Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
Cuando murió, Frances encontró en la mesilla de noche el artículo que tachaba a Julia de nazi. Se lo enseñó a Colin, y ambos se rieron de ese absurdo. Colin aseveró que si se topaba con Rose Trimble le pegaría una paliza, pero Frances, igual que Julia, respondió que no merecía la pena preocuparse por esa gentuza.
El entierro de Julia no fue tan emotivo como el de Wilhelm.
Aunque Julia había profesado una especie de catolicismo, no había mandado llamar a un sacerdote en sus últimos días, y en el testamento no hacía mención alguna a su funeral. Decidieron celebrar una ceremonia ecuménica poco definida, aunque esta perspectiva se les antojó deprimente hasta que recordaron que a Julia le gustaba la poesía. Se leerían poemas. Pero ¿cuáles? Andrew revisó las estanterías de Julia, y en el cajón de la mesita de noche encontró un poemario de Gerard Manley Hopkins. Estaba muy manoseado y había algunos versos subrayados. Se trataba de los poemas «terribles». Andrew dijo que no, que leerlos en la ceremonia resultaría demasiado doloroso.
No, no hay nada peor. Hundido en el abismo sin fondo del dolor...
No.
Escogió
La alondra enjaulada
, que a ella le había gustado, ya que el título estaba subrayado con lápiz, y luego el poema dedicado a un niño titulado
Primavera y otoño
, que comenzaba así:
¿Te lamentas Margaret,
porque se deshoja Goldengrove?
Éste también estaba señalado, aunque los poemas más deprimentes eran los que tenían subrayados dobles o triples y signos de exclamación añadidos.
Así pues, la familia pensó que traicionaría a Julia si elegía los poemas más blandos, y no les quedó otro remedio que reconocer que no habían conocido a la anciana, ya que jamás habrían esperado ver esas gruesas líneas negras debajo de:
Despierto y veo la llegada de la noche, no del día.
¡Qué horas, ah, qué negras horas hemos pasado!
También debía de gustarle la poesía alemana, pero Wilhelm no estaba allí para asesorarlos.
Andrew leyó los poemas con voz suave pero lo bastante fuerte para la ocasión: había pocas personas, aparte de la familia. La señora Philby guardó las distancias, vestida del más negro de los negros desde el sombrero, que reservaba para los funerales, hasta las botas, cuyo brillo entrañaba un reproche: se mantenía en su papel de censora ante el desordenado estilo de vida de la familia. Era la única que llevaba luto. Su cara reflejaba rencor y superioridad moral. Sin embargo, al final lloró. «La señora Lennox era mi amiga más antigua —le dijo a Frances en tono reprobatorio—. No volveré a la casa. Sólo iba por ella.»
En mitad del entierro apareció una figura demacrada, con los blancos rizos y las holgadas ropas agitándose a merced del viento que soplaba entre las tumbas, y se acercó a los deudos con paso vacilante. Era Johnny, triste, taciturno, demasiado envejecido para su edad. Permaneció a una distancia prudencial de los demás y de lado, como si planeara echar a correr en cualquier momento. Era evidente que las palabras del responso le parecían una afrenta. Al final de la ceremonia, Frances y sus hijos se acercaron a él para invitarlo a la casa, pero los saludó con una inclinación de la cabeza y se marchó. Antes de salir del cementerio dio media vuelta y levantó el puño, con la palma hacia ellos, hasta la altura del hombro.
Sylvia no asistió al entierro. Una fuerte tormenta había dejado sin teléfono la misión de San Lucas.
Entretanto, la existencia de Frances y Rupert no marchaba como habían previsto. Ella prácticamente vivía con él, aunque sus libros y papeles seguían en casa de Julia. No era un piso grande. El salón, que también hacía las veces de comedor y se comunicaba con la diminuta cocina a través de una especie de ventana, era tres veces más pequeño que el de Julia. El dormitorio principal tenía un área adecuada. Los dos cuartos más pequeños eran para Margaret y William, que pasaban los fines de semana allí. Cuando Meriel se había ido a vivir con otro hombre, Jaspar, habían proyectado comprar una casa más grande. A Frances le caían bien los niños y creía caerles bien a ellos: eran amables y obedientes. Los días de colegio vivían en el piso de su madre, y pasaban las vacaciones con ésta y con Jaspar. Cierto fin de semana en que los notó más preocupados y silenciosos de lo normal, dijeron que su madre no se encontraba bien. Y no, Jaspar no estaba con ella. Aunque no se miraron mientras ofrecían esta información, fue como si hubieran intercambiado una mirada de angustia.
En ese momento la vida real volvió a atrapar a Frances, o así lo sintió ella. Durante los meses —no, ya eran años— que había pasado con Rupert, se había convertido en una persona diferente, había aprendido poco a poco a dar por sentada su felicidad. Dios santo, si Rupert no hubiera aparecido en su vida, habría continuado con la tediosa rutina de sus obligaciones, sin amor, sexo ni intimidad.
Rupert acompañó a los niños a casa de su ex mujer y se encontró con lo que había temido. Muchos años antes, después del nacimiento de Margaret, Meriel había sufrido una grave depresión. Pese a que la había apoyado y ella se había recuperado, a Rupert le aterrorizaba la posibilidad de que recayese. Y había recaído. Meriel estaba hecha un ovillo en un extremo del sofá, con la mirada ausente, envuelta en una bata mugrienta y con el pelo sucio y desgreñado. Los niños, que flanqueaban a su padre, contemplaron fijamente a la mujer y se arrimaron a Rupert, deseosos de que los rodease con sus brazos.
—¿Dónde está Jaspar? —le preguntó a la silenciosa mujer, que obviamente se hallaba muy lejos, sumida en la terrible angustia de la depresión.
Al cabo de unos minutos repitió la pregunta.
—Se ha ido —respondió ella, irritada por la interrupción.
—¿Va a regresar?
—No.
Cuando parecía que ya no soltaría prenda, murmuró con indiferencia, sin moverse ni girar la cabeza:
—Será mejor que te lleves a los niños. No tienen nada que hacer aquí.
Bajo la supervisión de Margaret y William, Rupert recogió juguetes, ropa y artículos escolares, y se acercó de nuevo a Meriel.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó.
Después de un largo silencio, ella sacudió la cabeza como diciendo: «Déjame en paz.» No obstante, cuando los tres se disponían a marcharse, dijo en el mismo tono que antes:
—Méteme en un hospital. En cualquiera. Me da igual.
Los niños se instalaron en sus antiguos dormitorios y llenaron el piso con sus posesiones. Permanecían silenciosos, asustados.
Rupert telefoneó al médico, que prometió ingresarla en una clínica psiquiátrica. Intentó contactar con Jaspar, pero éste no le devolvió las llamadas.
En la mente de Frances se agolpaban pensamientos fríos, insensibles. Sabía que si Jaspar había huido, asustado ante la experiencia de convivir con una persona depresiva, difícilmente regresaría. Contaba diez años menos que ella, era una estrella del mundo de la moda y estaba amasando una fortuna con sus diseños de ropa informal. Su nombre aparecía con frecuencia en los periódicos. ¿Por qué se había liado con una mujer que tenía dos hijos crecidos? Según Rupert, seguramente había disfrutado viéndose como un hombre maduro y responsable, demostrándose a sí mismo que era una persona seria. Se había ganado la fama de ser demasiado moderno, de entregarse a las drogas, las fiestas salvajes y demás vicios de un mundo al que sin duda había regresado. Eso significaba que Meriel se hallaba sola y que con toda probabilidad lucharía por recuperar a su marido. Allí estaban esos dos niños traumatizados, y allí estaba Frances, la madre sustituta. Sí, sufría, la atormentaba la triste y aplastante sensación que se apodera de uno cuando la vida retoma las familiares pautas del pasado. «Corro el peligro de que me endosen a estos niños —pensó—. No, ya me los han endosado. ¿Es lo que quiero?»
Margaret tenía doce años, y William diez. Pronto serían adolescentes. No temía que Rupert descargase sus responsabilidades sobre ella, sino que la intimidad entre ambos se resintiese —lo que ocurriría inevitablemente— o incluso desapareciera, absorbida por las insensatas demandas adolescentes. A pesar de todo, Rupert le gustaba mucho..., lo quería. No mentiría si aseverase que nunca había amado hasta ahora; sí, aceptaría lo que viniese. Al fin y al cabo, hasta las depresiones se esfuman, y cuando llegara ese momento los niños querrían volver con su madre.
Desde el hospital donde estaba Meriel llegaron hojas garabateadas —no podía llamárseles cartas— con letra casi ilegible. «Rupert, no traigas a los niños. No sería bueno para ellos. Frances, Margaret padece asma y necesita medicación.»
Cuando Rupert telefoneó a los médicos, éstos le dijeron que estaba muy enferma pero se recuperaría. La depresión anterior había durado dos años.
Frances y Rupert yacían en la oscuridad, ella con la cabeza sobre el hombro derecho de él; él con la mano derecha sobre el pecho izquierdo de ella. La mano de Frances reposaba sobre el muslo de Rupert, con los nudillos contra los testículos, un peso suave pero considerable que le infundía seguridad. Esta escena conyugal, consagrada por la tradición, era típica de la media hora previa a que se durmieran, hubiesen hecho el amor o no. Ahora tendrían que tratar un tema que habían estado eludiendo.
—¿Dónde pasó Meriel los dos años de su depresión anterior?
—Casi siempre en la cama. Era incapaz de hacer nada.
—No puede pasarse dos años en un hospital.
—No, necesitará que la cuiden.
—Supongo que Jaspar no se encargará de ello, ¿verdad?
—Es poco probable. —Hablaba en voz baja, casi despreocupadamente, aunque con una triste y valiente franqueza que derritió el corazón de Frances—. Mira, esto es terrible para ti. No creas que no lo sé. —Como ella no lo desmintió, Rupert titubeó y se apresuró a añadir—: No te culparé si me dejas...
—Su voz sonó angustiada.
—No voy a dejarte. Sólo estoy pensando —repuso Frances. Él la besó en la mejilla, y ella descubrió que estaba húmeda—. Si vendieras este piso y juntáramos nuestros ahorros, podríamos comprar un piso grande, pero incluso entonces habría un problema. Vivirías bajo el mismo techo que tu primera esposa y tu concubina, como un polígamo africano.
—O como en una historieta cómica de Thurber. No me imagino a Meriel encima de un armario.
Rieron. Rieron con ganas.
—¿Tenemos dinero para comprar una casa? —preguntó ella.
—No en un barrio decente de Londres. Ni para una casa grande.
—¿Meriel no tiene ingresos?
—Nunca quiso trabajar —respondió él con aspereza: de hecho, Frances detectó que allí había una historia oculta—. Meriel siempre ha sido una mujer chapada a la antigua, o una abanderada del feminismo. Y por supuesto, mientras estuvo con Jaspar no trabajó; se dio la gran vida. De manera que sí, podemos contar con que habrá que mantenerla. —Hizo una pausa y agregó—: Los médicos me advirtieron que quizá sufra nuevas depresiones.
—He estado meditándolo, Rupert. Seguirías teniendo a dos esposas en una misma casa, pero al menos no en el mismo piso.
—Tú ya has pasado por esa situación, ¿no?
—Soy una veterana en la materia.
—¿Piensas casarte conmigo, Frances?
—Sería lo mejor para los críos. La querida convertida en esposa. Nunca subestimes el conservadurismo de los niños.
Frances telefoneó a Colin para preguntarle si podían hablar. Él sugirió que fuera a verlo y se ofreció a cocinar para ella. Así pues, Frances se encontró de nuevo en casa de Julia, en la cocina y ante la mesa más pequeña que había habido allí, con sólo dos sillas. Colin la recibió efusivamente.
Se abrazaron.
—¿Dónde está el perro? —preguntó Frances.
Colin titubeó, le dio la espalda para sacar unos platos de la nevera —un recurso que ella había utilizado a menudo para evitar o postergar una respuesta—, le puso un plato de sopa delante y se sentó enfrente de ella.
—
Fiera
está con Sophie. En el sótano.
Frances dejó la cuchara y asimiló la sorprendente noticia.
—¿Sophie y tú vivís juntos?
—Está enferma. Sufre una especie de crisis nerviosa. El hombre con el que convivió después de Andrew..., bueno, era un mal tipo. Ella me pidió ayuda.
Tras reflexionar un instante sobre aquella información, Frances volvió a concentrarse en la sopa. Colin era un buen cocinero.
—Bueno, eso cambia las cosas.
—Explícate.
Ella lo hizo, y él demostró que había entendido lo esencial diciendo:
—Vaya, mamá, eres una adicta al sufrimiento.
—El problema es que Rupert... —Iba a decir «me gusta», pero cambió de idea—: Quiero a Rupert. Lo quiero de verdad.
—Es un buen tipo.
—¿Te has instalado en el piso de Julia?
—Aquello es un museo y no me atrevo a destruirlo. Claro que no pensábamos desaprovecharlo.
—Supongamos que alojamos a la mujer de Rupert en el apartamento del sótano.
—Como a la pobre Phyllida.
—Aunque espero que no sea para siempre. Rupert dice que Meriel estaba deseando deshacerse de él. La muy tonta.
—De acuerdo. Meriel en el sótano. Sophie y yo en la planta de arriba. También usaremos la antigua habitación de Sylvia, y yo seguiré trabajando en el salón. De manera que Rupert, tú y los críos tendréis seis habitaciones, en mi piso, el de Andrew y el tuyo. Además de esta fiel cocina, desde luego.
—No se me habría ocurrido si no hubiera sabido que la casa estaba prácticamente vacía. Por otro lado, dispondríamos de más espacio...
—No es mala idea. —Con la energía que lo caracterizaba, Colin retiró los platos de la sopa y sacó del horno una fuente con pescado. Sirvió vino, se bebió el suyo y se sirvió un poco más.
—¿Y Sophie y tú?
—Andrew no era el hombre apropiado para ella. No se diferenciaba en nada de los demás. Dice que a la hora de la verdad Roland era una especie de agujero negro y que Andrew..., bueno, estaba lleno de buenas intenciones, pero convendrás conmigo en que es un peso pluma, ¿no? No se compromete —explicó con una sonrisa que pretendía ser de complicidad—, mientras que yo me hago cargo de la gente. En mi pasado hay varias víctimas que lo atestiguan; rotas y destrozadas, si bien ninguna puede decir que no me responsabilicé de ellas. Tú no las conoces. En fin, ahora me he hecho cargo de Sophie.
—Dos lunáticas bajo el mismo techo —comentó Frances.
—Una manera elegante de describirlo.