Rufino. Incluso alguna vez llegó a pensar que, cuando hablaba con él, se constituía en su conciencia. Qué ridículo se siente ahora. Y qué estúpido. Conmover la conciencia de este hombre es como pretender que el agua se encienda.

Cuando sale del cuartelillo, una inquietante sensación de irrealidad le envuelve. El cambio de la celda al aire fresco es tan brusco que por instantes le cuesta identificar el lugar donde se halla. No sabe si es el limbo de los justos, donde moran los inocentes y los que nunca se enteran de lo que sucede en el mundo, o el de los que sufren la pena de daño, ese dolor real, aunque no físico, mayor del que uno se merece y propio de quienes se desesperan por no alcanzar nunca lo soñado.

Se alza las solapas de la levita y apresura el paso en dirección a su casa, pero el recuerdo de Joaquín Larios, sus llagas y sus heridas, le provoca dos secas y violentas arcadas que le obligan a detenerse en la esquina del Portal del Señor.

Cuando se repone, observa que la banda marcial se ha formado frente a palacio. Poco después, la Plaza de Armas se estremece con el toque de retreta, la orden de quietud y de silencio que envolverá a la ciudad hasta la aurora. Y Néstor discurre entonces que, en los últimos años, su vida no ha sido más que eso: un tiempo de silencio y retirada, de aquiescencia inútil, de vida trivial sin poso ni esencia.

Llega a su casa dolorido. Los golpes le arden más ahora y no se atreve a desvestirse. Tampoco toca la cena frugal que le ha preparado Josefa. Su estómago sólo puede soportar un par de sorbos de agua y sospecha que el dolor no le dejará dormir. No podría hacerlo después del trance que ha vivido ni menos aún soportar una nueva visita de sus muertos. No son ellos, además, quienes le desvelan hoy, sino los vivos. Así que empieza a caminar en torno al patio, acompasado por el trac-trac del viejo reloj de pared que llega hasta él desde el comedor.

Al cabo de dos o tres vueltas, una ardiente, indignada tentación comienza a devorarle el cerebro, un espejismo, un plan disparatado al que la fantasía enriquece, seguramente desbordada por la cólera que le abruma. Es como si la racionalidad, no habiendo sabido darle una respuesta para salvar a Joaquín, cediera su puesto a la imaginación, esa hechicera que se mueve a saltos y no tiene la consistencia de la lógica. Néstor la sujeta por los pelos y no la deja escapar. Algo se le ocurre ahora; algo, momentos después, y nada en los siguientes minutos, para luego de una pausa, detenido y distraído contemplando el cielo y la noche, verse atrapado por otra ocurrencia. Se ríe. Entra a la casa. Se sirve una copa de anisado y vuelve al corredor, a dar vueltas, sintiendo a cada paso el vértigo anticipado de quien se arroja al abismo creyendo que, en algún momento de la caída, le van a brotar las alas, pero sin tener la seguridad de que tal cosa suceda. La imaginación es también memoria, pues las cosas no suelen ser como en realidad han sido, sino como las recordamos. Y lo que recuerda ahora Néstor es el rostro de Rufino, sus ademanes, su voz, su corte de pelo, sus manos a la espalda, su vestimenta. En su cerebro y sus oídos se produce entonces un fenómeno curioso. La memoria y la imaginación asociadas quizás al anisado de Mallorca, o acaso al dolor y a la vergüenza por la humillación sufrida, le han inspirado una maquinación audaz. Y con ella han venido también unas notas musicales que no había articulado hasta ahora. Son cuatro y se corresponden con el aleluya de Beethoven, el que escuchó en Nueva York, en el Spring Garden Theater, el día que descubrió que sacrificarse por los demás no causa dolor, sino júbilo, y que la mayor virtud del que salva no es pensar en sí mismo, sino en aquellos a quienes desea hacer felices. El pesar de los sueños no realizados, se dice entonces, no es el peor de los pesares; lo es el de las cosas que no hicimos o el de las injusticias que se cometieron ante nuestros ojos sin haber hecho nada por evitarlas. Y esa idea estimula y hace bailar con más brío su imaginación, la cual le muestra ahora el artificio completo, el fantástico simulacro que ha ido alzando ante él piedra a piedra. Todo cuanto tiene que hacer es decorarlo con lo que ha aprendido de la vida, del amor y de la muerte. Y también de los perversos, los canallas, los mentirosos, los sabios, los picaros, los hombres de bien y los actores.

8. Salió un día un sembrador..

En la vida social de la ciudad-estado, las visitas son una liturgia de la que no se puede prescindir. Y aunque el tiempo se emplea también en ritos más virtuosos, como asistir a misa y al rosario, hacer costura o charlar en el peladero, las visitas constituyen la esencia de la vida provinciana. Visitas para dar el pésame, visitas para felicitar un cumpleaños, visitas de despedida, visitas de bienvenida, visitas para divulgar una calumnia, visitas para devolver visitas. Incluso inducir a una taltuza a que salga de su madriguera puede ser una buena razón para visitar a los amigos.

Néstor no se ha impuesto la tarea de descubrir al traidor. Ni siquiera desea saber quién es. Sólo pretende que sea su emisario. Le basta con que
La Taltuza
pique en el anzuelo y le lleve el cebo a Fernando Córdova.

Pero cada visita deviene un sinsabor. A Néstor le repugna pensar que detrás de éste o aquel amigo pueda haber un hombre para quien la amistad tiene un valor accesorio. Y, sin embargo, debe hacerlo. Su plan se funda en la verosimilitud que pueda imprimir a sus gestos y a su voz. Y al señuelo que ha ideado. Así que les habla de asuntos triviales, primero, luego de la situación y las detenciones, para, con la mayor naturalidad, ir derivando la plática hacia la carnada, adornándola con certezas aparentes y seguridades fingidas.

Hay según me cuentan un plan, les dice, para que el resto de los implicados en la conspiración contra el presidente puedan huir de la ciudad. Tienen miedo y están desesperados. El cerco se ha ido estrechando en torno a ellos y temen que alguno de los que están ya detenidos confiese o, peor aún, que algún traidor los delate.

—Me recuerda tanto otros tiempos —comenta con retintín—, gente escapando de la ciudad en globo, huyendo por los barrancos o evadiendo los gendarmes. Pero esta vez se les ha ocurrido algo más ingenioso.

Y siendo que todos ellos han pasado por un trance parecido, ninguno escapa a la curiosidad de conocer la astucia de que se valdrán los conspiradores para burlar la vigilancia que el Gobierno ha desplegado en los potreros y en las garitas que controlan las entradas y salidas de la capital.

—Huirán en la caravana de carretas que sale el martes a medianoche hacia el puerto de San José —dice en tono distraído—. Irán vestidos de dril, arreando bueyes y mezclados entre el centenar de indios que convoyan las carretas.

Lucio
, el sastre, herido de guerra, hombre minucioso y preciso, quiere saber cuántos son los conjurados.

—Sólo ocho o diez, pero son los importantes, las meras cabezas de la conspiración.

Néstor echa una ojeada al desordenado taller donde una veintena de mujeres cortan y cosen. Guerreras y pantalones militares se amontonan junto a las costureras que se afanan en modernas máquinas de coser
Grower and Baker.

—Pero yo he venido a hablarte de otro asunto —dice Néstor, apartándose del tema—. ¿Aún puedes hacer una levita en doce horas?

—Ahora que coso uniformes, te la puedo hacer en siete.

—No te creo.

—Sé lo que piensas —dice
Lucio,
señalando al taller—. Esto es un desmadre, pero te aseguro que en siete horas la tienes lista.

—¿Cómo puedes trabajar así, en un patio cubierto? Cualquiera podría entrar aquí de noche.

—Es verdad, pero, ¿quién querría robar uniformes? ¿A quién se los iría a vender?

El sastre toma a Néstor por un brazo.

—Me mudaré a un lugar en condiciones dentro de unos días. Lo tengo ya casi listo. Ahora dime, ¿cómo la quieres?

—¿Qué cosa?

—La levita.

—Negra, corta y con las solapas muy anchas.

—¿Como la que ha puesto de moda el presidente?

—Cabal así.

—Eso está hecho. Ahora mismo te tomo las medidas. Por cierto, ¿has sabido algo de Joaquín?

A
Basilio
y a
Hiram
los encuentra en el viejo obrador de candelas. El lugar apesta a sebo y a sosa cáustica y en el corredor se apilan varias bateas de madera con el jabón ya cuajado, pero sin cortar.

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