Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
—No padece ningún trastorno físico. Enhorabuena. Ya me gustaría a mí estar tan bien. Pero todo el mundo sabe que los médicos nunca siguen sus propios consejos.
Julia no pudo evitar reír, y asintió con la cabeza, como diciendo: «De acuerdo, vamos al grano.»
—Me encuentro con esto a menudo, señora Lennox: personas a quienes han convencido de que son viejas antes de hora.
¿Wilhelm?, se preguntó Julia. ¿Acaso...?
—O que se han persuadido a sí mismos de que son viejos —prosiguió el médico.
—¿Es lo que he hecho yo? Bueno..., tal vez.
—Voy a decirle algo que quizá la sorprenda.
—No me sorprendo con facilidad, doctor.
—Bien. Uno puede envejecer por decisión propia. Se encuentra en una encrucijada, señora Lennox. Si decide que es vieja, se morirá. Por otro lado, también puede decidir no envejecer, al menos por el momento.
Julia reflexionó por unos segundos y luego asintió.
—Creo que usted ha recibido un golpe de alguna clase. ¿Una muerte? Pero no importa la causa. Me da la impresión de que está sufriendo por una pérdida.
—Es usted un joven muy listo.
—Gracias, pero no soy tan joven. Ya tengo cincuenta y cinco años.
—Podría ser mi hijo.
—Sí, es verdad. Ahora, señora Lennox, quiero que se levante de esa silla y salga... de la situación en que se encuentra. La decisión es suya. Usted no es vieja. No necesita un médico. Voy a recetarle vitaminas y minerales.
—¡Vitaminas!
—¿Por qué no? Yo las tomo. Vuelva dentro de cinco años y entonces discutiremos si le ha llegado la hora de envejecer.
Las brumosas y doradas nubes dejaban caer brillantes que se esparcían encima y alrededor del taxi, estallando en cristales más pequeños o deslizándose por las ventanillas, y sus sombras dibujaban puntos y manchas que imitaban la trama del pequeño velo con lunares de Julia, sujeto en la coronilla con un sobrio pasador de azabache. Aquel cielo de abril, con intervalos de sol y chaparrones, era un farsante, ya que corría el mes de septiembre. Julia iba vestida como de costumbre. «Mi querida, mi querida Julia, voy a comprarte un vestido nuevo», le había dicho Wilhelm. Gruñendo y protestando, pero contenta, dejó que la llevara a las mejores tiendas, donde Wilhelm solicitó la ayuda de jovencitas primero displicentes y luego encantadas, y Julia terminó con un traje de terciopelo de color granate que en nada se diferenciaba de los que había usado durante décadas. Vestida con él, se mantenía erguida pensando en las pequeñas puntadas de hilo de seda en el cuello y los puños y la perfecta caída del sedoso forro, que se le antojaba una defensa contra los bárbaros. A su lado, Frances estaba inclinada, cambiándose el calzado de calle y las gruesas medias por zapatos de tacón y unos leotardos finos. Por lo demás, era evidente que esperaba que su ropa de trabajo —Julia había ido a recogerla al periódico— resultase apropiada para la ocasión. Andrew había dicho que se organizaría una pequeña celebración, pero que no necesitaban ponerse de punta en blanco. ¿Que habría querido decir? ¿Qué había que celebrar?
Se dirigían con inevitable lentitud al encuentro de Andrew, en un silencio amistoso, aunque lleno de cautela. Frances cayó en la cuenta de que, en todos los años que llevaba viviendo en casa de Julia, habían viajado juntas en tan pocas ocasiones que habría podido enumerarlas. Julia, por su parte, pensaba que no había intimidad entre ellas, y que sin embargo la joven —¡vamos, Julia, no tenía nada de joven!— era capaz de quitarse las medias y enseñarle sus robustas y blancas piernas sin el menor pudor. Con toda seguridad, a ella nadie le había visto las piernas desnudas desde que había alcanzado la edad adulta, excepto su marido y los médicos. ¿Y Wilhelm? Nadie lo sabía.
Juntas habían llegado a la conclusión de que la celebración se debía sin duda a que a Andrew le habían ofrecido un empleo en una de esas grandes organizaciones internacionales que inhalan y exhalan dinero y controlan los acontecimientos del mundo. Tras obtener su segundo título en Derecho —le había ido bien— había abandonado la casa de su abuela por segunda vez para compartir un piso con otros jóvenes, aunque no esperaba pasar mucho tiempo allí.
Cuando llegaron a Gordon Square, la luz del día se había extinguido. Del negro cielo caían grandes gotas que repiqueteaban a su alrededor, sin que las vieran. Se trataba de una casa decente, de la que no había por qué avergonzarse: Julia se había preguntado si Andrew no las había invitado antes porque se avergonzaba del lugar donde vivía, y en tal caso, ¿por qué se había ido? No se le cruzó por la cabeza que su autoridad y la de Frances, o al menos la competencia de ambas, podía constituir una carga para él: «¿Yo? ¡Bromeas!», dicen los padres de una generación tras otra ante esta situación. «¿Yo una amenaza? Si soy una criatura frágil y fácil de dominar, siempre colgando precariamente de los bordes de la vida.» Si bien Andrew se había marchado de casa para sobrevivir, las cosas habían ido mejor cuando había regresado para hacer el segundo curso, porque entonces había descubierto que ya no temía a su estricta y crítica abuela ni a los pensamientos que le inspiraba la insatisfactoria vida de su madre.
No había ascensor, pero Julia subió con energía por la empinada escalera, cubierta por una elegante y raída alfombra que estaba a tono con el piso, según constataron cuando Andrew les abrió la puerta, pues era amplio y estaba lleno de muebles de todo tipo, algunos majestuosos a pesar de su vetustez. Durante décadas había sido un piso para estudiantes, o para jóvenes que se iniciaban en la vida laboral, y gran parte de su contenido terminaría en la basura. Andrew no las hizo pasar a la espaciosa sala, sino a una habitación más pequeña, separada de aquélla por una mampara de cristal. Aunque en el salón un par de muchachos y una chica leían o veían la televisión, allí había una mesa elegantemente dispuesta para cuatro: mantel blanco, copas de cristal, flores, cubiertos de plata y servilletas de verdad.
—Tendremos que tomar el aperitivo en la mesa —dijo Andrew—; de lo contrario, no podremos hablar.
De manera que los tres se sentaron, y el lugar vacío esperó a su ocupante.
Andrew parecía cansado, a juicio de su madre. En los adolescentes, las ojeras, la palidez, la gordura, los granos o cierta temblorosa serenidad son claros signos de un colapso inminente o de un trastorno emocional, pero cuando los adultos presentan el mismo aspecto que Andrew, una tiende a pensar que en los tiempos que corren la vida es tan dura que resulta cruel... Andrew sonreía, estaba encantador, como de costumbre, y vestido para la ocasión, y no obstante rezumaba ansiedad. Su madre estaba resuelta a no hacer preguntas, pero Julia soltó:
—Nos tienes en vilo. ¿Cuál es la noticia?
Andrew emitió una risita deliciosa.
—Preparaos para una gran sorpresa —anunció.
En ese momento, una joven salió de la cocina con una bandeja cargada de botellas. Se la veía risueña y tranquila.
—Estamos un poco cortos de bebidas, Andy. Esto es lo único que queda del jerez bueno.
—Ésta es Rosemary —la presentó Andrew—. Esta noche preparará la cena para nosotros.
—Cocino para ganarme la vida —explicó Rosemary.
—Estudia Derecho en la Universidad de Londres —informó Andrew.
La chica hizo una graciosa reverencia y dijo:
—Avisadme cuando estéis listos para la sopa.
—No quiero hablaros de trabajo —informó Andrew—. Aún estoy esperando que me confirmen un empleo. —Titubeó por un instante: un fantasma etéreo o lúgubre estaba a punto de materializarse; sí, qué mejor manera de hacerlo realidad que comunicar la noticia a la familia—. Es Sophie —les reveló por fin—. Sophie y yo... Estamos...
Las dos mujeres se quedaron sin habla. ¡Sophie y Andrew! Durante años Frances se había preguntado si Colin y Sophie... Porque salían a dar paseos, él acudía siempre a sus estrenos, y ella lloraba en su hombro cuando Roland se ponía difícil. Amigos. Hermanos. O eso decían.
En la mente de las dos mujeres se agolpaban las mismas consideraciones de orden práctico. Andrew se iría a trabajar al extranjero, probablemente a Nueva York, y Sophie era una actriz bastante bien considerada en Londres. ¿Abandonaría su carrera por él? Las mujeres solían hacerlo, a menudo cuando no debían. Y ambas pensaban que la emotiva y dramática Sophie sería una pareja poco apropiada para un hombre público.
—Bueno, gracias —dijo él al fin.
—Lo siento —se disculpó su madre—. Es la sorpresa.
Julia meditaba sobre los años que había pasado separada de Philip, su amor, esperándolo. ¿Había merecido la pena? En los últimos tiempos esta idea sediciosa la asaltaba cada vez más a menudo, clara y contundente, y ella no se esforzaba por desecharla. Lo cierto es que Julia ya estaba dispuesta a admitir que Philip debería haber contraído matrimonio con aquella joven inglesa, tan apropiada para él, y ella... Pero el pánico la embargaba cuando pensaba en cuál habría sido su destino en la Alemania en ruinas, ante semejante catástrofe, con los problemas políticos y la Segunda Guerra Mundial... No. Siempre llegaba a la conclusión de que había hecho bien en casarse con Philip, aunque él no debería haberse casado con ella.
—Tienes que entenderlo —dijo al fin—. Sophie está tan unida a Colin...
—Lo sé —repuso Andrew—, pero son como hermanos, nunca han... —Alzando la voz, añadió—: Rosie, trae el champán. —Sin mirar a su madre ni a su abuela, murmuró—: Creo que deberíamos empezar. Llega tarde.
—Se habrá entretenido con algo..., el teatro..., cualquier cosa —aventuró Frances, buscando palabras que disiparan la angustia que crispaba la cara de su hijo, porque sí, era angustia.
—No. Es Roland.Cuando la tenía segura, no le hacía el menor caso, pero ahora está celoso. No quiere que se vaya.
—¿Todavía no se ha ido de su casa?
—No, aún no.
Frances se sintió mejor. Sabía que a Sophie no le resultaría fácil abandonar al hechicero Roland. «Es mi condena, Colin —se había lamentado—. Es mi sino.» Después de todo, había intentado dejarlo en muchas ocasiones, y si lo cambiaba por Andrew... En fin, bastaba con mirarlo para percatarse de que era un peso ligero desde el punto de vista emocional, reconfortante quizá después del presuntuoso Roland, si bien no el contrapeso adecuado. Escenas, gritos, proyectiles —en una ocasión un pesado florero, que le había roto el meñique a Sophie—, lágrimas, súplicas por el perdón: ¿qué podía ofrecerle el civilizado Andrew a Sophie, quien seguramente echaría de menos todas esas cosas? «Tal vez me equivoque —se reprochó Frances—. Siempre lista para ver el final de una historia antes de que haya comenzado.»
—No es justo que le pidas que deje su trabajo, Andrew —intervino Julia.
—No tengo intención de hacerlo, abuela.
—Pero tú estarás tan lejos...
—Nos las arreglaremos —aseguró él, y se levantó para abrirle la puerta a Rosemary, que traía la sopa.
Convinieron en no abrir el champán. Comieron la sopa. Aguardaron unos minutos antes de empezar el segundo plato, pero Rosemary dijo que se echaría a perder, de modo que también procedieron a dar cuenta de él, Andrew pendiente del timbre y del teléfono. Éste sonó por fin y el joven se fue a otra habitación para hablar con Sophie.
Frances y Julia permanecieron sentadas, unidas por un mal presentimiento.
—Quizá Sophie sea la clase de persona que necesita ser infeliz —dijo Julia.
—Espero que Andrew no lo sea.
—Tampoco debemos olvidar la cuestión de los hijos.
—Los nietos, Julia —la corrigió Frances en broma, sin saber que Julia sonreía porque ya imaginaba el perfume de una cabecita infantil recién lavada, ni que a su lado estaba el fantasma de... ¿quién? Una criatura, tal vez una niña.
—Sí —dijo Julia—. Los nietos. Estoy convencida de que a Andrew le gustaría tener hijos.
Andrew, que regresó en ese momento, la oyó.
—Sí, mucho. Sophie me ha pedido que la disculpe. Está..., la han retenido. —
Parecía a punto de echarse a llorar.
—¿Qué ocurre? ¿La ha encerrado? —preguntó su madre.
—La..., la presiona —repuso él.
Aquella situación no podía ser peor, y lo sabían.
—No me imagino el futuro sin Sophie —dijo Andrew con voz entrecortada, y la frase sonó como una despedida—. Ha sido tan... —Saltaba a la vista que se estaba desmoronando. Salió corriendo de la habitación.
—No llegarán a nada —sentenció Frances.
—Espero que no.
—Creo que deberíamos irnos.
—Aguarda a que vuelva.
Tardó casi media hora en regresar, y los jóvenes que se hallaban al otro lado de la mampara de cristal las invitaron al salón. Julia y Frances aceptaron de buen grado. Temían desmoronarse ellas también.
Había media docena de muchachos y un par de chicas, una de las cuales era Rosemary. Ésta sabía que se había producido una catástrofe —¿grande?, ¿pequeña?— y les dio conversación, haciendo gala de diplomacia. Julia encontró que era una joven encantadora: guapa, inteligente y sin duda buena cocinera. Estudiaba Derecho, al igual que Andrew. Evidentemente estaban hechos el uno para el otro, ¿no?
Todos los jóvenes eran estudiantes y comentaban lo que habían hecho el último verano. De sus palabras se infería que entre todos habían visitado la mayor parte de los países del mundo. Hablaron de la situación en Nicaragua, España, México, Alemania, Finlandia y Kenia. Todos se habían divertido, pero al mismo tiempo habían viajado en busca de información: eran viajeros serios. Frances reflexionó sobre las abismales diferencias que había entre aquel ambiente y el que se había vivido en casa de Julia hacía diez años. A estos jóvenes se los veía mucho más felices... ¿Era ésa la palabra adecuada? Recordó los agobios, las dificultades, los crios trastornados. Éstos eran distintos. Claro que eran mayores, pero aun así... Julia habría dicho que ninguno de ellos era hijo de la guerra: la sombra de ésta ya había quedado muy atrás.
Aquella media hora, que habría podido resultar muy agradable, no lo fue tanto debido a la preocupación por Andrew, que entró por un momento para informarles que les había pedido un taxi. Debían disculparlo. Por las expresiones de sorpresa de los demás, Frances y Julia comprendieron que no estaban acostumbrados a ver alterado al afable Andrew. Una vez en la calle, las besó; un abrazo para Julia, un abrazo para Frances. Les abrió la puerta del taxi, pero no estaba pensando en ellas. De inmediato subió corriendo por la escalera.