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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (54 page)

BOOK: El sueño más dulce
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Sin embargo... ahí estaba Rupert, que tras escucharlo, y al igual que Fred Cope, dijo que no había que juzgarlos (¿se refería a África en su totalidad?) según nuestros criterios.

—¿Y qué pasa con la verdad? —preguntó Colin, sabiendo por su larga y dolorosa experiencia que la verdad siempre sería como un pariente pobre.

Estaba tan claro que Rupert no era uno de los herederos espirituales de Johnny, o de lo contrario, la propuesta de defender y promulgar la verdad le habría sonado como un toque de rebato. No obstante, «la verdad» sobre la Unión Soviética aún llegaba con cuentagotas en comparación con los torrentes que manarían al cabo de una década; aunque el gran imperio todavía existía (pese a que nadie que se considerase mínimamente de izquierdas lo habría llamado imperio), lo que había salido y seguía saliendo a la luz constituía un aguijón lo bastante poderoso para recordar que la verdad debía figurar entre las prioridades de todo el mundo. Sin embargo, Rupert, siempre coherente con sus ideas liberales, preguntó:

—¿No crees que a veces la verdad hace más mal que bien?

—No, por supuesto que no —respondió Colin.

Con el ajetreo que supuso la mudanza de su estudio al sótano, que Meriel había dejado libre, Colin olvidó la petición de Sylvia: tenía que terminar su novela; a fin de cuentas, el dinero que había dejado Julia no bastaba para permitir a sus herederos achantarse.

Tras desenterrar artículos sobre Zimlia de los archivos de su periódico y de otras publicaciones, Fred Cope llegó a la conclusión de que era cierto que a ese país siempre se le había concedido el beneficio de la duda. Una de las personas que más había escrito sobre el tema, en el que se la consideraba una experta, era Rose Trimble, y si ella no había censurado al nuevo Gobierno, ¿quién iba a hacerlo?
The Monitor
encargó un artículo sobre «La primera década de Zimlia» a su corresponsal en Senga. La crónica que llegó era más crítica que cualquier otra, aunque recordaba al lector que no convenía juzgar a África según los criterios europeos. Fred Cope le envió una copia a Colin. «Espero que esto esté más o menos en la línea de lo que sugeriste.» Y una posdata: «¿Te gustaría escribir un artículo que analice la incidencia de la célebre frase de Proudhon "toda propiedad es un robo" en la corrupción y el colapso de la sociedad moderna? No me avergüenza admitir que la idea se me ha ocurrido porque acaban de robar en mi casa por tercera vez en tres años.»

Cuando el jefe de redacción del periódico en que Rose Trimble publicaba la mayor parte de sus artículos sobre Zimlia y el cámarada presidente Matthew leyeron la crónica de
The Monitor
, invitaron a Rose a regresar a Zimlia para que comprobase si las críticas eran fundadas.

Rose ya se había hecho un nombre en el mundo del periodismo. Se lo debía sobre todo a sus oportunas alabanzas al Gobierno de Zimlia, pero eso había sido sólo el principio. Las cosas le había salido bien; en el caso de que alguna vez hubiera leído poesía o si hubiera sido capaz de pronunciar la palabra «Dios» sin sarcasmo, podría haber dicho: «Bendito sea Dios que ha señalado mi hora en sus designios.» Si en los tiempos en que vivía en casa de Julia se había sentido inferior, ahora eran los demás quienes le parecían por debajo de ella. En los ochenta estaba en su elemento. Tenía las cualidades necesarias para vivir en una época en la que se aplaudía oficialmente a todo el que medraba, se enriquecía y despreciaba al prójimo. Era cruel, codiciosa y mordaz por naturaleza. Sin perder el contacto con el periódico relativamente serio que publicaba sus notas sobre Zimlia, había encontrado un hueco en
World
Scandals
, donde su trabajo consistía en ir a la caza de debilidades o rumores y luego acosar a una víctima u otra día y noche, hasta airear triunfalmente sus trapos sucios. Acampaba a las puertas de las casas, rebuscaba en la basura, sobornaba a parientes y amigos con el fin de revelar o inventar hechos vergonzosos: su talento como carroñera era tan grande como el temor que inspiraba. Buena parte de su fama se debía a sus «retratos», en los que el periodismo alcanzaba nuevas cotas de revanchismo, y su trabajo no le suponía un grave esfuerzo habida cuenta su auténtica incapacidad para ver virtudes en la gente: creía que las verdades debían ser deshonrosas y que la verdadera esencia de una persona se encontraba en sus mezquindades. El afán de burlarse, ofender y ridiculizar surgía de lo más profundo de su ser y concordaba con el de toda una generación. Era como si algo desagradable y cruel hubiese salido a la luz en Inglaterra, algo que, aunque hasta entonces había permanecido oculto, de pronto semejara un mendigo que se arrancaba los andrajos para enseñar sus pústulas. Lo que antes se respetaba era ahora objeto de escarnio; la decencia y la consideración hacia los demás se consideraban una extravagancia. Los lectores veían el mundo a través de un grueso filtro que eliminaba cualquier rasgo agradable o simpático: Rose Trimble y la gente de su calaña, que se negaban a creer que existieran otras motivaciones que las del interés personal, habían marcado la pauta. Rose detestaba especialmente a quienes leían libros o fingían hacerlo —eran unos pretenciosos; ella despreciaba las artes y se ensañaba sobre todo con el teatro—, se jactaba de haber inventado la palabra «luvi», con que muchos habían empezado a designar a los actores faltos de personalidad, y le gustaban las películas violentas y macabras. Frecuentaba ciertos bares o discotecas donde se relacionaba con personas que, al igual que ella, ignoraban que constituían un nuevo fenómeno que las generaciones anteriores habrían despreciado y calificado de prensa sensacionalista, propia de lo más bajo de la sociedad. Sin embargo, la expresión había adquirido un matiz vagamente halagador, como si denotara una valerosa búsqueda de la verdad; pero ¿cómo podían saberlo? Se burlaban de la historia porque no habían aprendido nada de ella. Sólo una vez en su vida Rose había escrito algo con admiración y reverencia: el artículo sobre el camarada presidente Matthew Mungozi; y más recientemente había elogiado también a la camarada Gloria, a quien idolatraba por su dureza. Sólo en una ocasión su pluma no había rezumado veneno. Había leído la nota del corresponsal de
The Monitor
con furia y una incipiente aprensión.

Un periodista de
The Monitor
le había contado que Colin Lennox estaba detrás del artículo. ¿Y quién coño se creía Colin para opinar sobre África?

Detestaba a Colín. Los poetas y los novelistas siempre le habían parecido unos farsantes, porque creaban algo de la nada y salían airosos de la experiencia. Rose se hallaba en los comienzos de su carrera cuando Colin había publicado su primera novela, pero había alcanzado a cubrir de mierda la segunda (y de paso a los Lennox), en tanto que la tercera le había provocado un ataque de cólera. Trataba de dos personas aparentemente muy distintas, pero que se profesaban un amor tierno y casi estrafalario; el hecho de que ese amor perdurase se les antojaba una broma del destino. Mientras mantenían relaciones con otras parejas, se veían clandestinamente para compartir esos sentimientos, la certeza de que se entendían mejor de lo que nadie lo haría. La novela había gustado a los críticos, que convenían en que era evocativa y poética. Uno la había calificado de «elíptica», y esa palabra había hecho que Rose volviera a montar en cólera: había tenido que buscarla en el diccionario. Leyó el libro, o al menos lo intentó, porque en realidad era incapaz de leer cualquier texto más complicado que un artículo de periódico. Naturalmente, trataba de Sophie, esa puta estirada. Bueno, más les valía andar con cuidado. Rose mantenía un archivo sobre los Lennox con toda clase de papeles, algunos robados hacía mucho tiempo, en la época en que husmeaba en la casa para ver qué encontraba. Pensaba ponerlos en evidencia algún día. Ahora convertida en una mujer más bien gorda, se sentaba a hojear las carpetas con una perenne sonrisa maliciosa, que, cuando daba con una palabra o una frase verdaderamente hiriente, se transformaba en risa burlona.

En el avión con destino a Senga se sentó al lado de un individuo corpulento que ocupaba demasiado espacio. Pidió que la cambiasen de asiento, pero el avión estaba lleno. El hombre se movía de una manera que ella consideraba agresiva y le dirigía miradas de soslayo indecentemente masculinas. No le dejaba sitio para apoyar el brazo. Arrimó el codo al de él, a fin de reivindicar sus derechos, pero el hombre ni se movió, lo que la obligaba a permanecer concentrada para que el brazo no resbalase. El hombre retiró el suyo cuando pidió un whisky a la azafata, que bebió de un trago para exigir otro a continuación. Rose se maravilló de la actitud autoritaria con que trataba a aquélla, cuyas sonrisas eran falsas, lo sabía. También pidió un whisky, lo apuró de un trago, para no ser menos, y se quedó esperando a que volvieran a llenarle el vaso.

—Malditos vagos —comentó el hombre, a quien Rose, en tanto mujer, identificó como su enemigo—. Hacen lo que les viene en gana.

Rose no sabía de qué se quejaba, así que respondió con un formulismo:

—Son todos iguales.

—Exactamente. No hay ninguno mejor que otro.

Entonces Rose advirtió que una azafata guiaba a dos negros, que procedían del fondo del avión, hacia la sección de la clase preferente... o quizás incluso a primera.

—¡Fíjese! Alardeando, como de costumbre.

A pesar de que su ideología la impulsaba a protestar, Rose se contuvo: sí, se hallaba ante un racista impenitente, pero le aguardaban nueve horas de vuelo a su lado.

—Si dedicasen menos tiempo a fanfarronear y más a dirigir el país, las cosas serían muy distintas —añadió el hombre, cuyo brazo amenazaba con aplastar a Rose.

—Perdone, pero estos asientos son muy pequeños —dijo ella, empujándolo un poco con el hombro. Él tenía los ojos entornados, pero los abrió para mirarla con asombro—. Está ocupando demasiado sitio.

—Usted no es precisamente un peso pluma —replicó él, pero aun así retiró el brazo.

Cuando les sirvieron la cena, el hombre la rechazó.

—Estoy acostumbrado a la excelente comida de mi granja —argumentó.

Rose aceptó la pequeña bandeja y empezó a comer. Estaba sentada al lado de un agricultor blanco. No era de extrañar que le repugnase. Una vez más se preguntó si debía insistir en que la cambiaran de sitio. No; aprovecharía la oportunidad e intentaría sonsacarle datos para su artículo. El hombre había clavado la vista en ella sin disimulo. Rose, consciente de que estaba comiendo demasiado, optó por dejar el exótico postre.

—Si no lo quiere, me lo comeré yo —dijo él, estirando el brazo para coger el pequeño vaso lleno de crema, que engulló en un instante—. Poca cosa. Y un tanto insípido. Estoy acostumbrado a comer bien. Mi mujer es una maravilla. Y mi mozo de cocina, otra.

«Mozo» de cocina.

—De manera que está bien servido —observó Rose, usando la jerga política del momento.

—¿Perdón? —El hombre intuía que el comentario entrañaba una crítica, pero no sabía el motivo de ésta. Rose decidió que no se molestaría en explicarse—. ¿Y qué hace usted cuando no está en casa? A propósito, ¿dónde vive? ¿Va a casa o viene de allí?

—Soy periodista.

—Ay, Dios, lo que me faltaba. Supongo que va a escribir otro artículo sobre las maravillas del Gobierno negro, ¿no?

—De acuerdo, entonces hable usted —dijo Rose, ya en plan profesional.

El hombre la complació. Habló mientras retiraban las bandejas de la comida, mientras servían bebidas y mientras vendían los artículos libres de impuestos, y continuó hablando cuando apagaron las luces. Se llamaba Barry Angleton. Había trabajado toda su vida en una granja de Zimlia, igual que su padre antes que él. Tenían tanto derecho como..., y así sucesivamente. Rose no prestaba atención a los detalles, porque a esas alturas se había percatado de que el tipo le gustaba, aunque también le disgustaba, desde luego, y de que su voz quejumbrosa hacía que se sintiese como si se derritiera en melaza caliente.

Sus relaciones con los hombres habían estado condenadas al fracaso por culpa de los tiempos. Naturalmente, era una feminista estricta. Se había casado a finales de los setenta con un camarada que había conocido en una manifestación ante la embajada de Estados Unidos. Él se mostraba de acuerdo con todo lo que ella afirmaba sobre el feminismo, los hombres y la carga que soportaban las mujeres: coincidía con sus opiniones, sonreía y soltaba clichés tan progresistas como los suyos, pero Rose sabía que se trataba de una conformidad superficial, que no entendía verdaderamente a las mujeres ni su herencia fatídica. Lo criticaba por todo, y él lo aceptaba, aduciendo que era imposible superar en un día los defectos que los hombres arrastraban desde hacía miles de años. «Me temo que tienes razón, Rosie», decía con ecuanimidad y cierto aire de sensato equilibrio cuando ella terminaba una de sus diatribas contra todo, desde la venta de esposas hasta la ablación del clítoris. Y sonreía. Siempre sonreía. Pese a que ella lo odiaba, al mismo tiempo se decía que era buen material. Se sentía confusa, porque como despreciaba prácticamente a todo el mundo, el desdén hacia su marido no constituía suficiente acicate para la introspección, aunque de vez en cuando se preguntaba si su costumbre de soltarle exabruptos mientras estaban en la cama guardaría alguna relación con el hecho de que se hubiera vuelto impotente. Sea como fuere, cuanto más coincidía con ella, cuanto más sonreía, asentía y le quitaba las palabras de la boca, más lo despreciaba Rose. Y cuando le pidió el divorcio, él dijo: «Me parece justo. Eres demasiado buena para mí, Rosie. Siempre lo he afirmado.»

En cambio este hombre, Barry..., bueno, con él sería muy diferente.

A la salida del aeropuerto lo vio darle dinero a un mozo de equipaje con una actitud tan autoritaria y arrogante que le hizo hervir la sangre. A continuación, él se le acercó al percatarse de que estaba buscando con la vista el coche que había pedido.

—La dejaré en la ciudad —se ofreció. Depositó su maleta junto a la de Rose y echó a andar hacia el aparcamiento.

Al cabo de un instante un magnífico Buick se detuvo ante ella, con la portezuela delantera abierta. Rose subió. Un negro había aparecido de la nada y metido las maletas en el coche. Barry dio otra propina.

—Había pedido un taxi.

—Mala suerte. Ya encontrará otro cliente.

En el avión, había concluido su perorata con la frase «¿Por qué no viene a la granja y lo ve con sus propios ojos?», y ahora Rose se arrepentía de haber declinado la invitación.

BOOK: El sueño más dulce
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