El sueño más dulce (62 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El sueño más dulce
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La nota apareció en
The Post
, donde costaba que un párrafo incendiario destacara entre tantos otros. Rose la envió también a
World Scandals
, y llegó a manos de Colin, de acuerdo con la regla según la cual siempre hay un alma caritativa dispuesta a informar a una persona de cualquier cosa negativa que se publique acerca de ella. Colin demandó al periódico de inmediato, pidiendo una importante compensación económica y una disculpa, pero, como suele suceder en esa clase de publicaciones, la retractación apareció en letras diminutas y en una sección donde pocas personas la verían. Lo de que calumniaran a Julia llamándola nazi no era nuevo, y en cuanto a la insinuación de que Sylvia era una espía, a Colin le parecía demasiado ridícula para preocuparse por ella.

El padre McGuire vio la nota en
The Post
, pero no se la enseñó a Sylvia. Sin embargo, Mandizi la leyó y la añadió al expediente de la misión de San Lucas.

Un día ocurrió algo que Sylvia había estado temiendo desde su llegada a la misión. Listo y Zebedee se presentaron en el hospital con una niña de la aldea que sufría una apendicitis aguda. El padre McGuire se había llevado el coche para ir a la antigua misión. Sylvia no consiguió hablar con los Pyne, ya que uno de los dos teléfonos no funcionaba. La niña necesitaba una intervención urgente. Sylvia había imaginado muchas veces una emergencia como aquélla u otra parecida, y había resuelto que no operaría. No podía. Una cosa era realizar operaciones sencillas en las que se corrían pocos riesgos, pero si llegaba a producirse una fatalidad, se lanzarían sobre ella de inmediato.

En la choza que llamaban «el pabellón», los dos niños, con sus impecables camisas blancas (planchadas por Rebecca), el cabello perfectamente peinado, y las manos escrupulosamente lavadas, se arrodillaron a los lados de la niña y la contemplaron con los ojos arrasados en lágrimas.

—Está ardiendo —dijo Zebedee—. Tóquela.

—¿Por qué ha tardado tanto en venir? —preguntó Sylvia—. Si lo hubiera hecho ayer... ¿Por qué no vino? Siempre pasa lo mismo. —Su voz sonaba hosca y severa pero se debía al miedo que la embargaba—. ¿Os dais cuenta de lo grave que está?

—Le dijimos que viniera, se lo dijimos.

Si la niña fallecía de muerte natural nadie responsabilizaría a Sylvia, pero si ésta la operaba y resultaba que moría, le echarían la culpa. Listo y Zebedee miraron a la doctora con expresión de súplica. La niña era prima suya, y también pariente de Joshua.

—Ya os he explicado que no soy cirujana, y sabéis lo que eso significa.

—Pero tiene que hacerlo —imploró Listo—. Por favor, por favor.

La niña tenía las rodillas flexionadas contra el estómago y no paraba de gemir.

—De acuerdo, traedme el cuchillo más afilado. Y agua caliente. —Se inclinó sobre la enferma y le susurró al oído—: Reza, rézale a la Virgen. —Sabía que era católica, pues la había visto en la pequeña iglesia. Su sistema inmunitario iba a necesitar toda la ayuda posible.

Los chicos le trajeron los instrumentos. La niña no yacía en la «mesa de operaciones», pues no convenía moverla, sino bajo el techo de paja, cerca del suelo de tierra. Las condiciones no podían ser peores.

Sylvia le pidió a Listo que sujetase un paño empapado en cloroformo (que reservaba para casos de emergencia) lo más lejos posible de su rostro, que debía mantener vuelto hacia un lado. Le indicó a Zebedee que sostuviese la palangana con los instrumentos a una distancia considerable del suelo y procedió a operar en cuanto la niña dejó de gemir. No intentaría practicar el corte en forma de cruz que les había descrito a los niños.

—Estoy haciendo una incisión que ya no se practica. Cuando estudiéis, descubriréis que esta clase de corte largo está obsoleta.

En cuanto hubo cortado descubrió que era demasiado tarde. El apéndice había estallado y había pus y materia fecal por todas partes. No disponía de penicilina. Así que limpió la zona, cosió la larga herida y dijo:

—Me temo que va a morir.

Los niños lloraron desconsoladamente; Listo con la cabeza sobre las rodillas, Zebedee con la frente contra la espalda de aquél.

—Tendré que informar de lo que he hecho —añadió Sylvia.

—No diremos nada —murmuró Listo—. No se lo contaremos a nadie.

Zebedee la tomó de las manos, que estaban cubiertas de sangre.

—Ay, Sylvia, ay, doctora —se lamentó—. ¿Se meterá en problemas?

—Vosotros también os meteréis en problemas si no digo nada y alguien se entera de que lo sabíais. Debo informar. —Subió la cinturilla de la falda de la niña y le bajó la blusa. Estaba muerta. Tenía doce años—. Avisadle al carpintero que necesitaremos un ataúd.

Llegó a la casa poco después de que regresara el padre McGuire, y le refirió lo sucedido.

—Debo comunicárselo al señor Mandizi.

—Sí. ¿Me equivoco, o te advertí que esto podía ocurrir?

—Es verdad, me lo advirtió.

—Llamaré a Mandizi y le pediré que venga.

—El teléfono no funciona.

—Enviaré a Aaron en su bicicleta.

Sylvia regresó al hospital, ayudó a colocar a la niña en el ataúd y fue a ver a Joshua a su árbol para comunicarle que la pequeña había muerto. El viejo tardaba bastante en asimilar la información, y Sylvia no quería esperar a que la maldijera, lo cual haría con toda seguridad: siempre la maldecía, no hacía falta que se lo predijera ningún adivino. Luego pidió a los chicos que avisaran en la aldea que esa tarde no iría, pero que ellos escucharían leer a la gente y corregirían los ejercicios de escritura.

En la casa, el padre McGuire estaba bebiendo té.

—Sylvia, querida, creo que deberías tomarte unas pequeñas vacaciones.

—¿De qué serviría?

—Te ayudaría a olvidar lo sucedido.

—¿Cree que alguna vez lo olvidaré? —Ante el silencio de él, añadió—. ¿Y adonde iría, padre? Este es mi hogar, y además la gente me necesitará hasta que construyan el otro hospital.

—Veamos qué opina el señor Mandizi.

Últimamente Mandizi se mostraba amigable, hacía tiempo que no se mostraba grosero ni desconfiado, pero esta vez tendría que asumir el papel de un funcionario obligado a cumplir con su deber.

Cuando llegó, lo único que reconocieron de él fue su nombre. Era Mandizi, y así se presentó, y sin embargo sólo vieron a un hombre terriblemente enfermo.

—¿No debería estar en la cama, señor Mandizi?

—No, doctora. Puedo realizar mi trabajo. En mi cama está mi esposa, y muy enferma. Los dos juntos, el uno al lado del otro... No, creo que no me gustaría.

—¿Les han hecho análisis?

Mandizi tardó unos instantes en responder. Finalmente soltó un suspiro y dijo:

—Sí, doctora, nos han hecho análisis.

En ese momento entró Rebecca con la carne, los tomates y el pan para el almuerzo.

—¡Qué pena, ay, qué pena, señor Mandizi! —exclamó horrorizada al ver al funcionario.

Como Rebecca siempre había sido una mujer delgada, menuda y de cara huesuda, Mandizi no reparó en que también ella estaba enferma, de manera que se sentó a la mesa como un condenado en un banquete rodeado de gente saludable.

—Lo lamento mucho, señor Mandizi —agregó Rebecca, y regresó a la cocina, llorando.

—Ahora cuéntemelo todo, doctora Sylvia.

Ella le explicó lo ocurrido.

—¿La niña habría muerto si no la hubiese operado?

—Sí.

—¿Existía alguna posibilidad de salvarla?

—Una muy pequeña. Mínima. Verá, no tengo penicilina porque se terminó y...

Mandizi hizo un ademán con la mano que ella conocía bien; «No me critique por cosas que no puedo resolver», significaba.

—Tendré que informar al hospital.

—Desde luego.

—Es probable que soliciten una autopsia.

—Entonces más vale que se den prisa. La niña ya está en el ataúd. ¿Por qué no dice sencillamente que fue culpa mía? No soy cirujano.

—¿Es una operación difícil?

—No, es una de las más sencillas.

—¿Un cirujano de verdad habría hecho las cosas de otra manera?

—No, no lo creo.

—No sé qué decir, doctora Sylvia.

Saltaba a la vista que Mandizi deseaba añadir algo. Estaba sentado con la cabeza gacha, pero la alzó para observarla con recelo, y luego cambió una mirada con el cura. Sylvia se percató de que los dos sabían algo que ella ignoraba.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿Quién es ese amigo suyo, ese tal Matabele Bosman Smith?

—¿Quién?

Mandizi exhaló un suspiro. El contenido de su plato seguía intacto, al igual que el de Sylvia. El padre McGuire estaba ceñudo, pero comía. Mandizi apoyó la cabeza en una mano.

—Doctora Sylvia —dijo—, sé que no hay
muti
para lo que yo padezco, pero me dan unos dolores de cabeza muy fuertes; no sabía que la cabeza pudiera llegar a doler tanto.

—Tengo algo para aliviarlos. Le daré unas pildoras antes de que se vaya.

—Gracias, doctora, pero debo decirle algo... Hay algo... —Mandizi miró de nuevo al sacerdote, que hizo un gesto de asentimiento—. Van a cerrar su hospital.

—¡Pero si la gente lo necesita! —exclamó Sylvia.

—Pronto tendremos un hospital nuevo...

A ella se le iluminó la cara, pero de inmediato advirtió que el funcionario sólo trataba de animarse un poco, así que asintió.

—Sí, estoy seguro. Sí, ésa es la situación.

—Vale —dijo Sylvia.

—Vale —dijo Mandizi.

Una semana después recibieron una breve carta escrita a máquina y dirigida al padre McGuire, ordenándole que cerrase el hospital «sin dilaciones». Esa misma mañana llegó un policía en moto. Era un joven negro de unos veinte o veintiún años, ostensiblemente incómodo en el papel de la autoridad. El padre McGuire lo invitó a sentarse, y Rebecca preparó té para los dos.

—Bien, ¿qué puedo hacer por usted, hijo?

—Estoy buscando objetos robados.

—Ya entiendo. Bueno, no los encontrará en esta casa.

Rebecca permanecía de pie junto al aparador, callada. El policía se dirigió a ella.

—Tal vez la acompañe a su casa y los busque allí.

—Hemos visto el hospital nuevo —repuso Rebecca—. Está invadido por jabalíes.

—Yo también he estado allí. Sí, hay jabalíes, e incluso mandriles. —El policía rió, se contuvo y suspiró—. Pero aquí hay un hospital, y tengo órdenes de registrarlo.

—El hospital está cerrado.

El sacerdote le entregó la carta oficial y el policía la leyó.

—Si está cerrado, no veo cuál es el problema —dijo.

—Yo tampoco.

—Creo que debo ir a hablar con el señor Mandizi.

—Buena idea.

—Pero no se encuentra bien —puntualizó el policía—. El señor Mandizi está enfermo, y me parece que pronto tendremos un sustituto. —Se levantó sin mirar a Rebecca, cuya casa habría debido registrar. La moto se alejó rugiendo en la tranquilidad del monte.

Se suponía que Sylvia estaba obligada a cerrar el hospital.

Había pacientes en las camas, y Listo y Zebedee les administraban las medicinas.

—Me voy a Senga a ver al compañero ministro Franklin —le informó Sylvia al padre McGuire—. Era amigo nuestro. Solía pasar las vacaciones con nosotros. Fue compañero de clase de Colin.

—Ah. No hay nada más irritante que reencontrarse con la gente que uno conoció antes de convertirse en ministro.

—Aun así lo intentaré.

—¿No sería conveniente que te pusieras un vestido bonito y limpio?

—Creo que sí. —Sylvia se encerró en su habitación y salió al cabo de un rato con la ropa que tenía para las grandes ocasiones: un conjunto de lino verde.

—Y tal vez deberías llevar un camisón, o lo que sea que necesites para pasar la noche fuera —señaló el padre McGuire.

Ella entró de nuevo en su cuarto y reapareció con un bolso.

—¿Quieres que llame a los Pyne y les pregunte si planeaban ir a Senga?

Edna Pyne dijo que se alegraba de tener una excusa para salir de la maldita hacienda, y en media hora se plantó en la casa. Sylvia subió al coche y se despidió del padre McGuire agitando la mano.

—Hasta mañana. —Y así Sylvia emprendió un viaje del que no regresaría hasta varias semanas después.

Edna, que fue desgranando quejas durante todo el trayecto, le dijo en cierto momento que tenía que contarle algo increíble, algo que en teoría no debía mencionar, pero le resultaba imposible guardárselo. Uno de esos sinvergüenzas había abordado a Cedric para asegurarle que si le entregaba sus tierras «ya mismo», le ingresarían en su cuenta bancaria de Londres una cantidad equivalente a la tercera parte de su valor real.

Sylvia asimiló la noticia y soltó una carcajada.

—Eso es, ríete. Es lo único que podemos hacer. «Acepta y larguémonos», le digo a Cedric, pero se niega a conformarse con la tercera parte de lo que vale la granja, porque según él la represa por sí sola incrementará en un cincuenta por ciento el valor de la propiedad. Yo quiero irme de una vez. No soporto esa maldita hipocresía. Me ponen enferma. —Edna continuó hablando durante todo el camino hasta Senga, donde dejó a Sylvia enfrente de las oficinas del Gobierno.

Cuando Franklin se enteró de que Sylvia Lennox quería verlo, sintió pánico. Aunque había contemplado la posibilidad de que intentara ponerse en contacto con él no la esperaba tan pronto. Hacía una semana que había firmado la orden de clausura del hospital. Trató de ganar tiempo: «Dile que estoy reunido.» Sentado a su escritorio, con las palmas de las manos hacia abajo, miró con expresión de pesadumbre la pared en la que colgaba el retrato del Líder, que adornaba todos los despachos oficiales de Zimlia.

Aquella casa del norte de Londres, donde solía pasar sus vacaciones escolares, aparecía en sus recuerdos como un lugar bendito, como un árbol de frondosa sombra, un sitio completamente desvinculado de lo que había vivido antes o después. Había sido su hogar cuando no lo había tenido, una fuente de cordialidad cuando más la había necesitado. La anciana, esa terrible nazi, le había parecido una especie de secretaria que entraba y salía, aunque nunca le había prestado demasiada atención. A pesar de todo, jamás había oído una palabra a favor de los nazis en aquella casa, ¿o sí? Y allí había conocido a la pequeña Sylvia, con sus brillantes rizos rubios y su carita de ángel. En cuanto a Rose Trimble, sonreía cada vez que pensaba en ella; era una auténtica canalla, pero no podía quejarse, porque le había sido de utilidad. Y ahora había escrito esa espantosa nota sobre... Al igual que él, se había hospedado en aquella casa, ¿no? Sin embargo, había pasado mucho más tiempo allí que él, por lo que sin duda escribía con conocimiento de causa. Aun así lo que recordaba era amabilidad, risas, buena comida y sobre todo a Frances, que se había comportado con él como una madre. Las cosas habían sido muy distintas más adelante, cuando se había alojado en la casa de Johnny, un piso no demasiado grande que no tenía nada que ver con la casona donde Colin se había mostrado tan amable, y que siempre estaba llena de gente de todas partes, estadounidenses, cubanos, suramericanos, africanos... El piso de Johnny había servido de aula para su formación revolucionaria. Recordaba al menos a dos negros compatriotas (con nombres falsos) que se habían entrenado en Moscú para la guerra de guerrillas. Finalmente habían venido y gracias a hombres como aquéllos él estaba sentado ahí en ese momento, detrás de ese escritorio, convertido en ministro. No había vuelto a verlos, aunque solía buscarlos con la vista en los mítines y las reuniones importantes. Seguramente habían muerto. Y de pronto ocurría algo desconcertante. Sabía lo que se decía de la Unión Soviética, desde luego, no era uno de esos inocentones que jamás salían de Zimlia. El término «comunista» empezaba a emplearse como una especie de insulto; aunque eso sucedía en otros sitios, no ahí, donde a uno le bastaba con pronunciar la palabra «marxismo» para congraciarse con sus antepasados. (Por otro lado, ¿qué pintaban ellos en ese asunto?) Había también un hecho curioso: la casa de Londres se le antojaba más cercana a la paz y la tranquilidad de la choza de sus abuelos en la aldea (que casualmente no quedaba lejos de la misión de San Lucas) que cualquier otro sitio que hubiese conocido desde entonces. No obstante, la carpeta que estaba sobre el escritorio contenía un artículo muy desagradable. Su resentimiento hacia Sylvia aumentaba por momentos. ¿Por qué había hecho esas cosas malas? Había robado material del hospital nuevo, practicado operaciones cuando no estaba autorizada para ello y ocasionado la muerte de una paciente. ¿Qué esperaba que hiciera él? De hecho, su hospital nunca había sido legal. «La misión decide montar un hospital, trae a un médico, en el expediente no consta que solicitasen o les concediesen permiso alguno... —pensó—. Estos blancos vienen aquí y hacen lo que les da la gana. No han cambiado, siguen...»

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