Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—Me pregunto si estos jóvenes son conscientes de la suerte que tienen—dijo Julia.
—Mucha más que nosotros, desde luego.
—Pobre Frances, nunca se te presentó la ocasión de ver mundo.
—Entonces, pobre Julia también.
Compadeciéndose mutuamente, terminaron el viaje en silencio.
—No llegarán a nada —fue la conclusión de Julia.
—No, ya lo sé.
—De modo que no debemos pasarnos la noche en vela, preocupándonos.
Sentada sola en la cocina, ante una mesa que era la mitad de grande que la anterior, Frances bebió una taza de té, deseando que apareciera Colin. Sylvia rara vez lo hacía. Aunque ya no era una residente, sino un médico de verdad, y no se quedaba dormida en cuanto se sentaba, trabajaba mucho y casi no pisaba la habitación situada enfrente de la de Frances. Se dejaba caer para darse un baño, cambiarse de ropa y a veces pasar la noche, en cuyo caso subía —no siempre— a abrazar a Julia, pero nada más. Por consiguiente, Colin era el único «crío» que Frances veía últimamente.
No sabía nada de su vida fuera de la casa. Cierto día un hombre de aspecto dudoso, acompañado por un enorme perro negro, llamó al timbre y preguntó por Colin, que bajó corriendo y quedó en verse con él en el parque. Frances empezó a preocuparse: ¿Colin sería homosexual? Parecía poco probable, ¿no? Sin embargo, cuando empezaba a prepararse para adoptar la actitud correcta ante una situación semejante, apareció una chica pálida, y luego otra, y tuvo que decirles que Colin no estaba. «Pero si no está en casa, ¿por qué no está conmigo?»: Frances supo que pensaban eso porque ella habría pensado lo mismo. Esos incidentes eran indicativos de la existencia que llevaba Colin. Paseaba por el parque con Fiera a todas horas, hablaba con la gente que se sentaba en los bancos, entablaba amistad con otros propietarios de perros y de vez en cuando iba a un pub. Julia, que le había dicho a Colin que no era saludable que un hombre joven no tuviese vida sexual, había recibido esta respuesta: «Tengo una oscura y peligrosa vida secreta, llena de salvajes aventuras sentimentales, de modo que no te preocupes por mí, abuela.»
Esa noche entró acompañado por el perrito, como de costumbre, y vio a Frances.
—Me prepararé una taza de té —dijo. El perro se subió a la mesa.
—Saca a ese pequeño trasto de ahí.
—¿Lo has oído, Fiera? —Lo depositó en una silla y le ordenó que se quedara allí. El perro obedeció, meneando la cola mientras los miraba con ojos inquisitivos—. Sé que quieres hablarme de Andrew —agregó, sentándose con la taza de té entre las manos.
—Desde luego. Sería un desastre.
—No necesitamos más desastres en esta familia.
Su sonrisa le reveló a Frances que estaba de un humor belicoso. Hizo de tripas corazón, recordando que a Andrew podía decirle cualquier cosa, mientras que con Colin siempre la invadía cierta aprensión mientras intentaba descubrir de qué talante estaba. Se disponía a decir: «Bueno, olvídalo, ya hablaremos», cuando él prosiguió:
—Julia ya ha estado dándome la lata. ¿Qué queréis que haga? ¿Que les aconseje: «No seas idiota, Andrew; no te precipites, Sophie.»? La cuestión es que ella necesita a Andrew para librarse de Roland.
Aguardó, sonriendo. Se había convertido en un hombre corpulento, con el cabello negro y rizado y unas gafas de montura negra que le daban aspecto de intelectual. Siempre estaba listo para atacar, entre otras cosas porque aún no se mantenía solo. Julia le había dicho a Frances: «Es preferible que le pase dinero yo a que se lo pases tú. Lo encuentro mejor desde el punto de vista psicológico.» Y tenía razón, lo que no impedía que él se desfogara con su madre. Frances también esperó. La batalla estaba a punto de comenzar.
—Si quieres una bola de cristal, deberías consultar a nuestra querida Phyllida, pero basándome en mis profundos conocimientos sobre la naturaleza humana, por citar el suplemento literario de
The Times,
te diré que Sophie seguirá con Andrew hasta que supere lo de Roland, y luego lo dejará por otro.
—Pobre Andrew.
—Pobre Sophie. Bueno, es una masoquista. Tú deberías entenderlo.
—¿Eso es lo que crees que soy?
—Es evidente que tienes talento para sufrir, ¿no estás de acuerdo?
—Ahora no. Hace mucho tiempo que no es así.
Colin titubeó. La escena podría haber acabado allí, pero se levantó de un salto, puso otra bolsita de té en su taza, le echó agua, reparó en que ésta no había hervido, extrajo la bolsita de la taza y la arrojó al fregadero, soltó una maldición, sacó la bolsita del fregadero y la tiró a la basura, encendió el hervidor eléctrico, escogió otra bolsita, vertió agua hirviendo..., todo esto con una precipitada torpeza que le indicó a Frances que no estaba disfrutando con el enfrentamiento. Regresó y colocó la taza sobre la mesa. Se levantó, acarició rápidamente al perro y se sentó de nuevo.
—No es nada personal —dijo—, pero he estado pensando... Es tu generación. Sois todos iguales.
—Ah—respondió Frances, contenta de que tocara el manido tema de los principios generales.
—El deseo de salvar el mundo. El paraíso apuntado en cada nuevo orden del día.
—Me estás confundiendo con tu padre —dijo Frances, y decidió contraatacar—. Estoy harta de esto. Siempre me involucran en los crímenes de Johnny. —Reflexionó sobre la palabra empleada—. Sí, crímenes. A estas alturas pueden llamarse así.
—¿Alguna vez no lo fueron? ¿Sabes una cosa? Leí en
The Times
que dijo: «Sí, hemos cometido errores.»
—Ya. Pero yo no cometí esos crímenes ni los apoyé.
—De todas maneras, ibas de salvadora del mundo, como él. Todos vosotros. Sois unos arrogantes, ¿lo sabías? No creo que haya existido una generación más presuntuosa. —Seguía sonriendo; disfrutaba del ataque, aunque también se sentía culpable—. Johnny siempre dando discursos y tú llenando la casa de descarriados y menesterosos.
Vaya, habían llegado al meollo de la cuestión.
—Lo siento —repuso Frances—, pero no veo la relación. No recuerdo que Johnny ayudara nunca a nadie.
—¿Ayudar? Si quieres llamarlo así... Bueno, su casa está atestada de americanos que huyen del ejército (no es que yo tenga nada contra eso) y de camaradas de todos los rincones del mundo.
—No es lo mismo.
—¿Nunca te has preguntado qué les habría pasado si no los hubieras metido a todos en esta casa?
—Uno de ellos era tu amiga Sophie.
—Pero nunca llegó a instalarse aquí.
—Prácticamente vivía aquí. ¿Y qué me dices de Franklin? Estuvo con nosotros más de un año. También era amigo tuyo.
—Y el maldito Geoffrey. Tenía que aguantarlo día y noche en el colegio, por no mencionar las vacaciones que pasaba aquí, durante años.
—Yo no sabía que te cayera tan mal. ¿Por qué no lo dijiste? ¿Por qué los jóvenes nunca habláis de lo que os molesta?
—Ahí tienes... No fuiste lo bastante perspicaz para darte cuenta.
—Vamos, Colin; ahora me dirás que no debimos permitir que Sylvia se mudara a esta casa.
—Yo no he dicho eso.
—Ahora no, pero solías decirlo. Me hacías la vida imposible con tus quejas. Ya estoy harta. Todo eso pertenece a un pasado lejano.
—Las consecuencias no pertenecen al pasado. ¿Sabías que esa arpía de Rose va por ahí diciendo que Julia es una borracha y tú una ninfómana?
Frances soltó una carcajada cargada de furia, pero sincera. Colin, que detestaba esa clase de risa, le dirigió una mirada angustiada y acusadora.
—Ay, Colin, si supieras qué vida más casta he llevado... —Hizo una pausa e, imbuyéndose del espíritu de la época, añadió—: Además, si hubiera tenido un ligue diferente cada fin de semana, habría estado en mi derecho, ¿no? Vosotros no habríais podido reprocharme nada.
Lo absurdo de la situación quedó de manifiesto en el acto. Colin palideció y guardó silencio.
—Por el amor de Dios, Colin, sabes perfectamente que...
—Guau, guau, guau —intervino el perro.
Frances se dobló de la risa. Colin sonrió con amargura.
Lo cierto era que el peso de su principal acusación se alzaba entre los dos, como un objeto envenenado.
—¿De dónde sacasteis esa seguridad en vosotros mismos? Papá salvando el mundo, un millón de muertos aquí, otro millón allá, y tú: «Ven, entra y ponte cómodo, te daré besitos en las pupas para que te sientas mejor.» —Parecía traumatizado por su triste infancia, y de hecho ofrecía todo el aspecto de un niño, con los ojos húmedos y los labios temblorosos...
Fiera
bajó de su silla, saltó a las rodillas de su amo y se puso a lamerle la cara.
Colin ocultó el rostro —o parte de él— contra el lomo del perrito, y luego lo alzó para decir:
—¿De qué ibais? ¿Qué demonios os creíais? Todos salvadores del mundo, y os dedicabais a crear desiertos... ¿No te das cuenta de que nos habéis jodido? ¿Sabes que Sophie sueña con cámaras de gas y ningún miembro de su familia ha estado ni siquiera cerca de una? —Se levantó, abrazando al perro
—Un momento, Colin...
—Ya hemos hablado del punto principal del orden del día: Sophie. Es desgraciada y seguirá siéndolo. Hará desgraciado a Andrew. Luego se buscará otro hombre y continuará siendo desgraciada.
Salió corriendo de la cocina y subió por la escalera, mientras el perrito profería en sus brazos su estridente y ridículo guau, guau, guau.
En la casa de Julia sucedía algo de lo que nadie estaba al corriente. Wilhelm y Julia querían casarse, o por lo menos que él se instalase en aquélla. Se quejaba, al principio en tono de broma, de que lo obligaban a vivir como un adolescente, haciendo pequeñas escapadas para encontrarse con su amada en el Cosmo o en un restaurante; en ocasiones pasaba el día y la mitad de la noche con Julia, pero luego debía volver a su casa. Julia eludía el compromiso bromeando con que por lo menos no eran adolescentes que suspiraban por meterse en la cama juntos, a lo que él respondía que la cama no servía sólo para el sexo. Por lo visto recordaba abrazos y conversaciones sobre el mundo en la oscuridad. Si bien Julia no estaba convencida de querer compartir el lecho después de tantos años de viudez, poco a poco empezó a entenderlo. Siempre le sabía mal quedarse cómodamente en sus habitaciones cuando él tenía que marcharse, hiciera el tiempo que hiciese. Wilhelm vivía en un piso muy grande, que en el pasado había compartido con su esposa —muerta hacía mucho tiempo— y sus dos hijos, que ahora vivían en Estados Unidos. Rara vez estaba allí. Aunque no era pobre, no parecía sensato que mantuviera el piso con portero y un pequeño jardín cuando ella poseía una casa enorme. Hablaron, discutieron y finalmente riñeron en torno a lo que había que hacer al respecto.
Resultaba inconcebible que Wilhelm viviese con Julia en las cuatro pequeñas habitaciones que para ella bastaban. Además, ¿dónde metería sus libros? Tenía miles, muchos de ellos de los tiempos en que era librero. Tras colonizar el cuarto de Andrew, Colin se había apoderado de todo el piso de abajo. No podían pedirle que se marchara, ¿o sí? De todos los habitantes de la casa, con excepción de la propia Julia, era el que más necesitaba su espacio, un lugar seguro en el mundo. Debajo de Colin estaba Frances, que ocupaba dos habitaciones amplias y una pequeña. Y en esa misma planta se encontraba el cuarto de Sylvia. Aunque sólo lo usaba una vez al mes, era su hogar y debía seguir siéndolo.
No obstante, Wilhelm quiso saber por qué no podían pedirle a Frances que se buscara otra casa. Ganaba suficiente dinero, ¿no? Julia se negó. La familia Lennox había utilizado a Frances para que criase a dos hijos, ¿y ahora iban a ponerla de patitas en la calle? Julia jamás le había perdonado a Johnny que tras la muerte de Philip le sugiriera que se mudase a un pequeño apartamento.
Debajo de las habitaciones de Frances, el amplio salón se extendía de un extremo al otro de la casa. ¿Cabrían más estanterías para los libros de Wilhelm? Sin embargo, éste sabía que Julia no quería sacrificar esa estancia. Y aún quedaba Phyllida, que ahora estaba en condiciones de pagarse una vivienda propia. Contaba con el dinero que le había prometido Sylvia, y su actividad como vidente —y cada vez más como psicoterapeuta— le proporcionaba unos ingresos estables. Cuando los miembros de la familia se habían enterado de que Phyllida se dedicaba ahora a la terapéutica, habían soltado una retahila de chistes, todos en la línea de «Pero no puede salvarse a sí misma». A pesar de todo, captaba pacientes. Si se libraban de Phyllida y sus fieles clientes, nadie pondría objeciones. Bueno, sí, quizá Sylvia, que había adoptado una actitud maternal hacia su madre. Se preocupaba por ella. ¿Y de qué serviría que Phyllida se marchase? Sólo resultaría útil si Frances o Colin se mudaban al apartamento del sótano, pero ¿por qué iban a hacerlo? Y había algo más, un argumento poderoso que a Wilhelm no se le había pasado por la cabeza. Julia siempre había soñado con que Sylvia se instalase en la casa cuando se casara o encontrase «una pareja». (Una expresión ridícula, en su opinión.) ¿Dónde? Bueno, Phyllida se iría del sótano y entonces...
Wilhelm empezó a decir que finalmente lo entendía: en realidad, a Julia no le apetecía vivir con él: «Siempre te he querido más que tú a mí.»
Julia nunca había pensado que el amor entre ellos fuera mensurable. Simplemente contaba con él. Wilhelm le prestaba apoyo y consuelo, y ahora que estaba envejeciendo (por mucho que el doctor Lehman dijese lo contrario), sabía que sería incapaz de vivir sin él. ¿No lo amaba? Bueno, no si lo comparaba con Philip. Pero esos pensamientos la incomodaban y no quería que siguieran haciéndolo, como tampoco quería oír los reproches de Wilhelm. Le habría gustado que se mudara a su casa si las cosas no hubieran sido tan complicadas, aunque sólo fuese para dejar de sentirse culpable por el amplio y desaprovechado piso de Wilhelm. Incluso estaba dispuesta a imaginar abrazos y conversaciones nocturnas en su antigua cama conyugal. Por otro lado, sólo había compartido el lecho con un hombre en su larga vida: le pedían demasiado, ¿no? Los reproches de Wilhelm se convirtieron en acusaciones; Julia lloraba y Wilhelm se arrepentía.
Frances planeaba irse de la casa de Julia. Por fin dispondría de un piso propio. Ahora que no tenía que pagar matrículas escolares ni universitarias, estaba ahorrando dinero. Viviría en una casa propia, no en la de Julia o de Johnny, un sitio lo bastante grande para dar cabida a sus libros y su material de investigación, que ahora estaban repartidos entre la casa de Julia y
The
Defender
. «Qué agradable es recibir un sueldo fijo»; sólo alguien que no ha disfrutado de él puede decirlo con el sentimiento que merece. Frances recordó sus tiempos de periodista
freelance
y sus insignificantes empleos en el teatro. Aun así, cuando consiguiera ahorrar suficiente dinero para pagar la entrada de un piso, renunciaría a su puesto en
The Defender
, que cada vez se le antojaba menos apropiado para ella.