El sueño más dulce (59 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El sueño más dulce
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—Podrías comprobar si funciona la radio, Cedric.

—Ah, ¿así que tienen una radio? —preguntó Phiri.

—Las pilas están casi descargadas. Supongo que ya sabrá que es difícil conseguir pilas nuevas.

—Es verdad, pero ¿podría intentarlo?

Cedric no había mencionado la radio porque no quería malgastar la poca energía que le quedaba haciéndole un favor a Phiri.

—Lo intentaré, aunque no le prometo nada. —Volvió a marcharse.

—¿Qué son estos dulces deliciosos que estoy comiendo?

—Papaya escarchada.

—Tiene que darme la receta. Le diré a mi esposa que la prepare.

—Es probable que ya la tenga. La dieron por la radio, en
Saque todo el partido a nuestros productos.

—Me extraña que escuche un programa dedicado a las negras pobres.

—Esta blanca pobre escucha todos los programas femeninos, y si su esposa considera que éste no es digno de sus oídos, no sabe lo que se pierde.

—Pobre... —Phiri rió con ganas, sinceramente, y cuando cayó en la cuenta de que acababan de soltarle una grosería, añadió con acritud—: Eso sí que es un buen chiste.

—Me alegro de que le guste.

—Vale —dijo Phiri, lo que significaba: «Ya es suficiente.»

Sin embargo, Edna prosiguió:

—Es un programa muy bueno. He aprendido mucho escuchándolo. Todo lo que ve en esta mesa se produce en la granja.

Phiri se tomó su tiempo para observar los platos, pero se resistió a reconocer que algunos le resultaban extraños: paté de pescado, paté de hígado, pescado al curry...

—Las mermeladas, por supuesto. ¿Me permite probar ésta? —Levantó un frasco—. Rosa de Jamaica..., rosa de Jamaica..., pero si es una planta silvestre que crece en todas partes, ¿no?

—¿Y qué? Sirve para hacer una mermelada estupenda.

Phiri dejó el frasco sin degustar su contenido.

—He oído que las monjas de la misión se niegan a comer los maravillosos melocotones que crecen en su jardín —dijo—; sólo comen melocotones de lata, porque no quieren que las tomen por seres primitivos. —Rió con desprecio y añadió—: Su marido ha comprado la granja aledaña a ésta, ¿verdad?

—Estaba en venta. Ustedes no la quisieron cuando se la ofrecieron. Le aseguro que lo hizo en contra de mi voluntad.

Volvieron a mirarse, pero esta vez de verdad, hasta el momento los ojos de ambos no habían expresado más que el esfuerzo por causar una buena impresión en el otro.

A Phiri no le caía bien aquella mujer. En primer lugar, por principios: era la esposa de un agricultor blanco, la clase de fémina que, estaba convencido, había tomado las armas durante la guerra de liberación para defender las casas, los caminos y los depósitos de municiones: en esa zona se habían librado batallas encarnizadas. Sí, la imaginaba en traje de campaña y con un fusil en la mano. Por otro lado, a él la guerra ni siquiera lo había rozado, pues en aquel entonces era un niño que vivía protegido en Senga.

Edna detestaba a esos funcionarios negros a quienes llamaba «pequeños Hitleres», y le encantaba repetir todas las barbaridades que oía acerca de ellos. Trataban a sus criados como si fuesen basura, mucho peor que cualquier blanco, hasta el punto de que los negros preferían trabajar para éstos. Abusaban de su poder, aceptaban sobornos y formaban una panda de incompetentes, lo que constituía su principal pecado. Y ese individuo en particular le había caído mal desde el principio.

La tensa y acartonada mujer blanca y el robusto y seguro de sí mismo hombre negro se observaron y dejaron que sus ojos hablasen por ellos.

—Vale —dijo Phiri por fin.

Por suerte Cedric llegó en ese momento.

—Conseguí transmitir un mensaje justo antes de que ese trasto se parara. Mandizi vendrá a recogerlo. Aunque ha dicho que no se encuentra bien.

—Estoy seguro de que el señor Mandizi se dará toda la prisa posible, pero de todos modos tenemos tiempo para ver esa represa.

Los dos hombres se encaminaron hacia la camioneta, que estaba aparcada debajo de un árbol, sin mirar siquiera a Edna, quien esbozó una sonrisa que más parecía una mueca de amargura.

Cedric condujo a toda velocidad por los accidentados caminos de la granja, a través de campos, suaves colinas y parcelas de monte. Phiri, que prácticamente no salía de Senga, no sabía cómo interpretar lo que veía, tal como le había ocurrido a Rose.

—¿De qué son esos cultivos?

—De tabaco. Es lo que mantiene la economía de su país.

—Conque ése es el famoso tabaco, ¿eh?

—¿Me está diciendo que nunca había visto plantas de tabaco?

—Cuando salgo de Senga para inspeccionar una escuela, siempre tengo mucha prisa; soy un hombre muy ocupado. Por eso me alegro de esta oportunidad de ver una hacienda de verdad, y con un granjero blanco.

—Algunos agricultores negros cultivan buen tabaco, ¿no lo sabía?

Phiri no respondió, pues a la vuelta de una colina apareció ante ellos un yermo de tierra amarilla, con montículos, surcos y una excavadora que trabajaba, manteniendo un precario equilibrio sobre cuestas y declives.

—Hemos llegado —anunció Cedric, que se apeó de un salto y echó a andar sin fijarse en si el inspector lo seguía.

Un negro, el compañero del que manejaba la excavadora, se acercó a Cedric y los dos estudiaron una especie de mapa, junto al borde de un foso excavado en la densa tierra amarilla. Phiri avanzó con cautela entre los montículos, procurando no ensuciarse los zapatos. El polvo flotaba en el aire. Su mejor traje ya estaba sucio.

—Bueno, esto es lo que hay —comentó Cedric al regresar a su lado.

—Pero ¿dónde está la represa?

—Ahí. —Cedric se la señaló.

—¿Y qué tamaño tendrá cuando esté terminada?

—Desde allí hasta allí... Desde el límite de aquella arboleda hasta esa colina, y desde ahí hasta donde estamos nosotros.

—Entonces será una represa grande, ¿no?

—No será la de Kariba.

—Vale —murmuró Phiri, decepcionado. Había esperado ver un lago de bonitas aguas pardas, con vacas metidas hasta el vientre, y rodeado de espinos coronados con nidos colgantes de pájaros tejedores. Si bien no recordaba haber visto una escena parecida, ésa era la imagen que el término «represa» evocaba en su mente—. ¿Cuándo estará llena?

—¿No podría usted conseguir que llueva a cántaros? Es la tercera temporada en que sólo caen unas gotas.

Phiri rió, pero se sentía como un colegial, y eso no le gustaba. Era incapaz de imaginar una masa de agua debajo de esas colinas.

—Si no quiere que se le escape Mandizi, deberíamos volver —sugirió Cedric.

—Vale. —Esta vez Phiri empleó el término en su acepción original: «Sí, de acuerdo.»

—Ahora lo llevaré por otro camino —le informó Cedric. Aunque no le convenía impresionar a ese hombre que quería robarle la granja, deseaba manifestar su orgullo por lo que había hecho con el monte.

A un kilómetro y medio de la casa, una manada de vacas comía mazorcas de maíz secas. Phiri sólo vio reses, mombies, y lo asaltó el ansia de poseerlas. Sus ojos, llenos de admiración por esos animales, no se percataron de que tenían problemas.

—Me veo obligado a matar a los terneros en cuanto nacen —explicó Cedric con aspereza.

—Pero, pero... —balbuceó Phiri, horrorizado—. Sí, he leído algo en el periódico..., pero eso es terrible. —Advirtió que había lágrimas en las mejillas del blanco—. Terrible —repitió con un suspiro, y tuvo la delicadeza de apartar la vista de Cedric. Empezaba a caerle simpático, pero no sabía qué actitud tomar si el hombre blanco se desmoronaba y se echaba a llorar—. Matar terneros... Pero ¿no hay nada..., nada...?

—Sus madres no tienen leche —señaló Cedric—, y cuando una vaca está tan flaca como ésas, pare terneros de mala calidad.

Ya estaban junto a la casa.

Acababa de llegar Mandizi, aunque al verlo Cedric pensó que había enviado a otra persona: su tamaño había quedado reducido a la mitad.

—Ha adelgazado mucho —dijo.

—Sí, así es.

Había dejado al mecánico junto al Mercedes y abrió la portezuela trasera de su coche.

—Suba, por favor —le dijo a Phiri y luego, dirigiéndose a Cedric en tono formal, añadió—: Debería mandar arreglar la radio. Casi no le oía.

—Ya me gustaría hacerlo —repuso Cedric.

—Y ahora, a la escuela —ordenó Phiri, desanimado a causa de los terneros.

No abrió la boca hasta llegar a la misión.

—Ésta es la casa del cura —le informó Mandizi.

—Pero yo quiero ver al director.

—No hay ningún director. Me temo que está en la cárcel.

—¿Y por qué no han mandado un sustituto?

—Lo hemos pedido, pero, como puede comprobar, éste no es un destino agradable. Prefieren trabajar en la ciudad, o lo más cerca posible de ella.

La ira devolvió la vitalidad a Phiri, que caminó a paso vivo hacia la casa, seguido de su subordinado. No había nadie a la vista. Dio un par de palmadas y apareció Rebecca.

—Avísale al cura que he llegado.

—El padre McGuire está en la escuela. Si sube por ese sendero, lo encontrará.

—¿Y por qué no vas tú?

—Tengo algo en el horno. Y el padre McGuire lo espera allí.

—¿Qué hace allí?

—Enseña a los niños mayores. Creo que da muchas clases porque el director no está. —Rebecca se volvió para regresar a la cocina.

—¿Adonde vas? No te he dado permiso para marcharte.

Rebecca hizo una ampulosa y lenta reverencia, juntó las manos y agachó la cabeza.

Phiri la fulminó con la mirada y rehuyó los ojos de Mandizi, consciente de que estaban tomándole el pelo.

—Muy bien, ya puedes irte.

—Vale —dijo Rebecca.

Los dos hombres echaron a andar por el polvoriento sendero, bajo un sol que caía de plano sobre su cabeza y sus hombros.

Desde las ocho de la mañana las aulas eran un pandemónium donde los niños aguardaban al gran hombre rebosantes de expectación. Los maestros, que al fin y al cabo no eran mucho mayores que ellos, también estaban eufóricos. Sin embargo, no llegaba ningún coche; sólo se oían los arrullos de las palomas y el canto de las cigarras en la arboleda cercana al depósito del agua, que estaba vacío. Hacía semanas que todos los niños tenían sed, y algunos también hambre, y no habían comido más que lo que el padre McGuire había repartido para desayunar: unos trozos del pesado pan hecho con harina blanca y leche en polvo. Dieron las nueve, luego las diez. Reanudadas las clases, el estruendo de varios centenares de voces coreando las inevitables repeticiones, ya que no había libros ni cuadernos, podía oírse a más de quinientos metros a la redonda, y no cesó hasta que aparecieron Phiri y Mandizi, acalorados y sudorosos.

—¿Qué es esto? ¿Dónde está el profesor?

—Aquí—respondió humildemente un joven, sonriendo con expresión de angustia y aprensión.

—¿Y qué clase es ésta? ¿A qué viene tanto barullo? No recuerdo que el programa comprendiese lecciones orales. ¿Dónde están los cuadernos?

Cincuenta niños exaltados respondieron al unísono:

—Camarada inspector, camarada inspector, no tenemos cuadernos ni libros; por favor, denos cuadernos. Y lápices, sí, lápices, no se olvide de nosotros, camarada inspector.

—¿Y por qué no tienen cuadernos? —preguntó Phiri a Mandizi en tono autoritario.

—Enviamos los formularios de solicitud, pero no nos mandan ni cuadernos ni libros. —Aunque llevaban tres años en esa situación, no se atrevió a decírselo delante de los niños y el maestro.

—Si se han retrasado, llame a Senga y métales prisa.

No le dejó alternativa.

—Hace tres años que la escuela recibió la última remesa de libros y cuadernos.

Phiri miró a Mandizi, al joven maestro y a los niños.

—Camarada inspector, señor —dijo el maestro—, nosotros hacemos todo lo que podemos, pero es difícil trabajar sin libros.

El camarada inspector se sintió atrapado. Sabía que en algunas escuelas —bueno, sólo en unas pocas— escaseaban los libros. Lo cierto era que rara vez salía de las ciudades, pues se aseguraba de que le tocase inspeccionar las escuelas urbanas. Aunque en éstas también había carencias, no resultaba tan terrible que hubiese un manual cada cuatro o cinco niños, que éstos tuvieran que escribir en papel de embalar, ¿no? Sin embargo, allí no había un solo libro. Alcanzó el punto de ebullición y estalló.

—Y fíjese en ese suelo. ¿Cuándo fue la última vez que barrieron?

—Hay muchísimo polvo —se justificó el maestro en voz baja, avergonzado—. El polvo...

—Hable más alto.

Los niños intervinieron:

—En cuanto terminamos de barrer, todo vuelve a llenarse de polvo.

—Poneos de pie para hablar conmigo —los increpó Phiri.

El joven maestro no les había indicado que se levantaran porque los funcionarios habían irrumpido sin anunciarse, pero en ese momento se oyeron chirridos de pupitres y pies.

—¿Cómo es posible que estos niños no sepan recibir a un representante del Gobierno?

—Buenos días, camarada inspector —retumbó el ensayado saludo de los niños, todos sonrientes y entusiasmados por esa visita de la que esperaban conseguir libros, lápices y, quizás, un director.

—Ocúpese del suelo —ordenó Phiri al maestro, que sonreía como un mendigo despreciado.

—Señor Phiri, camarada inspector, señor... —El maestro fue detrás de los funcionarios, que se dirigían al aula contigua.

—¿Qué ocurre?

—Si usted pudiera pedir al departamento que nos enviaran los libros... —Corría al lado de ellos, como un mensajero tratando de transmitir un mensaje urgente, y ya sin pizca de dignidad, con las manos unidas y sollozando—. Camarada inspector, cuesta tanto enseñar cuando uno no tiene...

Pero los funcionarios habían entrado en el aula, donde casi de inmediato resonaron los furiosos gritos e imprecaciones de Phiri. Al cabo de un minuto salió de allí y entró en la clase contigua, para descargar otra andanada de alaridos. El maestro de la primera aula, que había estado escuchando mientras intentaba recuperar la compostura, hizo de tripas corazón y regresó con sus alumnos, que lo aguardaban esperanzados. Cincuenta pares de brillantes ojos se posaron en él: «Por favor, denos una buena noticia.»

—Vale —dijo, la alegría se borró de todos los rostros.

El maestro hacía visibles esfuerzos por contener el llanto. Se oyeron comprensivos chasquidos de lengua y murmullos de: «Qué vergüenza.»

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