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Authors: Doris Lessing

El sueño más dulce (58 page)

BOOK: El sueño más dulce
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—Siéntate, Rebecca. —Y añadió—: ¿Tienes un momento?

Rebecca no tenía un momento; había estado corriendo de aquí para allí toda la mañana. Como el hijo que solía ir a buscar agua al río estaba con su padre, que la noche anterior había vuelto a emborracharse, ella se había visto obligada a acarrear agua a su casa desde esa misma cocina, después de pedirle permiso al padre McGuire no una sino cinco veces. El aljibe de la casa estaba prácticamente vacío: en todas partes la tierra parecía absorber el agua, cada vez más difícil de obtener. A pesar de todo, Rebecca advirtió que esa mujer blanca estaba muy alterada y la necesitaba. Se sentó y aguardó. Se alegró de que la señora Pyne estuviese allí con la camioneta, porque el padre se había llevado el coche y Sylvia había dicho que quizás hubiera que trasladar a la parturienta al hospital para practicarle una cesárea.

Las palabras que habían estado bullendo en la cabeza de Edna durante días brotaron en un torrente lleno de vehemencia, resentimiento y autocompasión, aunque Rebecca no era la persona más indicada para oírlas. Claro que Sylvia tampoco lo era.

—No sé qué hacer—dijo con ojos muy abiertos y la vista fija, no en Rebecca, sino en las cuentas azules cosidas en el borde de la campana para proteger de los insectos que cubría la bandeja del té—. Estoy al borde de un ataque de nervios. Creo que mi marido se ha vuelto loco. Bueno, todos los hombres están locos, ¿no te parece?

Rebecca, que la noche anterior había tenido que esquivar los golpes y los abrazos de su desquiciado marido, contestó que sí, que a veces los hombres se ponían difíciles.

—Y que lo digas. ¿Sabes qué ha hecho? Ha comprado otra granja. Dice que si no lo hubiera hecho, algún ministro se habría quedado con ella. Si os la dieran a vosotros, sería otra historia, desde luego. En fin, asegura que puede pagarla, que se la ofrecieron al Gobierno y no la quiso, de modo que la ha comprado. Y ahora está construyendo una represa cerca de las colinas.

—Una represa —repitió Rebecca, recobrando el sentido: había estado dormitando—. Vale..., una represa..., vale.

—En cuanto la haya construido —prosiguió Edna—, uno de esos cerdos negros se la quitará; sí, señor, es lo que hacen siempre: esperan a que uno haga algo útil, como una represa, y después van y lo roban. Así que «para qué lo haces», le pregunto, pero él dice... —Estaba sentada con una galleta en una mano y la taza en la otra. Hablaba tan deprisa que no tenía tiempo para beber—. Quiero marcharme, Rebecca, ¿te parece mal? ¿Lo entiendes? Éste no es mi país; vosotros mismos lo decís, y yo estoy de acuerdo, pero según mi marido es tan suyo como vuestro, así que ha comprado... —Se le escapó un sollozo. Dejó la taza, luego la galleta, sacó un pañuelo del bolso y se enjugó las lágrimas. Guardó silencio por unos instantes, después se inclinó hacia delante y, con el entrecejo fruncido, tocó las cuentas azules—. Muy bonito. ¿Lo has hecho tú?

—Sí.

—Bonito. Bien hecho. Y hay algo más. El Gobierno no para de criticarnos, pero en nuestros barracones vive el triple de gente de la que debería estar allí; vienen todos los días desde las tierras comunales, y les damos de comer, estamos alimentando a todas esas personas, que se mueren de hambre por culpa de la sequía, aunque tú ya lo sabes, ¿verdad, Rebecca?

—Vale. Sí. Es verdad. Se mueren de hambre. El padre McGuire ha abierto un comedor en la escuela, porque los niños están tan hambrientos que en cuanto llegan se sientan y se echan a llorar.

—Ya ves. Y aun así tu Gobierno es incapaz de decir algo bueno de nosotros.

Edna lloraba con desconsuelo, igual que una niña. Rebecca sabía que no lo hacía por quienes no tenían nada que llevarse a la boca, sino por lo que ella consideraba «demasiado». «Es demasiado —le decía a Sylvia—. Es demasiado para mí.» Entonces se sentaba, se cubría la cara con las manos y se mecía emitiendo un gemido monocorde, mientras Sylvia buscaba pildoras (sedantes)— que ella luego tragaba obedientemente.

—A veces todo me parece demasiado, todo me desborda —añadió Edna entre sollozos aunque su voz parecía indicar que se encontraba mejor—. Las cosas ya iban mal, pero ahora con la sequía, el Gobierno y...

En ese momento, Listo apareció en la puerta para comunicarle a Rebecca que la doctora Sylvia le había dicho que corriese a casa de los Pyne y pidiera que alguien llevase a la parturienta al hospital en coche.

¡Y allí estaba Edna Pyne! Al chico se le iluminó el rostro, y hasta se marcó unos pasos de baile en el porche.

—Bien. Ahora no morirá. El niño está atascado —informó—, pero si llega al hospital a tiempo... —Echó a correr cuesta abajo y al cabo de unos instantes llegó Sylvia, sosteniendo a una mujer envuelta en una manta.

—Bueno, veo que después de todo serviré para algo —dijo Edna, y fue a ayudar a Sylvia a sujetar a la mujer, que lloraba de dolor.

—Ojalá terminasen el hospital nuevo... —comentó Sylvia.

—Baja de las nubes.

—Le tiene miedo a la cesárea. Ya le he asegurado mil veces que no es nada.

—¿No puedes operarla tú?

—Todos cometemos errores —repuso Sylvia—, y el más estúpido, absurdo e imperdonable que he cometido yo es no especializarme en cirugía. —Hablaba con voz monocorde, pero Edna reconoció en su estado el arrebato emocional que ella misma acababa de sufrir. Sylvia se estaba desahogando, y no había que tomarla en serio—. Enviaré a Listo contigo. Debo ocuparme de un hombre muy enfermo.

—Espero no tener que traer al mundo a un niño.

—Pues lo harías tan bien como cualquiera. Pero Listo es muy bueno. Además, le he dado algo a esta mujer para retrasar el nacimiento. Su hermana os acompañará.

En el coche ya esperaba una mujer. Tendió los brazos, y la parturienta se arrojó a ellos, gimiendo.

Sylvia corrió hacia el hospital. La camioneta se puso en marcha. El camino era accidentado y el viaje duró casi una hora, porque la parturienta gritaba cada vez que pasaban por un bache. Edna dejó a las dos mujeres en el viejo hospital, que había sido construido durante el Gobierno de los blancos y debía atender a medio millón de pacientes, cuando había sido concebido para que se ocupara de unos pocos miles.

Edna se puso al volante y Listo se sentó a su lado. «Debería ir detrás», pensó ella aunque sin irritarse. Escuchó su entusiasta parloteo sobre las clases de la doctora Sylvia bajo los árboles, los libros, los cuadernos, los bolígrafos, todo lo cual era mucho mejor que en la escuela. A Edna le picó la curiosidad, de manera que en lugar de dejar al muchacho en el cruce para que regresara a la misión a pie lo llevó hasta ésta y aparcó.

Sólo eran las doce y media, y Sylvia almorzaba con el cura en el comedor, sentada en el sitio que ella había ocupado un rato antes. Edna estaba a punto de aceptar la invitación a comer cuando Sylvia le dijo que no se ofendiese, pero que tenía que ir a la aldea. De manera que Edna, una mujer que apreciaba el arte culinario, esperó a que el cura le preparase un bocadillo de rebanadas de tomate y sin mantequilla —sí, con la sequía era difícil conseguir mantequilla— y se marchó con Sylvia.

Ignoraba con qué iba a encontrarse, y se quedó impresionada. Todo el mundo sabía quién era la señora Pyne, por supuesto, y la recibieron con sonrisas. Después de acercarle una banqueta, se olvidaron por completo de su presencia. Dejó el bocadillo en el bolso, porque sospechaba que algunos de los que la rodeaban debían de estar hambrientos, y no convenía que comiese delante de ellos. «Santo Dios —pensó—, quién me iba a decir que llegaría el día en que dos rebanadas de pan duro y una rodaja de tomate me parecieran un lujo vergonzoso.»

Escuchó a Sylvia leer en inglés, pronunciando cada palabra con lentitud, un texto de un autor africano del que nunca había oído hablar, aunque sabía que los negros también escribían novelas, mientras la gente la escuchaba como si..., Dios, como si estuvieran en la iglesia. Luego Sylvia le pidió a un joven, y luego a una niña, que explicasen de qué trataba la historia. Lo hicieron bien, y Edna se alegró de ello: deseaba que ese proyecto fuese un éxito, y estaba orgullosa de sí misma por desearlo.

Sylvia le dijo a una anciana que describiese una sequía que recordara de su infancia. La vieja hablaba un inglés entrecortado y confuso, y Sylvia recurrió a una muchacha para que tradujese sus palabras.

Aquella sequía no parecía muy distinta de la actual. El Gobierno blanco había distribuido maíz en las zonas más afectadas, rememoró la anciana, arrancando de los presentes aplausos que sólo podían interpretarse como una crítica a los gobernantes negros. Terminado el relato, Sylvia indicó a los que sabían escribir que volcasen al papel sus propios recuerdos, y a los que no sabían, que inventasen un cuento para contarlo al día siguiente.

Eran las dos y media. Sylvia dejó a la anciana que había contado la historia de la sequía al frente de los demás, que eran casi un centenar, y regresó con Edna a la casa. Tomarían una taza de té, se sentarían a charlar y por fin Edna tendría la oportunidad de conversar con ella..., aunque, curiosamente, su necesidad de desahogarse parecía haberse esfumado.

—Son muy buena gente —señaló Sylvia—. No soporto ver lo desperdiciados que están.

Se hallaban de pie junto a la casa, cerca del coche.

—Bueno, supongo que todos valemos más de lo que nos permiten demostrar.

La glacial mirada de Sylvia evidenció que ésa no era la clase de comentario que esperaba oír de ella. ¿Por qué?

—¿Te gustaría que te ayudase con la escuela..., o con tus pacientes? —preguntó Edna.

—Oh, sí, ¿lo harías? ¿De verdad lo harías?

—Avísame cuando me necesites —dijo Edna. Subió al coche y se marchó con la sensación de que acababa de dar un gran paso hacia una nueva dimensión. Ignoraba que si allí y entonces hubiese preguntado: «¿Puedo empezar ahora?», Sylvia le habría respondido: «Sí, ven a ayudarme con un enfermo que está muriéndose de malaria entre terribles temblores.» Sin embargo, Sylvia tomó el ofrecimiento de Edna por una simple fórmula de cortesía y no volvió a pensar en él.

En cuanto a Edna, durante el resto de su vida pensaría que había perdido una oportunidad, que se le había abierto una puerta, y que había elegido no darse cuenta. El problema era que durante años se había burlado de los buenos samaritanos, y convertirse en uno... A pesar de todo, no bromeaba cuando se había prestado a echar una mano. Por un momento había dejado de ser la Edna Pyne que conocía para transformarse en una persona muy distinta. No le contó a Cedric que había llevado a una negra al hospital: ¿y si se quejaba por la gasolina, con lo que costaba conseguirla? En cambio, sí mencionó que había estado en la aldea y había visto los objetos robados del hospital en obras. «Mejor para ellos —comentó él—. Estarán mejor allí que pudriéndose en el monte.»

El señor Edward Phiri, inspector escolar, había escrito al director de la escuela secundaria de Kwadere para avisar que llegaría a las nueve de la mañana y que esperaba comer con él y con el personal. Su Mercedes, comprado de tercera mano —no merecía uno nuevo, pues no era ministro—, se había averiado cerca del letrero de la granja de los Pyne. Se apeó y recorrió enfurruñado los doscientos metros que lo separaban de la casa de éstos. Al llegar se presentó y dijo que debía hablar con el señor Mandizi, del Centro de Desarrollo, para que pasase a recogerlo y lo llevase a la escuela, pero le informaron de que hacía un mes que la línea telefónica estaba cortada.

—¿Y por qué no la han reparado?

—Me temo que eso debería preguntárselo al ministro de Comunicaciones. Hay constantes desperfectos en la red y en ocasiones tardan semanas en arreglarlos. —Pese a que era Edna la que hablaba, Phiri no quitaba ojo al marido de ésta, que por ser hombre era el responsable de imponer el orden. Aparentemente ajeno a su papel, Cedric guardó silencio.

Phiri contempló la mesa del desayuno.

—Desayunan tarde. Yo lo hice hace horas.

—Cedric se fue al campo poco después de las cinco de la mañana —dijo Edna en el mismo tono acusador—. Todavía no había luz. ¿Le apetece tomar una taza de té, o quizá desayunar de nuevo?

Phiri recuperó el buen humor y se sentó.

—Tal vez. Me sorprende oír que empieza a trabajar tan temprano —le dijo a Cedric—. Yo tenía la impresión de que los agricultores blancos se tomaban las cosas con calma.

—Por lo visto tenía usted varias impresiones falsas —repuso Cedric—. Y ahora debo pedirle que me disculpe; he de volver a la represa.

—¿La represa? ¿Qué represa? No hay ninguna señalada en el mapa.

Edna y Cedric cambiaron una mirada. Empezaban a sospechar que el funcionario había fingido lo de la avería con el fin de inspeccionar la granja.

Prácticamente lo había confesado al mencionar el mapa.

—¿Quiere que mande preparar otra tetera?

—No, me basta con lo que hay en ésta. Y si no le importa me comeré esos huevos que han dejado. Sería una pena tirarlos.

—No los tiraríamos. Se los comería el cocinero.

—Vaya, me sorprenden. No estoy a favor de consentir a los criados. Mi cocinero come
sadza
; no huevos de granja, desde luego. —Aparentemente inconsciente de su incorrección política, Phiri sonrió mientras Edna le llenaba el plato con huevos fritos, beicon y salchichas. Empezó a comer y añadió—: No le importa que lo acompañe, ¿verdad? Todo indica que esta mañana no podré ir a la escuela.

—¿Por qué? —inquirió Edna—. Lo acercaré en mi coche, y cuando termine, alguien de la misión lo llevará al Centro de Desarrollo.

—Pero ¿qué pasará con mi coche si lo dejo en el camino? Me lo robarán.

—Es muy posible —admitió Cedric con el mismo tono seco y distante que había empleado desde el principio, muy diferente del de su esposa, que destilaba emoción.

—Entonces, ¿podría ordenar a uno de sus trabajadores que lo vigile?

Edna y Cedric se miraron de nuevo. Ella, que había recuperado la compostura ante la furia de su marido, en la que Phiri al parecer no había reparado, exigía en silencio que lo complaciera. Cedric se levantó, fue a la cocina, regresó al cabo de unos instantes y dijo:

—Le he indicado al cocinero que mande al jardinero a vigilar el coche; pero ¿no deberíamos hacer algo para repararlo?

—Excelente idea —repuso Phiri, que había terminado los huevos y estaba comiendo con evidente deleite unos dulces cubiertos de azúcar—. ¿Y cómo lo haremos?

Edna, al advertir que Cedric se estaba conteniendo para no espetar algo como «¿Y a mí qué más me da?», se apresuró a intervenir.

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