El sueño del celta (12 page)

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Authors: Mario Vargas LLosa

Tags: #Biografía,Histórico

BOOK: El sueño del celta
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Estaba a punto de ser ascendido y de regresar a la metrópoli. Escuchó a Roger sin interrumpirlo ni una vez, muy serio y, en apariencia, profundamente concentrado en lo que oía. Su expresión, grave e impenetrable, no se alteraba ante ningún detalle. Roger fue preciso y minucioso. Dejó muy claro qué cosas le habían contado y cuáles había visto con sus propios ojos: las espaldas y las nalgas rajadas, los testimonios de quienes habían vendido a sus hijos para completar las cuotas que no habían podido reunir. Explicó que el Gobierno de Su Majestad sería informado sobre estos horrores, pero que, además, él creía su deber dejar sentada, en nombre del Gobierno que representaba, su protesta por que la Forcé Publique fuera responsable de atropellos tan atroces como los de Walla. Era testigo presencial de que aquel poblado se había convertido en un pequeño infierno. Cuando calló, la cara del capitán Junieux seguía inmutable. Esperó un buen rato, en silencio. Por fin, haciendo un pequeño movimiento de cabeza, dijo, con suavidad:

—Como usted sin duda sabe, señor cónsul, nosotros, quiero decir la Forcé Publique, no dictamos las leyes. Nos limitamos a hacer que se cumplan.

Tenía una mirada clara y directa, sin asomo de incomodidad ni irritación.

—Conozco las leyes y reglamentos que regulan el Estado Independiente del Congo, capitán. Nada en ellos autoriza a que se mutile a los nativos, se les azote hasta de sangrarlos, se tenga de rehenes a las mujeres para que sus maridos no huyan y se extorsione a las aldeas al extremo de que las madres tengan que vender a sus hijos para poder entregar las cuotas de comida y caucho que ustedes les exigen.

—¿Nosotros? —exageró su sorpresa el capitán Junieux. Negaba con la cabeza y al accionar el animalito del tatuaje se movía—. Nosotros no exigimos nada a nadie. Recibimos órdenes y las hacemos cumplir, eso es todo. La Forcé Publique no fija esas cuotas, señor Casement. Las fijan las autoridades políticas y los directores de las compañías concesionarias. Nosotros somos los ejecutores de una política en la que no hemos intervenido para nada. Nunca nadie nos pidió nuestra opinión. Si lo hubieran hecho, tal vez las cosas andarían mejor.

Se calló y pareció distraerse, un momento. Por las grandes ventanas con rejillas metálicas, Roger veía un des campado cuadrangular y sin árboles donde marchaba una formación de soldados Africanos, que llevaban pantalones de dril e iban con los torsos desnudos y descalzos. Cambiaban de dirección a la voz de mando de un suboficial, él sí con botines, camisa de uniforme y quepis.

—Haré una investigación. Si el teniente Tanville ha cometido o amparado exacciones, será castigado —dijo el capitán—. Los soldados también, por supuesto, si se excedieron en el uso del chicote. Es todo lo que puedo prometerle. Lo demás está fuera de mi alcance, corresponde a la justicia. Cambiar este sistema no es tarea de mili tares, sino de jueces y políticos. Del Supremo Gobierno. Eso también lo sabe usted, me imagino.

En su voz había asomado de pronto un tonito desalentado.

—Nada me gustaría más que el sistema cambiara. A mí también me disgusta lo que ocurre aquí. Lo que estamos obligados a hacer ofende mis principios —se tocó la medallita del cuello—. Mi fe. Yo soy un hombre muy católico. Allá, en Europa, siempre traté de ser consecuente con mis creencias. Aquí, en el Congo, eso no es posible, señor cónsul. Esa es la triste verdad. Por eso, estoy muy contento de volver a Bélgica. No seré yo quien ponga otra vez los pies en África, le aseguro.

El capitán Junieux se levantó de su mesa, se acercó a una de las ventanas. Dando al cónsul la espalda, estuvo un buen rato callado, observando a aquellos reclutas que jamás lograban acompasar la marcha, se tropezaban y tenían torcidas las filas de la formación.

—Si es así, usted podría hacer algo para poner fin a estos crímenes —murmuró Roger Casement—. No es para esto que los europeos hemos venido al África.

—¿Ah, no? —el capitán Junieux se volvió a mirar lo y el cónsul advirtió que el oficial había palidecido algo—. ¿A qué hemos venido, pues? Ya lo sé: a traer la civilización, el cristianismo y el comercio libre. ¿Usted todavía cree eso, señor Casement?

—Ya no —repuso Roger Casement en el acto—. Lo creía antes, sí. De todo corazón. Lo creí muchos años, con toda la ingenuidad del muchacho idealista que fui. Que Europa venía al África a salvar vidas y almas, a civilizar a los salvajes. Ahora sé que me equivoqué.

El capitán Junieux cambió de expresión y a Roger le pareció que, de pronto, la cara del oficial había reemplazado esa máscara hierática por otra más humana. Que lo miraba, incluso, con la piadosa simpatía que merecen los idiotas.

—Trato de redimirme de ese pecado de juventud, capitán. Para eso he venido hasta Coquilhatville. Por eso estoy documentando, con la mayor prolijidad, los abusos que se cometen aquí en nombre de la supuesta civilización.

—Le deseo éxito, señor cónsul —se burló con una sonrisa el capitán Junieux—. Pero, si me permite que le hable con franqueza, me temo que no lo tendrá. No hay fuerza humana que cambie este sistema. Es demasiado tarde para eso.

—Si no le importa, me gustaría visitar la cárcel y la
maison d'otages
, donde tienen a las mujeres que trajeron de Walla —dijo Roger, cambiando bruscamente de tema.

—Puede usted visitar todo lo que quiera —asintió el oficial—. Está en su casa. Eso sí, permítame recordarle una vez más lo que le dije. No somos nosotros los que inventamos el Estado Independiente del Congo. Sólo lo hacemos funcionar. Es decir, también somos sus víctimas.

La cárcel era un galpón de madera y ladrillo, sin ventanas, con una sola entrada, custodiada por dos soldados nativos con escopetas. Había una docena de hombres, algunos ancianos, semidesnudos, tumbados en el suelo, y dos de ellos amarrados a unos anillos sujetos a la pared. No fueron las caras abatidas o inexpresivas de esos esqueletos silenciosos cuyos ojos lo siguieron de un lado al otro mientras recorría el recinto lo que más le chocó, sino el olor a orines y excrementos.

—Hemos tratado de inculcarles que hagan sus necesidades en esos baldes —le adivinó el pensamiento el capitán, señalando un recipiente—. Pero no están acostumbrados. Prefieren el suelo. Allá ellos. No les importa el olor. Tal vez ni lo sienten.

La
maison d'otages
era un recinto más pequeño, pero el espectáculo resultaba más dramático porque estaba atestado, al extremo de que Roger apenas pudo circular entre esos cuerpos apiñados y semidesnudos. El espacio era tan estrecho que muchas mujeres no podían sentarse ni echarse, debían permanecer de pie.

—Esto es excepcional —explicó el capitán Junieux, señalando—. Nunca hay tantas. Esta noche, para que puedan dormir, trasladaremos a la mitad de ellas a una de las cuadras de soldados.

Aquí también el olor a orines y a excrementos era irresistible. Algunas mujeres eran muy jóvenes, casi niñas. Todas tenían la misma mirada perdida, sonámbula, más allá de la vida, que Roger vería en tantas congolesas a lo largo de este viaje. Una de las rehenes tenía un recién nacido en brazos, tan quieto que parecía muerto.

—¿Qué criterio sigue usted para ir las soltando? —preguntó el cónsul.

—No lo decido yo sino un magistrado, señor. Hay tres, en Coquilhatville. El criterio es uno solo: cuando los maridos entregan las cuotas que deben, pueden llevarse a sus mujeres.

—¿Y si no lo hacen?

El capitán se encogió de hombros.

—Algunas consiguen escaparse —dijo, sin mirar lo, bajando la voz—. A otras, se las llevan los soldados y las hacen sus mujeres. Esas son las que tienen más suerte. Algunas se vuelven locas y se matan. Otras se mueren de la pena, el cólera y el hambre. Como usted ha visto, casi no tienen qué comer. Tampoco es nuestra falta. No recibo alimentos suficientes ni para alimentar a los soldados. Y, menos, a los presos. A veces, hacemos pequeñas colectas entre los oficiales para mejorar el rancho. Las cosas son así. Soy el primero en lamentar que no sean de otro modo. Si usted logra que esto mejore, la Forcé Publique se lo agradecerá.

Roger Casement fue a visitar a los tres magistrados belgas de Coquilhatville, pero sólo uno de ellos lo recibió. Los otros dos inventaron pretextos para evitarlo.
Maître
Duval, en cambio, un cincuentón gordito y rozagante que, pese al calor tropical, llevaba chaleco, puños postizos y levita con leontina lo hizo pasar a su desguarnecido des pacho y le ofreció una taza de té. Lo escuchó con educación, sudando copiosamente. Se limpiaba la cara de tanto en tanto con un pañuelo ya empapado. A ratos reprobaba con movimientos de cabeza y expresión afligida lo que el cónsul le exponía. Cuando terminó, le pidió que detallara todo aquello por escrito. De esta manera él podría elevar al Tribunal del que formaba parte un requisitorio a fin de que se abriera una investigación formal sobre esos lamentables episodios. Aunque tal vez, rectificó
maître
Du val con un dedo reflexivo en el mentón, sería preferible que el señor cónsul elevara aquel informe al Tribunal Superior, establecido ahora en Leopoldville. Por ser una instancia más alta e influyente, podía actuar con más eficacia en toda la colonia. No sólo para poner remedio a aquel esta do de cosas, sino, asimismo, resarcir con compensaciones económicas a las familias de las víctimas y a ellas mismas. Roger Casement le dijo que así lo haría. Se despidió, con vencido de que
maître
Duval no movería un dedo y el Tribunal Superior de Leopoldville tampoco. Pero, aun así, elevaría el escrito.

Al atardecer, cuando estaba por partir, un nativo vino a decirle que los monjes de la misión trapense querían verlo. Allí se encontró de nuevo con
le père
Hutot. Los monjes —eran media docena— querían pedirle que sacara a escondidas en su vaporcito a un puñado de prófugos a quienes ellos tenían escondidos en la trapa, desde hacía días. Procedían todos del pueblo de Bonginda, río Congo arriba, donde, por no cumplir con las cuotas de caucho, la Forcé Publique había llevado a cabo una operación de castigo tan dura como la de Walla.

La trapa de Coquilhatville era una gran casa de barro, piedras y madera de dos pisos que, por afuera, parecía un fortín. Sus ventanas estaban tapiadas. El abate, Dom Jesualdo, de origen portugués, era ya muy anciano, al igual que otros dos monjes, esmirriados y como perdidos en sus túnicas blancas, con escapularios negros y toscos cinturones de cuero. Sólo los más viejos eran monjes, los otros legos. Todos, al igual que el padre Hutot, lucían esa flacura semi esquelética que era como el emblema de los trapenses del lugar. Por adentro, el local era luminoso, pues sólo la capilla, el refectorio y el dormitorio de los monjes estaban techados. Había un jardín, un huerto. Un corral con aves, un cementerio y una cocina con un gran fogón.

—¿Qué delito ha cometido esa gente que ustedes me piden sacar de aquí a ocultas de las autoridades?

—Ser pobres, señor cónsul —dijo Dom Jesualdo, compungido—. Usted lo sabe muy bien. Acaba de ver en Walla lo que significa ser pobre, humilde y congolés.

Casement asintió. Seguramente era un acto misericordioso prestar la ayuda que los trapenses le pedían. Pero vacilaba. Como diplomático, sacar a escondidas a prófugos de la justicia, por más que fueran perseguidos por razones indebidas, era riesgoso, podía comprometer a Gran Bretaña y desnaturalizar por completo la misión de información que estaba cumpliendo para el Foreign Office.

—¿Puedo verlos y hablar con ellos?

Dom Jesualdo asintió. El pere Hutot se retiró y volvió con el grupo casi de inmediato. Eran siete, todos hombres, entre ellos tres niños. Todos tenían la mano izquierda cortada o destrozada a culatazos. Y huellas de chicotazos en el pecho y la espalda. El jefe del grupo se llamaba Mansunda y llevaba un penacho de plumas y una sarta de collares con dientes de animales; su cara lucía cicatrices antiguas de los ritos de iniciación de su tribu. El padre Hutot sirvió de intérprete. La aldea de Bonginda había incumplido por dos veces consecutivas las entregas de caucho —los árboles de la zona estaban ya exhaustos de látex— a los emisarios de la Compañía Lulonga, concesionaria de la región. Entonces, los centinelas Africanos apostados por la Forcé Publique en la aldea comenzaron a azotar y a cortar manos y pies. Hubo una efervescencia de cólera y el pueblo, rebelándose, dio muerte a un guardia, en tanto que los otros lograban huir. A los pocos días, la aldea de Bonginda fue ocupada por una columna de la Forcé Publique que prendió fuego a todas las casas, mató a buen número de pobladores, hombres y mujeres, a algunos quemándolos en el interior de sus cabañas, y trayéndose al resto a la cárcel de Coquilhatville y a la
maison d'otages
. El curaca Mansunda creía que ellos eran los únicos que habían conseguido escapar, gracias a los trapenses. Si la Forcé Publique los capturaba serían víctimas del escarmiento, igual que los demás, porque en todo el Congo la rebeldía de los nativos se castigaba siempre con el exterminio de toda la comunidad.

—Está bien,
¡mon père!
—dijo Casement—. Los llevaré conmigo en el
Henry Reed
hasta alejarlos de aquí. Pero sólo hasta la orilla francesa más cercana.

—Dios se lo pagará, señor cónsul —dijo
le père
Hutot.

—No lo sé,
mon père
—repuso el cónsul—. Ustedes y yo estamos violando la ley, en este caso.

—La ley de los hombres —lo rectificó el trapense—. La estamos transgrediendo, justamente, para ser fie les a la ley de Dios.

Roger Casement compartió con los monjes su cena frugal y herbívora. Charló largo rato con ellos. Dom Jesualdo bromeó que en su honor los trapenses estaban violando la regla de silencio que regía en la orden. Monjes y legos le parecieron abrumados y vencidos por este país igual que él mismo. ¿Cómo se había podido llegar a esto?, reflexionó en voz alta ante ellos. Y les contó que diecinueve años atrás había venido al África lleno de entusiasmo, convencido de que la empresa colonial iba a traer una vida digna a los Africanos. ¿Cómo era posible que la colonización se hubiera convertido en esta horrible rapiña, en esta crueldad vertiginosa en que gentes que se decían cristianas torturaran, mutilaran, mataran a seres indefensos y los so metieran a crueldades tan atroces, incluidos niños, ancianos? ¿No habíamos venido aquí los europeos a acabar con la trata y a traer la religión de la caridad y la justicia? Por que, esto que ocurría aquí era todavía peor que la trata de esclavos ¿verdad?

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