Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
A las cinco de la mañana del día siguiente, cuando el sol apenas era un pequeño resplandor amarillo que se colaba por entre los árboles del caucho, Sylvia salió al pequeño porche y a la luz del amanecer vio una figura trágica con la cabeza gacha, estrujándose las manos como si le doliera algo, o como si la embargara una profunda tristeza... Reconoció a Aaron.
—¿Qué ocurre?
—Ay, doctora Sylvia. Ay, doctora... —Se acercó a ella lentamente, como si lo dominase una angustia profunda: su cara, por lo general risueña, estaba bañada en lágrimas—. No lo hice con mala intención. Lo lamento tanto, tanto, tanto... Perdóneme, señorita Sylvia. El diablo me poseyó. Estoy seguro de que ésa fue la razón.
—Aaron, no sé a qué te refieres.
—Robé su retrato, por eso el padre me pegó.
—Aaron, por favor...
Él se dejó caer en el suelo de ladrillo del porche, apoyó la cabeza contra la delgada columna y lloró con desconsuelo. Era demasiado temprano para que Rebecca estuviera en la cocina. Sylvia se sentó junto al joven, pero no dijo nada, simplemente permaneció a su lado. Al cabo de unos minutos el padre McGuire salió a respirar el aire puro de la mañana y topó con ellos.
—¿Qué pasa aquí? Te advertí que no le contases nada a la doctora Sylvia.
—Pero estoy avergonzado. Por favor, pídale que me perdone.
—¿Dónde has estado durante los tres últimos días?
—Escondido en el monte.
Eso explicaba sus temblores; tenía frío y estaba hambriento. El calor ya se acercaba desde el este.
—Ve a la cocina, prepárate una taza de té con leche y azúcar y come un poco de pan con mermelada.
—Sí, padre. Lo lamento mucho, padre.
Aaron se alejó despacio, como si no tuviera prisa por tomar una comida reparadora, aunque debía de estar muerto de hambre: mientras caminaba lanzaba miradas a Sylvia por encima del hombro.
—¿Y bien, padre?
—Robó tu fotografía con el bonito marco de plata.
—Pero...
—No, Sylvia, no debes regalársela. Ahora está otra vez sobre tu mesa. Dijo que le gustaba la cara de la anciana y que quería mirarla. Creo que no tiene noción del valor de la plata.
—Bueno, entonces ya está todo solucionado.
—Pero le pegué, le pegué demasiado fuerte. Lo hice sangrar. Este viejo ya no está en sus cabales.
El sol ya se había elevado, cálido y amarillo, sobre el horizonte. Una cigarra se puso a cantar, otra se unió a ella y una paloma las acompañó con su arrullo.
—Me he ganado una temporada adicional en el purgatorio —añadió el sacerdote.
—¿Ha estado tomando las vitaminas?
—Lo único que puedo alegar en mi defensa es que esta gente entiende muy bien aquello de que la letra con sangre entra. Aun así eso no justifica mi comportamiento. Se supone que estoy enseñando a Aaron a convertirse en un hombre de Dios. No puedo permitir que robe.
—Necesita vitamina B, padre. Para los nervios. He traído unas cajas de Londres.
Oyeron que alguien discutía en la cocina; eran Rebecca y Aaron.
—Rebecca, Aaron necesita comer algo —gritó el padre McGuire. Las voces se silenciaron—. Empieza a hacer calor; entremos.
Sylvia lo siguió. Rebecca estaba depositando la bandeja del desayuno sobre la mesa.
—Se ha comido todo el pan que horneé ayer.
—Pues tendrás que hornear más, Rebecca.
—Sí, padre. —Rebecca vaciló—. Creo que él pensaba devolver el retrato. Sólo quería mirarlo mientras Sylvia estaba fuera.
—Lo sé. Le pegué demasiado fuerte.
—Vale.
—Sí.
—¿Quién es la señora mayor, Sylvia? —preguntó Rebecca—. Tiene una cara muy bonita.
—Julia, se llamaba Julia. Ya ha muerto. Fue mi... Creo que me salvó la vida cuando era muy joven.
—Vale.
Un hombre puede ser austero por temperamento, no necesariamente porque haya decidido castigar su cuerpo. El Líder no era la clase de persona que analiza su vida con la intención de mejorar su carácter, pues pensaba que el hecho de que los jesuítas lo hubieran aceptado constituía suficiente garantía de que iría al cielo; y cuando se enteró de las supuestas bondades de la frugalidad, recordó su primera infancia, en la que a menudo había pasado hambre y otras privaciones. Su padre realizaba pequeños trabajos de mantenimiento en una misión jesuítica y casi siempre estaba borracho. Su madre era una mujer silenciosa y enfermiza, y él no tenía hermanos. Su padre le pegaba de vez en cuando, al igual que a su mujer, en el caso de ella porque no podía tener más hijos. El futuro Líder no había cumplido los diez años cuando se enfrentó a su padre para proteger a su madre, y los golpes dirigidos a ésta le dejaron cicatrices en las piernas y los brazos.
Los curas, que repararon en la inteligencia del niño, lo seleccionaron para darle una educación secundaria. Delgado como un chucho vagabundo —así lo describía el padre Paul—, de baja estatura, físicamente torpe y poco dotado para los deportes, solía ser objeto de burlas, en especial por parte del padre Paul, a quien no le inspiraba la menor simpatía. A pesar de que había otros sacerdotes, maestros y salvadores de almas, su experiencia infantil del mundo blanco se forjó en torno al padre Paul, un mezquino hombrecillo de Liverpool, traumatizado por una infancia triste, que continuamente hablaba pestes de los negros. Aquellos infieles eran unos salvajes, unos animales que no se diferenciaban demasiado de los chimpancés. Aún más aficionado a los castigos corporales que el resto de los curas, golpeaba a Matthew por mostrarse obstinado, insolente o soberbio, por hablar su propia lengua, o por traducir un proverbio
shona
al inglés y emplearlo en una composición: «No discutas con tu prójimo si él es más fuerte que tú.»
El padre Paul estaba convencido de que tenía la importante responsabilidad de librar a sus alumnos de esas ideas retrógadas. Matthew odiaba al padre Paul: su olor le repugnaba, ya que sudaba mucho, se lavaba poco y su sotana negra despedía un acre olor animal. Detestaba los pelillos rojos que asomaban por sus orejas y sus fosas nasales y cubrían sus huesudas manos blancas. La repulsión física que le producía era tan intensa que en ocasiones lo asaltaban auténticos impulsos asesinos, que reprimía entre temblores, echando fuego por los ojos.
Era un niño reservado. Al principio leía libros religiosos, pero durante un retiro espiritual conoció a un niño de otra misión que lo fascinó con su personalidad jovial y, sobre todo, con sus opiniones. Este chico, mayor que él y con inquietudes políticas —a la desinformada manera de la época, pues aún faltaba mucho para que nacieran los movimientos nacionalistas—, le dejó libros de autores negros estadounidenses, como Richard Wright, Ralph Ellison o James Baldwin, y le pasó panfletos de una secta religiosa que abogaba por la destrucción de los blancos, la progenie del demonio. Matthew, todavía brillante y silencioso, dejó atrás al padre Paul para ingresar en la universidad, donde más tarde, convertido ya en el Líder, lo describirían como «un joven callado, observador, ascético e inteligente, que siempre leía libros de política y tenía dificultades para hacer amigos; en definitiva un solitario».
Cuando surgieron los movimientos nacionalistas, Matthew se convirtió rápidamente en cabecilla de su grupo local. Dado que no le resultaba fácil enzarzarse en discusiones y peleas, y que a menudo se mantenía a una distancia prudencial, si bien en el fondo deseaba ser tan simpático y sociable como los demás, adquirió fama de hombre imparcial, políticamente hábil y, por supuesto, bien informado, ya que había leído mucho. Finalmente, tras una desagradable lucha por el poder, ascendió al puesto de líder del partido. «El fin justifica los medios» era su dicho favorito. Durante la guerra de liberación, estuvo al frente de uno de los ejércitos rebeldes. Hizo muchas promesas, como todos los políticos, pero la que más lo perjudicaría a largo plazo fue la de que todo ciudadano negro recibiría una parcela de tierra para cultivar. Los pequeños absurdos, como la afirmación de que la práctica de desinfectar a las ovejas ponía de manifiesto la naturaleza demoníaca de los blancos, o que mantener el cultivo en curvas de nivel equivalía a doblar la cerviz ante los blancos, eran nimiedades en comparación con su principal engaño: que habría tierras para todos. Sin embargo, en aquel entonces él no sabía que lo nombrarían presidente del país. En el momento de la liberación, cuando su partido ganó las elecciones, le costó convencerse de que lo habían preferido a otros candidatos más carismáticos; no creía que la gente fuese capaz de apreciarlo. Oh, sí, necesitaba inspirar respeto y temor; el chucho vagabundo lo necesitaría durante el resto de su vida. Cuando se convirtió al marxismo —otra vez por influencia de una personalidad fuerte y persuasiva—, comenzó a pronunciar solemnes discursos copiados de otros líderes comunistas. En lo más profundo de su ser admiraba a los dirigentes fuertes y despiadados. En su calidad de presidente viajó por todo el mundo, como corresponde a los gobernantes, y ya estuviera en Estados Unidos, en Etiopía, en Ghana o en Birmania, rehuía la compañía de los blancos, que no le caían bien. Como hombre de estado se veía obligado a ocultar sus sentimientos, pero aborrecía a los blancos, ni siquiera soportaba estar en la misma habitación que ellos. Tendía a acercarse intuitivamente a los dictadores, algunos de los cuales no tardarían en caer, al igual que las estatuas de Lenin, cuyos escombros cubrirían las calles de la antigua Unión Soviética. El Líder, afecto al Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural, había visitado China en varias ocasiones. Llevaba en su comitiva al camarada Mo, que lo había instruido en los requisitos del poder mucho antes de que accediese a él.
En cuanto asumió el mando, se convirtió en prisionero del temor que le inspiraba la gente. No veía a nadie, salvo a algunos amigos y a una joven de su aldea, con la que se acostaba; jamás salía de su residencia sin una escolta armada; tenía un coche blindado —regalo de un dictador— y una guardia personal que le había enviado el déspota más odiado de Asia. Todas las noches, en cuanto oscurecía, las calles que rodeaban su residencia quedaban cortadas al tráfico, de manera que los ciudadanos que necesitaran pasar por allí debían dar grandes rodeos. Sin embargo, aunque vivía tan enclaustrado como la víctima de un cuento que se ve obligada a levantar con sus propias manos un muro en torno a sí, no había en toda África un gobernante más amado por su pueblo, ni uno que suscitase mayores expectativas. Para bien o para mal, podría haber hecho cualquier cosa con su pueblo: como campesinos de otros tiempos, sus súbditos lo tenían por un rey capaz de solucionar todos los males, y lo seguirían allí donde los guiase. Pero no guiaba a nadie. Aquel hombrecillo asustado permaneció oculto en la prisión que él mismo había construido.
Entretanto, los «progresistas» del mundo lo adoraban, y todos los Johnny Lennox, todos los ex estalinistas y los liberales que amaban a los personajes fuertes decían: «Es muy sensato, ¿sabes? El camarada presidente Matthew Mungozi es un hombre inteligente.» Y la gente que se había visto privada de la reconfortante retórica del mundo comunista volvió a encontrarla en Zimlia.
Bien podría haber sucedido que nadie penetrase jamás en aquel fuerte apuntalado por el miedo, y no obstante alguien lo consiguió, porque en una recepción de honor a la Organización para la Unidad Africana Matthew vio a una mujer negra, la atractiva Gloria, flirteando y prodigando sonrisas a los hombres que la rodeaban, pero con los ojos fijos en el único que se mantenía alejado y seguía cada uno de sus movimientos igual que un perro hambriento observa la comida que va a parar a otras bocas. Sabía quién era desde el principio, había hecho planes y esperaba que conquistarlo fuera muy fácil... Y lo fue. De cerca lo cautivó, embelesándolo con cada pequeño detalle. Tenía una manera peculiar de mover los labios, como si triturase una fruta, y unos ojos de expresión tierna que reían..., aunque no de él, se había fijado bien, pues estaba convencido de que para mucha gente era objeto de burla. Y se sentía a gusto allí donde él no lo estaba, dentro de su piel, de su magnífico cuerpo, con el movimiento y el deleite que éste le producía, con la comida y con su propia belleza. Le dijo que necesitaba una mujer como ella, y él supo que era verdad. Había cursado estudios universitarios en Estados Unidos e Inglaterra y contaba con amistades entre los famosos gracias a su carácter, no a la política. Hablaba de este tema con un cinismo risueño que escandalizaba a Matthew, quien, sin embargo, intentaba imitarla. En suma, fue inevitable que se celebrara una boda maravillosa y que él iniciara una vida desbordante de placer. Todo lo que antes le resultaba difícil —y a menudo imposible— se volvió sencillo. Ella le hizo notar que estaba sexualmente reprimido y lo curó, en la medida en que su naturaleza lo permitía. Le dijo que necesitaba más diversión, que nunca había sabido disfrutar de la vida. Cuando él le hablaba de su pobre y castigada infancia, ella lo cubría de grandes y sonoros besos y lo abrazaba, apretándole la cabeza contra sus grandes pechos.
Gloria se reía de todo lo que él hacía.
Al principio de su mandato Matthew había evitado que sus camaradas, sus socios y los miembros de su camarilla sucumbieran a la codicia. Les prohibió enriquecerse. Lo poco que le quedaba de la influencia de los jesuítas, quienes le habían enseñado que la pobreza se asemejaba a la santidad: por muchos errores que cometiesen, los curas siempre habían vivido austeramente. Pero de pronto Gloria le decía que estaba loco, y que quería esa casa, aquella hacienda, luego otra hacienda, y finalmente algunos de los hoteles que se ponían a la venta conforme se marchaban los blancos. Le aconsejó que abriera una cuenta en Suiza y depositase el dinero allí. ¿Qué dinero?, quiso saber él, y Gloria se burló de su ingenuidad. Cuando ella hablaba de dinero, Matthew aún veía en las delgadas manos de su madre los miserables billetes y monedas que su padre ponía en ellas a fin de mes, y al principio de su mandato se había asegurado de que su salario no fuera superior al de un alto funcionario de la administración. No obstante, Gloria cambió todas estas cosas con sus burlas, sus risas, sus caricias y su sentido práctico, porque se había hecho cargo de la vida de Matthew, y como Madre de la Nación podía conseguir fácilmente que el dinero fluyese hacia sus bolsillos. Era ella quien discretamente desviaba hacia sus propias cuentas los generosos donativos de diversos filántropos y organizaciones benéficas. «No seas tonto —decía cuando él protestaba—. Todo está a mi nombre. No es responsabilidad tuya.»