Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
En 1965 Jill se reconcilió con sus padres y se matriculó en la LSE, «para estar con mis amigos». Aseguró que jamás olvidaría la bondad que la había sacado del abismo. «Me rescatásteis —declaró con seriedad—. No sé qué habría hecho sin vosotros.» De ahí en adelante recibieron noticias suyas a través de terceros: estaba muy metida en los nuevos movimientos políticos y se veía a menudo con Johnny y sus camaradas.
Habían transcurrido cuatro años y corría el verano de 1968.
Era fin de semana. Ni Andrew ni Sylvia se habían tomado fiesta; estaban estudiando. Colin había regresado a casa y anunciado que iba a escribir una novela. «¡Desde luego! —se había escandalizado Julia, no en presencia de su nieto, aunque él se había enterado—. La profesión de los fracasados.» De ese modo lo proveyó del primer requisito para convertirse en novelista, el desprecio de los más allegados y queridos, aunque Frances tomó la precaución de mostrarse evasiva, y Andrew, enigmático.
Johnny telefoneó para decir que les haría una visita. «No te preocupes por la comida. Ya habremos cenado.» Esta sorprendente desfachatez —pensó Frances mientras su tensión arterial experimentaba una subida y volvía a bajar— debía de ser el concepto que Johnny tenía de lo que significaba congraciarse. Aquel «habremos» resultaba intrigante. No podía referirse a Stella, que estaba en Estados Unidos. Había acudido a tomar parte en las grandes batallas para erradicar la discriminación de los negros en el Sur, y había acabado destacando por su valentía y su capacidad de organización. Al constatar que se le terminaba el visado de turista, se había casado con un americano, aunque había llamado a Johnny para comunicarle que se trataba de una mera formalidad. Regresaría cuando hubieran ganado la guerra. Sin embargo, según rumores procedentes del otro lado del Atlántico, ese matrimonio de conveniencia marchaba bien, mejor que su relación con Johnny, que había sido bastante desastrosa. Ella mucho más joven que él, lo había admirado en un principio, pero pronto había aprendido a ver las cosas tal como eran. Había tenido tiempo de sobra para reflexionar, ya que Johnny la dejaba sola a menudo para asistir a reuniones o viajar con distintas delegaciones a los países amigos.
A Johnny le habría gustado participar en las grandes batallas americanas, por las que suspiraba como un niño a quien no habían invitado a una fiesta, pero no consiguió un visado. Insinuó que se lo habían denegado debido a sus antecedentes en la guerra civil española. No obstante, pronto llegaron los conflictos de Francia y él se unió a todos los frentes conforme aparecían en las noticias. De hecho, los acontecimientos de 1968 le sirvieron de escarmiento. Por doquier surgían héroes jóvenes, armados de biblias nuevas. A Johnny no le quedó otro remedio que documentarse.
No fue el único miembro de la vieja guardia obligado a releer el
Manifiesto comunista
. «Es la auténtica literatura revolucionaria», murmuraba.
En Francia cada héroe tenía un grupo de jovencitas a su servicio, y gracias al nuevo puntal del programa revolucionario, la libertad sexual, todo el mundo se acostaba con todo el mundo. Pero a Johnny no había quien lo cortejase. Además de inglés, era mayor.
Jamás recordaría con placer el año 1968, a diferencia de los centenares de miles de militantes que participaron en las revueltas callejeras, los enfrentamientos con la policía, los apedreamientos, las carreras, la construcción de barricadas y las orgías sexuales, que lo rememorarían como el luminoso apogeo de sus conquistas juveniles.
Al comprender que Stella no albergaba la menor intención de regresar a su lado, había vuelto a mudarse al piso que había dejado libre Phyllida, convertido en la sede de una especie de comuna que acogía a revolucionarios de todo el mundo, incluidos estadounidenses que deseaban librarse de ir a Vietnam, sudamericanos y políticos africanos.
La cocina pareció atestada tan pronto como Johnny entró en ella, y a las tres personas que cenaban sentadas a la mesa les entró instantáneamente complejo de insulsas y apáticas, pues los recién llegados, que acababan de salir de una asamblea, estaban eufóricos y llenos de energía. Johnny y el camarada Mo reían, y este último abrazó a Frances.
—Danny Cohn-Bendit ha dicho que el socialismo no llegará hasta que se ahorque al último capitalista con las tripas del último burócrata —le comentó.
Franklin —ella no había reconocido de inmediato a ese hombre robusto y elegantemente trajeado— le presentó al negro que iba con él:
—Ésta es Frances, de quien ya te he hablado. Fue como una madre para mí. Éste es el camarada Matthew, nuestro líder.
—Es un placer —dijo el hombre sin sonreír, con la solemnidad de los compañeros de la época en que había prevalecido la severidad de Lenin (que pronto regresaría).
Saltaba a la vista que se sentía incómodo, que no le gustaba estar allí. Permaneció de pie, serio, e incluso echó un vistazo al reloj mientras «los críos», que ya eran adultos, saludaban a Franklin. Éste se aproximó a Sylvia, que se levantó y, tras titubear por un instante, lo abrazó afectuosamente; él cerró los ojos, y al abrirlos segundos después estaban arrasados en lágrimas.
—Sentaos —los invitó Andrew, acercando las sillas que estaban apiladas contra la pared.
El camarada Matthew se sentó con expresión ceñuda y miró de nuevo el reloj.
El camarada Mo, que después de su última visita había viajado a China para dar su bendición a la Revolución Cultural (como había hecho con el Gran Salto Adelante y Que Florezcan Cien Flores del Pensamiento), impartía conferencias por todo el mundo sobre los beneficios de dicha revolución no sólo para China sino para toda la humanidad. Se sentó y cogió un trozo de pan.
—El camarada Matthew es mi primo —informó Franklin a Frances.
—Pertenecemos a la misma tribu —lo corrigió el hombre mayor.
—Bueno, es que eso de las tribus suena desfasado —se excusó Franklin.
Resultaba evidente que le daba miedo contradecir a su jefe.
—Soy consciente de que en inglés se emplea el término «primo».
Estaban todos sentados, menos Johnny, que se dirigió a sus hijos:
—¿Habéis oído lo que dijo Danny Cohn-Bendit de...?
Frances, temerosa de que el camarada Mo sucumbiese a otro ataque de risa, se apresuró a interrumpirlo:
—Lo oímos la primera vez. Pobre muchacho, tuvo una infancia horrible. Padre alemán..., madre francesa..., poco dinero... Fue un producto de la guerra. Su madre crió a sus hijos sola.
Sí, lo hacía adrede, naturalmente, sonriendo mientras hablaba, y primero Andrew y después Colin rieron.
—Me temo que mi mujer jamás ha entendido de política —gruñó Johnny, enfadado.
—Ex mujer —precisó Frances—. En un pasado muy lejano.
—Éstos son mis hijos —señaló Johnny.
Andrew apuró el vino de su copa mientras Colin decía:
—Sí, es un privilegio para nosotros.
Los tres negros parecían incómodos, pero de repente el camarada Mo, que había pasado diez años viajando por el ancho mundo, soltó una carcajada alegre.
—Mi mujer también me hace reproches —observó—. No entiende que la lucha está por encima de las obligaciones familiares.
—¿Te ve alguna vez? —preguntó Frances.
—¿Y se alegra de verte? —añadió Colin.
El camarada Mo lo fulminó con la mirada, pero sólo vio una cara sonriente.
—El problema son mis hijos —explicó, sacudiendo la cabeza—. Es lo más duro para mí... A veces ni siquiera los reconozco.
Sylvia había preparado café y estaba sirviendo un pastel y galletas. Saltaba a la vista que los invitados esperaban algo más. Como tantas otras veces, Frances sacó todo lo que había en la nevera, así como los restos de la cena, y los colocó sobre la mesa.
—Siéntate —le dijo a Johnny, que se acomodó con aire digno y comenzó a servirse.
—No has preguntado por Phyllida —le reprochó Sylvia—. No te has interesado por el estado de mi madre.
—Sí, yo también me he fijado —se sumó Frances.
—Iba a hacerlo dentro de un momento —aseguró Johnny.
—Cuando Johnny me dijo que vendría a veros, pensé que tenía que acompañarlo —contó Franklin—. Nunca olvidaré lo bien que me trataron aquí.
—¿Has vuelto a casa? —preguntó Frances—. Al final no fuiste a la universidad, ¿no?
—Sólo a la universidad de la vida —respondió Franklin.
—Frances, en los tiempos que corren uno no le pregunta a la directiva negra lo que está haciendo —la riñó Johnny—. Hasta tú deberías darte cuenta.
—No —convino el camarada Matthew—, no es el momento de preguntar esas cosas. —Y añadió—: No debemos olvidar que tengo que pronunciar un discurso dentro de una hora.
Los camaradas Johnny, Franklin y Mo comenzaron a comer lo más rápidamente posible, pero el camarada Matthew ya había terminado: era uno de esos individuos que comen con frugalidad, casi por obligación.
—Antes de irme debo transmitiros un mensaje de Geoffrey —anunció Johnny—. Ha estado conmigo en las barricadas de París. Os envía recuerdos.
—Dios santo —exclamó Colin—, nuestro pequeño Geoffrey, con su bonita cara de niño inocente, en las barricadas.
—Es un compañero serio y valioso —repuso Johnny—. Tiene un rincón en mi casa.
—Hablas como en una antigua novela rusa —comentó Andrew—. ¿Qué es eso de un rincón?
—Él y Daniel pasan alguna que otra noche en mi casa. Tengo un par de sacos de dormir reservados para ellos. Y ahora, antes de irme, debo preguntaros si sabéis en qué está metida Phyllida.
—¿En qué está metida? —inquirió Sylvia con tanto desprecio que todos pudieron ver a la otra Sylvia.
Sorpresa. Estaban estupefactos. Franklin dejó escapar una risita nerviosa. Johnny se obligó a plantarle cara.
—Tu madre está trabajando de adivina. Se anuncia en los tablones de las tiendas de prensa y chucherías, y da esta dirección.
Andrew rió. Colin y Frances lo imitaron.
—¿Qué os hace tanta gracia? —preguntó Sylvia.
El camarada Mo, desconcertado por este «choque de culturas», dijo:
—Uno de estos días vendré a que me lea el futuro.
—Si posee el don, será porque sus antepasados la aprecian —explicó Franklin—. Mi abuela era una mujer sabia. Vosotros la llamaríais hechicera. Era una ríganga.
—Una mujer chamán —tradujo Johnny.
—Yo estoy de acuerdo con el camarada Johnny —declaró el camarada Matthew—. Esas supersticiones son reaccionarias y deberían prohibirse. —Se levantó para irse.
—Deberías alegrarte de que gane algo de dinero —le dijo Frances a Johnny, que también se puso en pie.
—Vamos, compañeros. Es hora de irnos.
Antes de salir titubeó por un instante.
—Decidle a Julia que disuada a Phyllida de hacer esas cosas —pidió, como para recuperar el control de la situación.
Frances descubrió que sentía pena por Johnny. Se lo veía tan mayor... Bueno, ambos se acercaban a los cincuenta. La chaqueta a lo Mao le venía grande. Por su aire compungido dedujo que no le había ido bien en París. «Se ha quedado atrás —pensó—. Igual que yo.»
Se equivocaba con respecto a los dos.
A la vuelta de la esquina estaba la década de los setenta, que a lo largo y ancho del mundo (el mundo no comunista) engendró una raza de clones del Che Guevara, y durante la cual las universidades, en particular las de Londres, celebraron casi continuamente la Revolución con manifestaciones, revueltas, sentadas, encierros y toda clase de batallas. Mirase uno a donde mirase, se encontraba con jóvenes héroes, y Johnny se convirtió en un viejo patriarca: el hecho de que fuera un estalinista casi impenitente le confería un atractivo limitado ante aquellos jóvenes, que en general estaban convencidos de que si Trotski hubiera ganado la batalla del poder contra Stalin, el comunismo habría lucido una cara beatífica. Además tenía otra desventaja, que hacía que su séquito estuviera compuesto casi exclusivamente por hombres en lugar de por jovencitas entusiastas. Su estilo resultaba un desastre. El adecuado era el de los camaradas Tommy, Billy, o Jimmy, que llamaban la atención de una chica con un desdeñoso chasquido de dedos y espetaban: «Eres una basura burguesa», con la consiguiente connotación de: «Deja todo lo que tienes y vente conmigo.» (O más bien: «Dame todo lo que tienes.») Esto sigue vigente en la actualidad. Resulta irresistible. Y había algo peor: mientras que en el pasado la limpieza había sido equiparable a la santidad, ahora la mugre y el mal olor se consideraban tan valiosos como la tarjeta de afiliación al partido. Por desgracia Johnny, que había sido criado por Julia —o por sus criados—, era incapaz de ofrecer hediondos abrazos. La jerga... bueno, sí, se las apañaba con ella. Mierda, joder, vendido, fascista: todo discurso político debía contener esas palabras.
Sin embargo, estos placeres malolientes aún estaban por llegar.
Wilhelm Stein, que tan a menudo subía por la escalera para visitar a Julia, saludando con un formal movimiento de cabeza a quien encontrase en su camino, llamó esa noche a la puerta de la cocina, aguardó hasta que oyó un
«adelante» y entró, haciendo una pequeña reverencia. El cabello y la barba platinados, el bastón con empuñadura de plata, el traje y hasta la posición de sus gafas traslucían una recriminación hacia las tres personas que estaban sentadas a la mesa, cenando.
Cuando Frances, Andrew y Colin lo invitaron a sentarse, obedeció y mantuvo el bastón vertical a su lado, sostenido por una mano maravillosamente cuidada que lucía un anillo con una oscura piedra azul.
—Me he tomado la libertad de interrumpirlos para hablarles de Julia —dijo, y posó la mirada sobre cada uno de ellos como para impresionarlos con su seriedad. Todos esperaron—. Vuestra abuela no se encuentra bien —informó a los jóvenes, volviéndose hacia Frances, añadió—: Soy consciente de lo que cuesta convencer a Julia de que haga las cosas que le convienen.
Los tres pares de ojos que lo observaban le indicaron que los había juzgado mal. Suspiró e hizo ademán de levantarse, pero cambió de idea, tosió y dijo:
—No es que crea que no han cuidado debidamente de ella.
Colin se hizo cargo de la situación. Se había convertido en un joven robusto, con un aire todavía infantil en su redonda cara, y las pesadas gafas de montura negra que llevaba parecían querer controlar unas facciones que con demasiada frecuencia amenazaban con estallar en una carcajada irónica.
—Sé que no es feliz —comentó—. Todos lo sabemos.