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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (17 page)

BOOK: El sueño más dulce
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Cruzaron plácidamente los suburbios de Londres y llegaron al campo. Frances disfrutaba de verlo disfrutar con ella, así como de su propio placer por estar a su lado, mientras se negaba a pensar en la expresión de infelicidad e impotencia de Colin y Andrew.

Querida Tía Vera: soy una mujer divorciada con dos hijos. Me gustaría vivir una aventura amorosa, pero temo disgustar a los chicos. Me vigilan como halcones. ¿Qué puedo hacer? Quiero divertirme un poco. ¿No tengo derecho?

Bueno, si a Frances se le presentaba la oportunidad de divertirse, la aprovecharía: se esforzó por no pensar en sus hijos. De lo contrario, tendría que decirle a ese hombre: «Da media vuelta y márchate, he cometido un error.

Pararon a desayunar junto al río, cerca de Maidenhead, luego descansaron en un pueblo cuyo parque los sedujo, prosiguieron el viaje, se dejaron seducir de nuevo, esta vez por un atractivo pub, y comieron en otro parque mientras los gorriones saltaban alrededor de ellos.

—¿Te cuesta creer lo que está pasando? —preguntó él en cierto momento.

—Sí —respondió ella y se contuvo para no añadir: «Se trata de los chicos, ¿sabes?»

—Me lo parecía. A mí, en cambio, no me cuesta nada.

Su risa sonó lo bastante triunfal para que Frances lo mirase, intentando descubrir el motivo. Había algo que no entendía, pero daba igual. Se sentía imprudentemente feliz. Julia estaba en lo cierto: llevaba una vida muy aburrida. Tomaron carreteras secundarias para evitar las autopistas, se perdieron, y en todo momento sus gestos y sonrisas prometían: «Esta noche dormiremos el uno en brazos del otro.» El día continuó cálido, con una sedosa neblina dorada, y por la tarde se sentaron en otro parque, junto a un río, observados por los mirlos, un zorzal y un perro grande y amistoso que se sentó a su lado hasta que consiguió sacarles sendos trozos de tarta para alejarse luego agitando la cola.

—Qué perro más gordo —dijo Harold—. Así quedaré yo después de este fin de semana.

Sí, se lo veía hinchado, pero había un ingrediente más, el placer que extraía de ella, de la situación, que impulsó a Frances a preguntar sin pensarlo:

—¿Por qué estás tan satisfecho de ti mismo?

Él entendió de inmediato, de manera que la agresividad de las palabras, que Frances lamentó de inmediato haber pronunciado porque contradecían el radiante bienestar que sentía, quedó anulada cuando Harold respondió:

—Ah, sí, tienes razón, tienes razón. —Le dirigió una mirada risueña, y a ella se le antojó un león holgazán, con las patas cruzadas sobre el pecho, que erguía la autoritaria cabeza mientras bostezaba lenta y perezosamente—. Te lo diré, te lo contaré todo; pero quiero llegar a algún sitio antes de que desaparezca esta luz.

Siguieron su camino; en Warwickshire, él aparcó delante del hotel y se apeó para abrirle la portezuela.

—Baja y mira esto. —Al otro lado de la calle había árboles, lápidas, arbustos y un añoso tejo—. Estaba deseando enseñarte este sitio... No, te equivocas, no he traído a ninguna otra mujer, pero hace unos meses tuve que detenerme en este pueblo y pensé: es mágico. Estaba solo.

Cruzaron la calle tomados de la mano y entraron en el viejo cementerio, donde el tejo parecía casi tan alto como la pequeña iglesia. Era un atardecer de principios del verano, y una luna resplandeciente despuntaba en el cielo gris. Las pálidas lápidas se extendían ante ellos y era como si quisieran decirles algo. Mientras las ráfagas de cálido aire estival y las frescas volutas de niebla les rozaban la cara, se abrazaron y besaron y permanecieron muy juntos durante largo rato, escuchando los mensajes que sus cuerpos se enviaban mutuamente. Luego la presión de las emociones imposibles de compartir los hizo apartarse, aunque continuaron tomados de la mano, y Harold dijo «sí» con un sereno arrepentimiento que no necesitaba explicación. «Podría haberme casado con un hombre así, en lugar de con...», pensó Frances. Julia lo había tachado de imbécil. Puesto que Johnny no había telefoneado a su madre después de la reunión «para que todo el mundo oyera la verdad», Julia le telefoneó para averiguar qué opinaba, o más bien qué estaba dispuesto a decir.

«¿Y bien? —había preguntado ella—. Sin duda valía la pena reflexionar sobre lo que dijo ese israelí, ¿no?»

«Tienes que aprender a ver las cosas con perspectivas, Mutti.»

«Imbécil.»

El cementerio se cubrió de sombras, el cielo se iluminó y las lápidas destellaron, brillantes y espectrales, mientras ellos, apoyados contra el tejo en medio de la oscuridad, contemplaban la luna, cuyo resplandor aumentaba poco a poco. Luego caminaron entre las tumbas, todas antiguas, ninguna de menos de cien años, y pronto se encontraron en la habitación del anticuado hotel donde él había hecho la reserva a nombre de Harold y Frances Holman.

«¿Por qué no? —se dijo ella—. Podría casarme con este hombre, podríamos ser felices; al fin y al cabo la gente se casa y es feliz...», y aunque el recuerdo de las cargas y complicaciones de la casa de Julia ahuyentó esa idea absurda, Frances hizo a un lado este pensamiento, decidida a ser feliz al menos por una noche.

Y lo fue. Lo fueron.

—Hechos el uno para el otro —le murmuró él al oído, y lo repitió en voz alta, exultante.

Estaban tendidos de lado, abrazados, mientras fuera la efímera noche corría hacia un amanecer que no iba a permitir que las nubes retrasaran su llegada: la luna relucía en los cristales de las ventanas.

—He estado enamorado de ti durante años —confesó él—, desde que te vi por primera vez con tus hijos. La mujer de Johnny. No sabes cuántas veces fantaseé con llamarte y pedirte que te escapases a tomar una copa conmigo; pero eras la esposa de Johnny, y yo lo admiraba tanto...

Frances, que empezaba a sentirse deprimida, deseó que no continuase; y sin embargo, tenía que continuar, desde luego, porque ésa era la triste cara de la verdad.

—Debió de ser en aquel horrible apartamento de Notting Hill.

—¿Era horrible? En aquellos tiempos no aspirábamos a una vida elegante. —Soltó una carcajada estentórea y añadió—: Ah, Frances, ¿has soñado alguna vez con algo que creías que nunca se haría realidad? Pues para mí ese sueño se ha hecho realidad esta noche.

Ella pensaba en sí misma, gorda y preocupada, con los niños pequeños constantemente pegados a su falda, agarrándola, subiéndosele encima, disputándose su regazo.

—Me gustaría saber qué veías en mí entonces.

Harold guardó silencio por unos instantes.

—Todo —repuso al fin—. En aquellos tiempos Johnny era un héroe para mí. Y tú eras su mujer. Hacíais tan buena pareja; os envidiaba a los dos y envidiaba a Johnny. Y a los niños... Yo aún no tenía hijos. Quería ser como vosotros.

—¿Como Johnny?

—No puedo explicarlo. Erais una... una familia sagrada —Rió sacudiendo las extremidades, luego se sentó en el borde de la cama, estirando los brazos a la luz de la luna y agregó—: Eras maravillosa; tranquila serena... No te inmutas por nada, y yo era consciente de que Johnny distaba de ser el tipo más fácil del... No lo estoy criticando.

—¿Por qué no? Yo lo hago. —¿De verdad se proponía destruir el sueño? No podía. Oh, sí, claro que podía—. ¿Tienes la menor idea de cuánto odiaba a Johnny en aquella época?

—Bueno, es natural, todos odiamos de vez en cuando a las personas que queremos. Jane... era un coñazo.

—Johnny siempre ha sido un coñazo.

—Pero ¡qué héroe!

Estaba sentada con un brazo en torno al cuello de Haroid, lo más cerca posible de él, para no separarse de esa eufórica vitalidad, con los pechos apretados contra su brazo. Cuánto le gustaba su propio cuerpo esa noche, sólo porque le gustaba a él. Pechos grandes y suaves, y unos brazos... Estaba segura de que eran hermosos.

—Cuando vi a Johnny la otra noche, me pregunté si vosotros todavía...

—Por Dios, no —lo interrumpió Frances, apartándose de él en cuerpo y alma, y por un instante la sensación le agradó—. ¿Cómo podías imaginarlo?

—Bueno, ¿y por qué no?

—Olvida a Johnny. Vuelve aquí. —Se acostó y él se tendió a su lado, sonriendo.

—Nunca he admirado a nadie como a ese hombre. Para mí era una especie de dios. El camarada Johnny. Era mucho mayor que yo... —Levantó la cabeza para mirarla.

—Eso significa que soy mucho mayor que tú.

—No, esta noche no. Cuando conocí a Johnny, yo estaba hecho un lío. Fue en una asamblea. Era un crío. Había suspendido las pruebas de selectividad. Mis padres me habían dicho: «Si eres comunista, no mancilles esta casa con tu presencia», y Johnny se portó bien conmigo, como una figura paterna. Decidí ser digno de su amistad.

Frances contrajo los músculos del estómago, aunque no supo si para contener la risa o el llanto.

—Alquilé una habitación en casa de un camarada —prosiguió él—. Me presenté a los exámenes. Fui maestro por un tiempo; en aquella época estaba en el sindicato... La cuestión es que se lo debo todo a Johnny.

—En fin, ¿qué puedo decir? Bien por él; pero ¿ha sido bueno para ti?

—Si entonces hubiera sabido que una noche estaría contigo, que te tendría entre mis brazos, me habría vuelto loco de alegría. La mujer de Johnny entre mis brazos.

Hicieron el amor otra vez. Sí, era amor, un amor amistoso e incluso tierno mientras la risa burbujeaba en su interior, aunque sólo ella alcanzara a oírla.

Durmieron. Despertaron. A ella le pareció que él había tenido una pesadilla, porque abrió los ojos sobresaltado, se puso boca arriba, y la abrazó, como diciendo «espera». Al final murmuró con tristeza:

—Fue todo un golpe, ¿sabes? Me refiero a lo que dijo ese tal Sachs.

Frances prefirió dejarlo pasar.

—No me dirás que no te sorprendió —añadió él.

—Los periódicos... —dijo ella, decidida por fin a hablar—. Los periódicos llevan años informando al respecto. Y la televisión y la radio también. Las purgas, los campos de trabajo, los confidentes, los asesinatos. Hace años que hablan de ello.

—Sí, pero yo no les creía —repuso él tras un largo silencio—. Bueno, en parte sí, pero... no imaginaba nada parecido a lo que contó Sachs.

—¿Por qué no les creías?

—Porque no quería, supongo.

—Exactamente. —Se oyó a sí misma agregar—: Y apuesto a que aún no hemos oído ni la mitad.

—¿Por qué lo dices? Pareces satisfecha.

—Puede que lo esté. Resulta agradable comprobar que tengo razón después de que me hayan rebajado y... pisoteado durante años. Incluso ahora siguen rebajándome.

Harold la miró compungido, pero Frances continuó:

—Yo no estaba de acuerdo con él, sobre todo después de los primeros días...

Sé guardó de decir: «Cuando volvió de la guerra civil española», porque de hecho no había estado allí. Y se contuvo para no decir: «Cuando me percaté de que era un hipócrita deshonesto», porque ¿cómo iba a acusarlo de deshonesto si creía firmemente en lo que propugnaba?

—Me dejé encandilar por aquel ambiente fascinante —rememoró—. Tenía diecinueve años. Pero no duró.

A Harold no le gustó aquello, no, no le gustó en absoluto, y ella permaneció callada a su lado, lo bastante compenetrada con él para sentirse igual de herida.

Se produjo un silencio largo y sofocante: fuera ya era de día, un día caluroso, y empezaba a oírse el tráfico.

—Es como si todo hubiera sido en vano —dijo él por fin—. Todo fue... un montón de mentiras y pamplinas. —Había un dejo lloroso en su voz—. Qué desperdicio. Tanto esfuerzo..., tanta gente muerta para nada. Buena gente. Nadie me convencerá de que no lo era. —Hizo una pausa y añadió—: No quiero quedar como mártir, pero hice muchos sacrificios por el partido. Y todo en balde.

—Con la salvedad de que el camarada Johnny te inspiró grandes sentimientos.

—No te burles.

—No. Le concedo ese mérito. Al menos contigo se portó bien.

—Todavía no lo he asimilado. Ni siquiera he empezado a asimilarlo.

Continuaron tendidos el uno al lado del otro, y mientras él dejaba escapar sus sueños, sus dulces sueños, ella pensaba: «No cabe duda de que soy una egoísta, como siempre ha dicho Johnny. Harold está pensando en el dorado futuro de la humanidad, pospuesto indefinidamente, mientras que yo sólo pienso en las cosas que me he perdido.» El dolor era casi insoportable. El cálido peso de un hombre durmiendo en sus brazos con los labios contra su mejilla, la tierna pesadez de los huevos de un hombre en sus manos, la deliciosa viscosidad de...

—Bajemos a desayunar —propuso él—; de lo contrario, creo que me echaré a llorar.

Desayunaron discretamente en una agradable salita y, al salir del hotel, notaron que esa mañana el camposanto parecía abandonado y feo; la magia de la noche anterior se les antojaría patética a menos que se largasen rápidamente, de allí. Y lo hicieron: fueron a un lugar que, según dijo Harold mientras yacían en una colina cubierta de hierba, rodeados por paisajes, era el mismísimo corazón de Inglaterra. Entonces, y ella lo entendió perfectamente, aquel hombre corpulento lloró por su sueño perdido, con la cara sobre el brazo, en la hierba, mientras Frances pensaba: «Somos el uno para el otro, pero no volveremos a estar juntos.» Era el final de algo. Para él. Y para ella también: «¿Qué estoy haciendo en el corazón de Inglaterra con un hombre que tiene el corazón roto por..., en fin, no por mi culpa, ¿verdad?»

Al atardecer le pidió que la dejase en algún sitio donde pudiera tomar un taxi, porque no soportaba la idea de dejarse ver con él ante aquella casa de ojos hambrientos y envidiosos. Se besaron con pesar. Harold la contempló mientras subía al taxi, y luego se alejaron en direcciones opuestas. Frances subió por la escalera corriendo, con agilidad, pletórica de energía sexual, y se encaminó directamente al cuarto de baño, temiendo oler a sexo. Después subió a ver a Julia, llamó a la puerta y esperó la fría y atenta inspección... que no tardó en recibir. Sin embargo, como ésta no fue hostil sino amistosa, se sentó en silencio y se limitó a sonreírle a Julia con labios temblorosos.

—Es difícil —comentó Julia, como si supiera muy bien lo difícil que era. Se acercó a un armario lleno de botellas interesantes, sirvió una copa de coñac y se la ofreció a Frances.

—Apestaré a alcohol.

—Da igual —repuso Julia. Encendió la cafetera y permaneció frente al hornillo, de espaldas a Frances, que intuyó que lo hacía por tacto, para no verla llorar.

Pronto una taza de café cargado apareció junto al coñac. Se abrió la puerta, sin que llamaran, y Sylvia entró corriendo.

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