Read El sueño más dulce Online
Authors: Doris Lessing
Un negro corpulento que estaba en la cola le dijo algo en voz paternal y amistosa, como para jactarse de conocer a semejante belleza, y ella volvió la cabeza y le dedicó una sonrisa medianamente amable que al mismo tiempo significaba: «¿Quién eres tú para decirme lo que tengo que hacer?» Todos los negros observaban con orgullo a aquel símbolo de su independencia, y los blancos, claramente inferiores, no hicieron comentarios, aunque cambiaron miradas. Más tarde, cuando se encontrasen en un lugar seguro, comentarían el episodio. La joven llegó a la aduana.
—Soy la hija de... —pronunció el nombre de un ministro, volviéndose hacia los mozos añadió—: Eh, chico..., chico... Seguidme. —Pasó por la aduana y se saltó la ventanilla de Inmigración como si no existiera.
Sylvia llevaba cuatro cajas grandes y un bolso pequeño con la ropa, y aunque veía que los funcionarios de aduanas daban el visto bueno a lotes de enseres que bastaban para equipar una casa, sabía que no podía esperar el mismo trato. En esta ocasión no había tenido suerte con su compañero de viaje. Miraba a los funcionarios buscando el rostro joven, entusiasta y amistoso de la última vez, pero no estaba allí, o se había transformado en el de un burócrata más. Cuando llegó al primer puesto de la cola, un hombre enfurruñado le preguntó:
—¿Qué lleva ahí?
—En esta caja y en esta otra hay máquinas de coser.
—¿Y para qué las quiere? ¿Para trabajar?
—No, son regalos para las mujeres de la misión de Kwadere.
—Regalos. ¿Y cuánto le pagarán por ellas?
—Nada —respondió Sylvia con una sonrisa: sabía que la mención de las máquinas de coser había conmovido a ese hombre, que quizás hubiera visto a su madre o a su hermana trabajando con una. Por desgracia el deber prevaleció.
—Tendrá que dejarlas en depósito. Ya le informarán cuánto debe pagar para llevárselas. —Levantó las dos cajas y las puso a un lado. Sylvia supo que no volvería a verlas. Se «extraviarían».
—¿Y qué hay aquí? —El hombre golpeó los costados de las otras dos cajas como si se tratara de puertas.
—Libros para la misión.
La cara del funcionario reflejó instantáneamente un sentimiento que Sylvia conocía bien: avidez. Cogió una palanca y abrió la tapa de una de las cajas. Contenía libros. Escogió uno, lo hojeó despacio y suspiró. Devolvió el libro a su sitio, colocó nuevamente la tapa y titubeó por unos instantes.
—Por favor, estos libros hacen mucha falta —dijo Sylvia.
Se salvó por muy poco.
—De acuerdo —repuso el hombre.
Sylvia acababa de cambiar dos máquinas de coser por los libros, pero sabía que las mujeres de la misión los preferirían.
Pasó por Inmigración sin incidentes y poco después divisó a la hermana Molly, que la aguardaba con una sonrisa en los labios, rodeada por un resplandor que indicaba que un aguacero reciente había limpiado el aire. Había llegado la estación de las lluvias. Tarde, pero ya estaba allí. La cuestión era si duraría: en los tres o cuatros años anteriores había contribuido a mitigar el resecamiento del suelo, pero habían cesado antes de hora. Oficialmente la región estaba sufriendo una sequía, aunque nadie lo hubiera dicho al ver las presuntuosas nubes blancas que surcaban el cielo azul o los charcos que salpicaban la tierra.
El sol destellaba en la cruz de la hermana Molly y hacía brillar sus atléticas y bronceadas piernas. Lozana, ésa era la palabra que mejor la describía. Y lozano era aquel paisaje, además de vigoroso, con sus árboles y arbustos recién lavados y una alegre multitud que se dispersaba en coches oficiales o modestos autobuses. Sylvia se sintió de nuevo en su elemento. Salvo por los libros, su visita a Londres había sido un fracaso. No obstante dejó esa experiencia atrás como quien cierra una puerta de golpe. Londres se le antojaba irreal; lo real era el lugar donde ahora se encontraba.
El asiento trasero del coche se hundió bajo el peso de los libros. La hermana Molly se puso al volante y de inmediato procedió a contarle el último escándalo: habían procesado a varios ministros por malversar fondos y aceptar sobornos. Hablaba con la satisfacción de quien ve confirmadas sus predicciones.
—Y el padre McGuire ha dicho que hay problemas en la misión —agregó—. Os acusan de un robo.
—Qué tontería.
—Las tonterías pueden hacer mucho daño.
Sylvia tuvo la impresión de que la monja —porque a fin de cuentas era una monja— la miraba con expresión reprobatoria; ¿se trataba de una advertencia? Algo iba mal. De nada serviría contradecirla. Esa mujer era muy hábil. Coordinaba una organización que llevaba docentes estadounidenses y europeos a Zimlia, donde faltaban maestros, para que impartiesen clases durante dos años; un programa que el Gobierno veía con buenos ojos —por el momento—, porque se ahorraba dinero en sueldos. Algunas escuelas estaban en zonas remotas, y la hermana Molly viajaba constantemente para averiguar qué tal les iba a los maestros.
—Algunos proceden de familias ricas y no tienen la menor idea de dónde van a meterse, así que lo pasan muy mal cuando llegan a escuelas como la de Kwadere.
Aquella joven competente veía las crisis nerviosas, las depresiones y los colapsos de todo tipo como simples gajes del oficio: amable y comprensiva, Molly, que había crecido en una humilde casa de Galway, podía acunar en sus brazos a una niña mimada de Los Ángeles o Filadelfia arrullándole con voz grave: «Tranquila, tranquila.»
—Me he enterado de que otra vez hay problemas en la escuela: el director se ha largado con el dinero y el padre McGuire ha vuelto a hacer doble turno. Es curioso, ¿no te parece? Esos directores y el resto de nuestros picaros ladrones se comportan como si fueran invisibles, como si la policía y los ciudadanos no pudiéramos verlos, ¿Qué crees que se imaginan? —No esperaba una respuesta, sólo quería hablar y que Sylvia la escuchase. Pronto volvió a su centro de gravedad, que era el padre McGuire y sus deficiencias, porque, aparte de ser un hombre, estaba «metiéndoles ideas en la cabeza» a sacerdotes que trabajaban en distintas regiones del mundo. Oír aquella expresión en semejante contexto, habida cuenta de que los blancos se quejaban a menudo de que los misioneros «metían ideas» en la cabeza de los negros, resultaba de lo más irónico, como el tema que subyacía en las novelas de Colin: la infinita incoherencia de que era capaz la vida. (Poco antes de que Sylvia viajase a Londres, Edna Pyne le había asegurado que la actual corrupción de los negros se debía a que les habían metido ideas en la cabeza en un estadio demasiado temprano de su proceso evolutivo.)
—¿Qué clase de ideas? —consiguió interpolar Sylvia, y entonces oyó a Molly repetir por enésima vez que el machista del papa no comprendía los problemas de las mujeres. La clave residía en el control de la natalidad, dijo, y quizás el Sumo Pontífice tuviese las llaves del cielo, eso no se lo discutía, pero estaba totalmente desinformado con respecto a lo que sucedía en la tierra. Si se hubiera criado con nueve hermanos y sin nada que llevarse a la boca, seguro que estaría soltando un rollo bien distinto. Así, en un estado de inofensiva y simpática indignación, la hermana Molly condujo hasta la misión de San Lucas, donde dejó a Sylvia con sus cajas de libros.
—No, no voy a entrar, pues de lo contrario tendría que visitar a las monjas.
Sylvia entendió, tal como Molly pretendía, «a las tontas».
La casa del cura, que se alzaba en medio del polvo, los enmarañados árboles del caucho, el convento, perfilado por el sol, y la media docena de tejados de la escuela en su colina parecían miserables, una incursión superficial en el viejo paisaje... Había vuelto a casa —eso sentía, en efecto—, pero temía que un simple soplo lo arrasara todo. Permaneció unos instantes allí, percibiendo el aroma de la tierra húmeda y un suave calor que ascendía desde ésta hacia sus piernas. Entonces apareció Rebecca.
—¡Sylvia, ah, Sylvia! —gritó. Se abrazaron—. ¡Cuánto la he echado de menos, Sylvia!
Sin embargo, lo que Sylvia estrechaba en sus brazos acentuaba su sensación de evanescencia, de fugacidad. El cuerpo de Rebecca era un frágil haz de huesos ligeros, y cuando Sylvia la apartó para mirarla a la cara, vio sus ojos profundamente hundidos en el cráneo, bajo el viejo y descolorido pañuelo.
—¿Ocurre algo malo, Rebecca?
—Bueno —respondió, como diciendo: «Ya se lo explicaré»; pero primero la llevó a la casa, le pidió que se sentara a la mesa y se colocó enfrente de ella—. Mi Tenderai está mal.
Se miraron mutuamente a los ojos, sin disimulo. Dos hijos de Rebecca habían muerto, otro llevaba tiempo enfermo, y ahora había caído Tenderai. La fuente de contagio era el marido de Rebecca, todavía aparentemente sano pese a su delgadez y su adicción a la bebida. Lo más probable era que Rebecca fuese seropositiva, pero ¿cómo asegurarlo sin un análisis? Y ¿qué podía hacer si lo era? Sylvia dudaba que se acostase con otros hombres propagando así el terrible virus.
Sylvia había estado fuera una semana.
—Vale —dijo. Últimamente parecía iniciar todas las frases con esa palabra.
Significaba que había absorbido la información y que compartía los temores de Rebecca—. Lo examinaré. Tal vez sólo sea una enfermedad pasajera.
—Eso espero —dijo Rebecca, y ahuyentando sus preocupaciones, añadió—: El padre McGuire está trabajando demasiado.
—Ya me he enterado. ¿Qué es eso de que nos acusan de un robo?
—Una tontería. Es por las cajas del hospital que visitamos. Dicen que usted las robó.
Sylvia, que en Londres no había dejado de pensar en la misión, había decidido que lo más sensato sería regresar al hospital en ruinas y llevarse todo lo aprovechable. No obstante, Rebecca le ocultaba algo. Tenía la mirada perdida y su cara reflejaba nerviosismo y temor.
—Cuéntamelo todo, Rebecca, por favor.
Sin levantar los ojos hacia Sylvia, repitió que todo era una tontería. Sobre esas cajas pesaba una maldición —empleó la palabra inglesa—, y agregó:
—El
n'ganga
ha dicho que a todos los que robaron en el hospital les pasarán cosas malas. —Se levantó y murmuró que era hora de preparar la comida del padre McGuire y que esperaba que Sylvia tuviese hambre, porque había hecho un arroz con leche especial.
Durante el rato en que Rebecca y Sylvia, sentadas frente a frente, habían estado pensando en Tenderai y los demás niños, tanto los muertos como los vivos, se habían tratado con una confianza y una franqueza absolutas; pero de pronto Sylvia comprendió que Rebecca no le contaría nada más sobre ese tema, porque estaba convencida de que no la entendería.
Sylvia se sentó en su cama, rodeada por las paredes de ladrillo, y tuvo la sensación de que las mujeres de Leonardo le daban la bienvenida. Después se volvió hacia el crucifijo colgado a su espalda con la intención de confirmar ciertas ideas que habían estado germinando en su mente. Alguien que aceptaba los milagros de la Iglesia católica no estaba en condiciones de tachar a otros de supersticiosos: ése era su razonamiento, y distaba mucho de suponer una crítica a la religión. Los feligreses que asistían a la misa dominical del padre McGuire oían que iban a beber la sangre y comer la carne de Cristo. Poco a poco había tomado conciencia de que las supersticiones estaban profundamente arraigadas en la vida de los negros de su entorno, y deseaba asimilar este hecho, en lugar de limitarse a formular «ingeniosos comentarios intelectuales», como los que harían Colin y Andrew, se dijo. Estaba claro que se encontraba ante un terreno inaccesible para ella, y que no debía criticar a los trabajadores negros ni a Rebecca, que además era su amiga, por creer en supersticiones.
Si el padre McGuire no la ayudaba, tendría que ir a casa de los Pyne. Mencionó el tema a la hora de comer, y cuando el cura le pidió confirmación a Rebecca, que escuchaba junto al aparador, ésta contestó: «Bueno. Es verdad; y ahora la gente que robó cosas está enferma y todos piensan que es por lo que dijo el
n'ganga
.»
El padre McGuire no presentaba buen aspecto. Tenía la piel amarillenta y las manchas rojizas de sus anchos pómulos irlandeses parecían llamear. No podía disimular su enfado y su nerviosismo. Era la segunda vez en cinco años que se veía obligado a duplicar sus horas de clase. La escuela se estaba viniendo abajo y el señor Mandizi se limitaba a repetir que ya había comunicado la situación a Senga. Cuando el sacerdote se hubo marchado a la escuela, sin haber dormido la siesta, Sylvia y Rebecca sacaron los libros de las cajas y echando mano de tablas y ladrillos montaron un par de estanterías que muy pronto cubrieron una pared completa, a los lados de la pequeña cómoda. Rebecca había llorado al enterarse de que habían requisado las máquinas de coser —acariciaba la esperanza de ganar algún dinero extra haciendo trabajos de costura—, pero las lágrimas que derramó mientras contemplaba y tocaba los libros fueron de alegría. Hasta los besó. «Es maravilloso que pensara en nosotros y nos trajera estos libros», dijo.
Sylvia fue al hospital, donde Joshua dormitaba bajo el árbol como si durante su ausencia no se hubiera movido de allí. Los niños la recibieron con gritos de alegría, y ella se puso de inmediato a atender a sus pacientes, la mayoría de ellos aquejados de tos y resfriados causados por las lluvias y los súbitos cambios de temperatura. Luego subió al coche e hizo una visita a los Pyne, que cumplían una función específica en su vida: ser fuente de información cada vez que lo necesitaba.
Los Pyne habían comprado su hacienda después de la Segunda Guerra Mundial, en la década de los cincuenta, durante la última oleada de la inmigración blanca. Cultivaban sobre todo tabaco y habían prosperado. Desde la casa, situada sobre un promontorio, se dominaban las onduladas colinas que en la estación seca se veían azules a causa del humo y la niebla, pero que en ese momento estaban veteadas por el intenso verde del follaje y el gris de las rocas de granito. El porche con columnas era lo bastante ancho para celebrar fiestas en él; antes de la liberación habían celebrado muchas, pero tras la diáspora de los blancos rara vez se organizaba alguna. Sobre el encerado suelo rojo había varias mesas bajas, además de unos cuantos perros y gatos.
Cedric Pyne bebía té a grandes sorbos mientras acariciaba la cabeza de su mascota favorita, una perra de lomo abultado llamada
Lusaka
. Edna Pyne, vestida con un elegante conjunto de pantalón y camisa y con la piel lustrosa a causa de los protectores solares, estaba sentada junto a la bandeja del té, con la hermana de
Lusaka
,
Sheba
, prácticamente pegada a su silla. Escuchaba a su marido, que despotricaba contra el Gobierno negro. Sylvia también lo escuchaba mientras bebía su té.