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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (41 page)

BOOK: El sueño más dulce
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Desplazando el peso del cuerpo de una pierna a la otra y balanceando los brazos, el hombre gruñó:

—Hoy no pensaba trabajar.

—¿Cuándo se marchó el otro médico?

—Hace mucho. Un año.

—¿Qué hacen los enfermos cuando llueve?

—Si no hay sitio en los cobertizos, se mojan. Son negros, de modo que no les hace daño.

—Pero ahora tienen un gobierno negro, así que las cosas cambiarán.

—Sí —repuso, o más bien ladró, Joshua—. Ahora todo cambiará, y nosotros también tendremos cosas buenas.

—Joshua —dijo Sylvia con una sonrisa—, si vamos a trabajar juntos, debemos intentar llevarnos bien.

—Sí, sería conveniente que nos lleváramos bien—repuso Joshua esbozando una sonrisa o algo que se le parecía.

—Tengo entendido que sus relaciones con el médico anterior no eran buenas, ¿verdad? A propósito, ¿era blanco o negro?

—Negro. Bueno, puede que no fuese un doctor de verdad. Bebía demasiado. Era un
skellum
.

—¿Un qué?

—Una persona mala. No como usted.

—Espero no acabar bebiendo demasiado.

—Yo también lo espero, doctora.

—Me llamo Svlvia.

—Bien, doctora Sylvia. —Joshua frunció el entrecejo, como si hubiera decidido que debía demostrar antagonismo.

—Ahora la doctora Sylvia volverá a la casa del padre McGuire —le informó ella—. Me dijo que regresara al anochecer, para cenar.

—Espero que la doctora Sylvia disfrute de su cena. —Joshua se internó entre los árboles, riendo. Luego se lo oyó cantar. Era una canción vehemente, pensó ella, un himno revolucionario, que insultaba a todos los blancos.

El padre McGuire sentado a la mesa, con una lámpara de gas a su lado, bebía zumo de naranja. Había un vaso esperando a Sylvia.

—No crea que no tenemos electricidad —explicó—, lo que ocurre es que ha habido un corte de luz.

Rebecca se acercó con una bandeja e informó de que Aaron y su amigo pasarían la noche en el hospital.

—¿Por qué vive aquí?

Sin mirarla, el sacerdote contestó que Aaron tenía familia en la aldea, pero que en adelante dormiría en la casa por las noches.

Las caras del padre McGuire y de Rebecca reflejaban cierta turbación, de manera que Sylvia quiso indagar los motivos. Era un asunto absurdo, respondió el sacerdote, verdaderamente ridículo, y tenía que disculparse, pero el joven viviría en la casa para guardar las apariencias. Sylvia no entendió. El padre McGuire parecía impaciente, incluso ofendido por verse obligado a explicárselo claramente.

—No consideran apropiado que un sacerdote viva con una mujer.

—¿Qué? —Sylvia estaba tan molesta como él.

Rebecca comentó que la gente cotilleaba, y que no era de extrañar.

Sylvia repuso con amargura y seriedad que la gente tenía la mente retorcida, y el padre McGuire se mostró plácidamente de acuerdo en ese punto.

Después de una pausa, añadió que le habían sugerido que Sylvia viviese con las monjas de la colina.

—¿Qué monjas?

—Un grupo de hermanas misioneras que habitan una casa en la colina; pero como no eres religiosa, imaginé que te sentirías más cómoda aquí.

Sylvia paseó la vista entre él y Rebecca, convencida de que le ocultaban cosas.

—Se supone que las hermanas deben ayudar en el hospital, pero no todo el mundo está hecho para los sucios trabajos de enfermería.

—¿Son enfermeras?

—Yo no diría tanto. Han realizado cursillos de primeros auxilios. De todos modos, puedes acudir a ellas para que laven las vendas, las compresas y la ropa de cama. No deben de sobrarte las vendas desechables, ¿verdad? No. Tendrás que pedirle a Joshua que lleve lo que haya que lavar a la casa de las hermanas todos los días. Y yo les diré que lo hagan como un servicio a Dios.

—Joshua no querrá ir, padre —apuntó Rebecca.

—Y tú tampoco, de manera que hemos topado con un problema.

—No es mi trabajo sino el de Joshua —dijo Sylvia.

—Pues ya te encuentras en una pequeña dificultad —repuso el sacerdote—, y aguardaré con interés a ver cómo la solucionas.

Se levantó, les dio las buenas noches y se fue a la cama. Sin mirar a Sylvia, Rebecca también se despidió y se marchó.

Transcurrió un mes. Habían reparado el agujero de la choza e instalado una cerradura. Alrededor de dos de los cobertizos habían puesto unas cortinas confeccionadas con la arpillera que usaban para embalar el tabaco, y aunque no constituían una barrera eficaz contra las fuertes lluvias, impedían el paso del viento y el polvo. Habían construido una choza nueva con paredes y techo de paja y agujeros en los costados para que entrase la luz. El interior se mantenía fresco. El suelo era de tierra apisonada. Los enfermos más graves podían guarecerse allí. Sylvia había curado sorderas pertinaces causadas sencillamente por viejos tapones de cera, y había tratado cataratas. Con las medicinas que le habían enviado de Senga, había conseguido aliviar algunos casos de malaria, aunque casi todos los afectados eran enfermos crónicos. Restituía en su sitio miembros dislocados, cauterizaba heridas, administraba medicinas para el dolor de garganta y la tos y, a veces, cuando se agotaban, recurría a los remedios de la abuela que el padre McGuire recordaba de su Irlanda natal. Llevaba una clínica de maternidad y traía niños al mundo. A pesar de que todo esto era bastante satisfactorio, no podía evitar sentirse frustrada por no ser cirujana, ya que habría resultado muy útil. Transportaban a los enfermos graves a un hospital situado a treinta kilómetros de distancia, y en ocasiones la demora era perjudicial o incluso letal. Debería haber sido capaz de hacer una cesárea, extirpar un apéndice, amputar una mano o abrir una rodilla con una fractura complicada. Se movía en un terreno pantanoso en el que era difícil precisar si actuaba dentro de la legalidad o no: de vez en cuando utilizaba instrumentos quirúrgicos para hacer una incisión en un brazo con el fin de tratar una úlcera o abrir una herida infectada con objeto de limpiarla. Ojalá hubiera sabido lo mucho que iba a necesitar los conocimientos de cirugía mientras asistía a toda clase de cursillos que en sus nuevas circunstancias no le servían para nada...

También se ocupaba de tareas que en Europa no están asociadas con la profesión médica. Había recorrido las aldeas cercanas para inspeccionar las fuentes de agua y encontrado ríos sucios y pozos contaminados. El agua escaseaba en esa época del año y a menudo se sacaba de lagos estancados que eran caldo de cultivo del parásito de la esquistosomiasis. Enseñó a las mujeres a reconocer algunas dolencias para que supieran cuándo debían llevar a los enfermos al hospital. Cada vez recibía más pacientes, pues la gente la consideraba una especie de taumaturgia, sobre todo por sus éxitos a la hora de devolver la audición extrayendo tapones de cera. Joshua le hacía propaganda, ya que de esa manera ayudaba a limpiar su fama, mancillada por su antigua relación con el médico malo. Él y Sylvia se llevaban bien, aunque ella tenía que hacer oídos sordos a sus virulentas acusaciones contra los blancos. A veces estallaba:

—Pero Joshua, yo no estaba aquí, ¿cómo puedes culparme?

—Mala suerte, doctora Sylvia. Si yo digo que es culpable, lo es. Ahora que manda un Gobierno negro, lo que yo digo va a misa. Y un día éste será un buen hospital en el que trabajen nuestros propios doctores negros.

—Eso espero.

—Y usted podrá volver a Inglaterra y curar a los enfermos de allí. ¿Hay enfermos en Inglaterra?

—Por supuesto.

—¿Y pobres?

—Sí.

—¿Tan pobres como aquí?

—No, ni de lejos.

—Eso es porque ustedes nos lo robaron todo.

—Si tú lo dices, Joshua, será así.

—¿Y por qué no está en su país, cuidando a los enfermos de allí?

—Buena pregunta. Yo misma me la hago a menudo.

—Pero no se vaya todavía. La necesitaremos hasta que vengan nuestros doctores.

—Vuestros doctores no quieren trabajar en lugares miserables como éste. Prefieren quedarse en Senga.

—Este lugar dejará de ser miserable. Será rico y bonito, como Inglaterra.

El padre McGuire le dijo:

—Escúchame, pequeña, he de hablar contigo seriamente, como confesor y consejero.

—Sí, padre.

La situación había tomado un giro algo cómico: aunque no había renunciado al catolicismo, no cabía duda de que estaba redefiniendo sus creencias. Había abrazado la religión gracias al padre Jack, un hombre delgado y austero, consumido por un ascetismo que no iba con su personalidad. Sus ojos acusaban al mundo que lo rodeaba, y cada uno de sus movimientos parecía destinado a evitar cualquier error o pecado. Sylvia había estado enamorada del padre Jack y pensaba que ella no le había sido del todo indiferente. Hasta el momento, era el único hombre del que había estado enamorada. Encarnaba el sacerdocio, la fe, el catolicismo, pero ahora se encontraba en la selva con el padre McGuire, un plácido anciano a quien le encantaba comer. Nadie hubiera dicho que una persona acostumbrada a una dieta de gachas de avena, carne, tomate y fruta casi siempre de lata pudiese calificarse de gourmet. Sin embargo, el padre Kevin le gritaba a Rebecca si sus gachas no estaban perfectas, si no encontraba el filete en su punto y si las patatas... Sylvia le cobró cariño: tal como había asegurado la hermana Molly, Kevin McGuire era un buen hombre, pero lo que había seducido a Sylvia había sido la apasionada abstinencia de un individuo muy diferente, además de una visita a las maravillas de la catedral de Westminster y un breve y lejano viaje a Notre Dame, que quedó grabado en su memoria como la materialización de cuanto amaba. Una vez a la semana, los sábados por la tarde, la gente de todo el distrito asistía a misa en una pequeña capilla de ladrillos desnudos, con bancos y sillas fabricados por los nativos. La ceremonia se oficiaba en la lengua local, y los fieles bailaban... Las mujeres se levantaban de los asientos y expresaban su fe bailando con frenesí y cantando —oh, qué maravillosamente lo hacían—, y la celebración se convertía en un acto cordial y bullicioso, como si de una fiesta se tratara. Sylvia se preguntaba si era una católica de verdad y si alguna vez lo había sido, aunque el padre McGuire, en su papel de mentor, la tranquilizaba. También se preguntaba si le habría gustado más que en aquella pequeña capilla polvorienta la misa se hubiera pronunciado en latín y los fieles se hubieran arrodillado y respondido a las frases del sacerdote a la vieja usanza. Sí, lo habría preferido; detestaba las misas del padre McGuire, los bailes voluptuosos y el entusiasmo con que cantaban los feligreses, aunque sabía que era la forma que tenían de evadirse de su limitada y miserable vida. Y tampoco le gustaban las monjas, con sus hábitos azules y blancos semejantes a uniformes escolares.

—Sylvia, debes aprender a no tomarte las cosas tan a pecho —le recomendó el padre McGuire.

—No lo soporto, padre. No tolero lo que veo. Las nueve décimas partes me parecen innecesarias.

—Te entiendo, pero así son las cosas; o así son ahora. Estoy seguro de que cambiarán. Sí, seguramente cambiarán. Tú tienes pasta de mártir, Sylvia, y eso no es bueno. Irías a la hoguera con una sonrisa, ¿verdad? Sí, estoy convencido de ello. Y ahora te prescribiré algo, igual que haces tú con esta pobre gente. Debes comer decentemente tres veces al día. Debes dormir más; veo luz por debajo de tu puerta a las once, las doce e incluso más tarde. Y debes dar un paseo por el bosque todas las tardes. O ir de visita. Puedes llevarte mi coche e ir a ver a los Pyne. Son buena gente.

—Pero no tengo nada en común con ellos.

—¿Crees que no están a tu altura, Sylvia? ¿Sabes que pasaron toda la guerra encerrados en esa casa, prácticamente sitiados? Alguien le prendió fuego a la casa mientras estaban dentro. Son personas valientes.

—Pero que eligieron el bando equivocado.

—Probablemente, pero no son demonios sólo porque ahora los periódicos digan que todos los granjeros blancos lo son.

—Haré lo posible por mejorar. Ya sé que me involucro demasiado en las cosas.

—Tú y Rebecca... las dos sois como conejos en un año de sequía. Claro que ella tiene seis hijos y ninguno come lo suficiente. Uno no puede alimentarse de...

—Nunca he comido mucho. La comida me trae sin cuidado.

—Es una pena que no podamos repartirnos los defectos. A mí me encanta comer; que Dios me perdone, pero me encanta.

La vida de Sylvia se había convertido en un circuito que iba de su pequeña habitación a la mesa de la estancia principal, luego al hospital, de allí de regreso a la casa y vuelta a empezar una y otra vez. Casi nunca entraba en la cocina, que era el territorio de Rebecca, no conocía la habitación del padre McGuire y sabía que Aaron dormía en algún lugar de la parte trasera. Un día que no halló al sacerdote a la mesa y Rebecca le informó que se encontraba indispuesto —algo que ocurría a menudo—, entró en su habitación por primera vez. Un tufo a sudor reciente y no tan reciente, el acre hedor de la enfermedad, impregnaba el ambiente. El padre McGuire estaba apoyado sobre las almohadas, pero inclinado hacia un lado. Permanecía muy quieto, si bien su pecho se movía. Malaria. Se encontraba en la etapa de latencia.

Las pequeñas ventanas, una de ellas rota, estaban abiertas, y el fresco aroma a tierra mojada se colaba para competir con los demás olores. El padre McGuire estaba frío y húmedo, con el pelo enmarañado y el sudado camisón pegado al cuerpo. Aunque estuviesen en la estación cálida, corría el peligro de resfriarse. Sylvia llamó a Rebecca y entre las dos, desoyendo las protestas del sacerdote, lo levantaron y lo sentaron en una silla de mimbre que se hundió bajo su peso.

—Siempre quiero cambiarle las sábanas cuando está enfermo —explicó Rebecca—, pero él dice: «No, no, déjame en paz.»

—Pues yo voy a cambiárselas.

Lo hicieron, el paciente se acostó de nuevo y acto seguido, mientras se quejaba de que le dolía la cabeza, Sylvia lo lavó allí mismo. Rebecca desvió la vista de la virilidad del sacerdote, murmurando una disculpa tras otra.

—Lo siento, padre, lo siento mucho.

Un camisón limpio. Limonada. Comenzó un nuevo ciclo de temblores y sudores; el sacerdote apretaba los dientes y se agarraba a los barrotes de hierro de la cabecera de la cama. Aunque había repasado el tema en el avión, antes de llegar a África, Sylvia nunca había visto a una víctima de las fiebres palúdicas, las fiebres cuartanas, las fiebres tercianas, los temblores, la rigidez, las convulsiones, los espasmos de una enfermedad transmitida por mosquitos que hasta no hacía mucho tiempo habían infestado también los pantanos londinenses e italianos, llegados allí desde cualquier lugar del mundo donde hubiera aguas estancadas. Ahora no pasaba un solo día sin que una persona consumida se desplomase sobre las esteras de los cobertizos y se echara a temblar con violencia.

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