—No. Soy un juez de instrucción con experiencia y soy capaz de verlo yo solo. Pero, Anastasia, hazme el favor, dejemos que esto quede entre nosotros. No te prometo que me anime a hablar con Lártsev pero si alguien tiene que hacerlo, más vale que sea yo. No le digas nada a Gordéyev, ¿quieres? Tenía que haberles interrogado a todos yo mismo, nada más ver estos condenados protocolos, pero confié en Volodka; que le zurzan, maldita sea. Pensé que no sería posible que se le hubiese escapado algo importante. ¿Tienes alguna idea de cuántas causas tengo abiertas en este momento? Veintisiete. ¡Cómo iba a poder interrogar a toda esa gente por segunda vez!
En pocos instantes, Olshanski pareció haber envejecido. Su deslumbrante sonrisa se había apagado y la desesperación le empañó la voz.
—¿A qué venía entonces oponerse a la segunda ronda de interrogatorios que le propuse? —preguntó Nastia en voz baja—. Se daba cuenta de que yo tenía la razón. ¿Quería salvaguardar la reputación de Lártsev?
—¿Y tú qué habrías hecho en mi lugar? ¿No querrías proteger el buen nombre de un amigo? Que los funcionarios de las fuerzas del orden público se rijan sólo por los intereses de la causa sólo ocurre en las películas. Somos humanos, cada cual tiene sus problemas, una familia, padece enfermedades y, por cierto, incluso se deja llevar por los sentimientos. Por el amor, entre otras cosas. ¿Sabes una cosa? Buscarse problemas es mucho más fácil que resolverlos. Bien, pues, Anastasia, hagamos las paces y pongámonos a trabajar. ¿Quién llevará a cabo los interrogatorios?
—Chernyshov, Morózov y yo. Tal vez también Misha Dotsenko.
—¿Morózov? ¿Quién es?
—Trabaja en la comisaría Perovo, es el distrito del domicilio de Yeriómina. Colabora con nosotros.
—Morózov, Morózov… —musitó el juez pensativo—. Este nombre me suena… Espera un momento, ¿cómo se llama? ¿No es Yevgueni, por casualidad?
—Sí, Yevgueni.
—¿Un fortachón con la cara coloradota y la nariz un poco así, como aguileña?
—Ese mismo. ¿Le conoce?
—No es que le conozca mucho pero alguna vez he tratado con él. Te las hará pasar moradas.
—¿Por qué?
—Es un borrachín y un gandul como pocos. Y al mismo tiempo un creído. Piensa que es el único que se mata trabajando y que nosotros aquí no damos ni golpe. Aunque todo esto es puro mal genio, en realidad no es nada tonto y sabe lo que hace… cuando hace algo, claro está. Lo normal es que se las ingenie para escurrir el bulto.
—Ya me las apañaré, Konstantín Mijáilovich, no tengo mucha elección. Usted mismo acaba de decirlo, esto no es una película sino la vida pura y dura. ¿Dónde voy a encontrar veinte inspectores espabilados, que hagan en una escapada lo que se les ordene, que recaben en un solo día cuanta información sea precisa y se la traigan por la noche al investigador para que pueda formarse una opinión lo más completa posible? Esas cosas no ocurren, usted lo sabe mejor que nadie. Nosotros vamos recogiendo migajitas, granito a granito, vamos a paso de tortuga, avanzamos poquito a poco. Pero yo me dedico únicamente a este asesinato, no llevo otros casos. Mire la de expedientes que tienen que investigar otros, todos al mismo tiempo. Así que hasta el gandul de Morózov me será de ayuda. No me meta miedo.
—Pero si sólo te lo decía porque ha salido en la conversación…
Al salir de la Fiscalía de Moscú, Nastia se encaminó hacia el metro. Le había producido un gran alivio el poder discutir con Olshanski sobre Lártsev y así reducir la creciente tirantez de sus relaciones con el juez de instrucción. Pero a pesar de esto sentía tristeza. No habría podido decir quién le inspiraba más lástima en esos momentos: Lártsev, Olshanski o ella misma.
Entre las suaves tinieblas del bar, tres hombres mantenían una charla tranquila. Uno bebía agua mineral; los otros dos, café con algún licor. El más joven había rebasado la cuarentena, el mayor tenía sesenta y tres años cumplidos; los tres parecían gente respetable y su porte rezumaba dignidad. Ninguno fumaba, cuidaban su salud, y ninguno elevaba la voz.
—¿Qué hay de lo nuestro? —preguntó el de la edad intermedia de los tres, un hombre corpulento de facciones distinguidas que lucía un caro traje inglés.
—Dispongo de datos merecedores de toda confianza, según los cuales nuestro hombre tomará parte en la investigación del caso. De manera que no tienen por qué preocuparse, no se producirán nuevos fallos —le contestó el hombre mayor, bajito, de cara surcada por arrugas y ojos claros y penetrantes.
Por supuesto, tenía nombre y apellido, pero por alguna razón sus comensales nunca hacían uso de ellos, optando por llamarle simplemente Arsén.
—Confío en usted —intervino en la conversación el más joven de los presentes, fornido, feo, con los dientes superiores protegidos por fundas de hierro—. No me gustaría perder gente, tengo un equipo de primera.
—¿Qué te crees que eres para tu famoso equipo, su padrino Chernomor
[3]
? —se regodeó Arsén—. No temas, tío Kolia, a tus chicos nadie les tocará un pelo mientras se porten bien.
El hombre de dientes de hierro sonrió. Tenía una sonrisa peculiar, que traía al recuerdo las barras de labios de tinte por contacto: la barra podía ser de color amarillo limón o de un verde ponzoñoso pero, una vez aplicada, producía un tono frambuesa o un delicado lila. Daba la impresión de que el tío Kolia adosaba a su cara la sonrisa de alguien valiente y seguro de sí mismo pero, al adherirse a sus labios, esa sonrisa transparentaba desconfianza y suspicacia.
—Esto aparte —dijo el hombre del traje inglés, que se empeñaba en meter baza—, ¿cuál es la situación de nuestro asunto?
—La cosa está prácticamente parada, así que no se caliente más la cabeza —dijo Arsén torciendo el gesto desdeñoso—. La niña, por más que revuelva, no avanza ni un palmo; por cada paso que da hacia adelante tiene que dar otros dos atrás. Que siga currándose el folio, para eso le pagan, se ponga como se ponga, está a años luz de la verdad.
—¿Y si se acerca?
—Para eso tenemos a nuestro hombre pegadito a su vera, para que la controle. En cuanto se meta donde no la llaman, le pararán los pies y se nos avisará sin mayor dilación. Ha pasado casi un mes y no ha sucedido nada grave. Tenemos que aguantar hasta el 3 de enero. Si antes del 3 de enero no encuentran nada a lo que agarrarse, el caso quedará parado, le darán carpetazo al asunto y entonces seguro que ya nadie hará nada más. Tienen trabajo para dar y tomar. No pueden permitirse ocuparse de casos cerrados.
—¿Habrá necesidad de que intervengan mis chicos? —preguntó el hombre conocido como tío Kolia.
—Cuando la haya, te avisaré. De momento, que se queden quietecitos. No sea que les pille la policía, Dios no lo quiera. Sobre todo, ese… cómo se llama… el que conduce tan de prisa.
—¿Slávik?
—Ese mismo. Dile que deje el coche en el garaje y que coja el metro. Si no, en el momento menos pensado algún guardia le parará, a ese mamón puñetero.
—Me haré cargo —asintió con la cabeza el tío Kolia—. ¿Algo más?
—Nada más. Cuando te necesite, te lo haré saber, ten por seguro que no me cortaré en molestarte.
Arsén echó un vistazo al reloj y se puso en pie. Siguiendo su ejemplo, sus acompañantes se levantaron de la mesa. Sin prisas, los tres se encaminaron hacia la salida. El más joven, el tío Kolia, subió en un Zhigulí de aspecto corriente, el «traje inglés» se marchó al volante de un Volga beige y el hombre mayor y enjuto de carnes, Arsén, se dirigió, tiritando de frío debajo de su gabardina, a la parada de trolebús.
¿Qué es lo que retiene a una persona al lado de otra? ¿Qué las obliga a estar juntas? ¿Una atracción irresistible? ¿O la simple comodidad?
Después de escuchar el relato de Andrei Chernyshov sobre su charla con Olga Kolobova, de soltera Agápova, Nastia se quedó con la duda de si los nuevos hechos hablaban a favor de Borís Kartashov o si representaban un cargo en su contra.
Cuando pintaban aquel piso de los vecinos de Kartashov, Lola Agápova trabajaba con Vica Yeriómina. Borís conoció a las dos muchachas al mismo tiempo y, tras llegar a la conclusión de que la guapísima Vica ya estaría, con toda seguridad, «pillada» por alguno, dedicó toda su atención a Lólechka, que sólo era bonita. Era más sencilla, modesta y algo así como hogareña. En los primeros días, Borís consideró incluso la idea de casarse con esa niña criada en un orfanato, simpática, hacendosa y libre de las cargas que supone una parentela. Lola no tomaba alcohol, no fumaba y tenía todas las probabilidades de darle un niño sano y bonito. Pero muy pronto esa situación banal del braguetazo a la inversa se transformó en otra, más banal aún, de triángulo amoroso: Vica, joven lanzada y segura de sí misma, tomó cartas en el asunto. No le costó el menor esfuerzo meterse en la cama del artista poco menos que delante de su amiga. Borís se dejó llevar por una pasión verdadera, mientras que Lólechka, silenciosa, se apartó con resignación, acostumbrada como estaba a ceder el protagonismo a su amiga más aventajada. Todo cuanto Kartashov había contado de los tés y las comidas guisadas para un hombre era verdad, pero no la verdad completa.
Pasado algún tiempo, Lola Agápova decidió casarse con Vasia Kolobov, y las relaciones entre los tres —ella, Vica y Borís— fueron envenenadas por la creciente tensión. Vica, guapa y afortunada en tantas cosas, estaba que echaba humo de la rabia que le daba el hecho de que Lolka, la que durante tantísimos años, desde el mismo orfanato, había sido su «segunda», hubiese encontrado marido antes que ella. Lola sufría en silencio su amor por Borís y se daba perfecta cuenta de que se casaba sólo por casarse. Borís, por su parte, se reprochaba su propia necedad y su debilidad, maldecía el día en que dejó que sus instintos más primarios obnubilaran su raciocinio e intentaba reunir valor para convencer a Lola de que debía romper su compromiso a toda costa, porque saltaba a la vista que no quería a su novio y porque comprendía que su decisión no se debía sólo a la imposibilidad de casarse con él, Borís, sino también al anhelo tonto e infantil de ganarle a la guapísima Vica al menos una partida en su vida. Una semana antes de la boda, Lola fue a ver a Kartashov y le dijo:
—Boria, me debes un regalo de boda…
Y él le dio a su antigua amante ese regalo de boda que le reclamaba: una semana entera llena de hechizo y pasión.
—Lo que me gustaría que Vica se enterase de esto —decía Lola con aire de ensueño desperezándose en la cama—. Que le doliese tanto como a mí me dolió aquel día en que os encontré juntos sobre este mismo sofá.
—No digas tonterías —respondía Borís desentendiéndose del asunto con un meneo de la mano, sintiendo cómo se le helaban las entrañas.
No era un hombre valiente, y la perspectiva de tener que darle explicaciones a Vica, vehemente y temperamental, no le hacía ninguna gracia.
A pesar de eso, ni en aquellos momentos dejó de intentar convencer a Lola para que se echase atrás y rompiese con Vasia Kolobov mientras aún estaba a tiempo.
—¿Y luego?, ¿te casarías conmigo? —le preguntó Lola un día—. Si dejas a Vica y te casas conmigo, mandaré a Vaska a paseo.
Estaba preparándose para ir al trabajo, de pie delante del espejo, ya completamente vestida, aplicando colorete en los pómulos.
—Te doy un día para reflexionar —sonrió la joven—. Cuando vuelva, me dirás sí o no. Si me dices que sí, te sales con la tuya y no habrá boda dentro de dos días. Si dices que no, no lo tomes a mal pero no quiero oír otra palabra contra Kolobov. ¿Lo has entendido, vida mía?
A medida que el fin de la jornada laboral se iba acercando, mayor era la certeza de Borís de que no tendría redaños para echar a Vica. Unas relaciones que se configuraban espontáneamente, solas, eran muy diferentes de las que uno debía forjar y ajustar a sus decisiones. ¿Qué iba a decirle a Vica? «¿He estado a gusto contigo durante un año pero ahora, de repente, ya no lo estoy?» Era un disparate. «Hace unos días todo estaba bien pero hoy me caso con tu amiga. Cuando me sedujiste, no opuse resistencia porque eres una chica muy guapa pero, al cabo de un año, he comprendido que eres la clásica “equivocación”, que no eres de las que forman familias y tienen hijos.» Chocante. Por otra parte, Lola se iba a casar, su vida iba a arreglarse, pero si Borís abandonaba a Vica, ¿qué sería de ella, dado lo impetuoso de su carácter? «No, digan lo que digan, sólo en las novelas eso resulta tan fácil: mandas a paseo a una, te enrollas con otra y en paz… En la vida, todo es mucho más complicado.»
Como resultado, Vica siguió con Borís y Lola dejó de apellidarse Agápova para convertirse en Kolobova. Kartashov sentía una especie de afecto por Vica, antojadiza e inconstante, la trataba como a una niña tonta a la que uno no podía quitar el ojo de encima y que, cuando abandonaba sus travesuras, era capaz de regalarle a uno momentos sorprendentemente felices de calor, generosidad y ternura. Borís se sentía incluso hasta cierto punto responsable de su amiga, vivía con el temor permanente de que se metiera en algún lío y los ojos se le llenaban de lágrimas cada vez que escuchaba por teléfono su voz, destemplada por los efectos del alcohol: «Bórechka, cariño, no te preocupes de nada, estoy bien.»
Cuanto más empeoraban las relaciones entre Lola y su marido, más se consolidaba la amistad que unía a las dos mujeres. Poco a poco, Vica se fue olvidando de su enfado al convencerse de que no tenía nada que envidiar a su amiga.
Lola, a su vez, estaba contenta porque Borís, aunque no se había atrevido a casarse con ella, tampoco quería formalizar su unión con Vica. De tarde en tarde, cuando la juerga de turno de Vica se prolongaba, Borís, sin el menor escrúpulo, llamaba a Lola y justificaba su conducta ante sí mismo pensando que ambos eran víctimas de una traición: a Lola la había traicionado su marido y a él Vica. Así estaban las cosas hasta el mes de octubre, cuando Vica desapareció…
—Mira qué panorama tenemos. Kolobova está dispuesta a dejar a su marido por Kartashov pero Kartashov no sabe cómo quitarse de encima a Vica Yeriómina, le falta valor. La muerte de Vica lo resuelve todo, ¿no te parece?
Nastia se acomodó en el banco y sacó un cigarrillo. Andrei Chernyshov desprendió la correa del collar del perro, le dijo con severidad: «No te vayas lejos», y se volvió hacia su compañera.
—¿Crees que Kolobova tiene algo que ver con el asesinato de Yeriómina?
—Kolobova, o Kartashov, o ambos juntos. Se han inventado la estremecedora historia del trastorno psíquico de Vica para explicar su desaparición. ¿Qué? Como hipótesis puede servir. Además, lo que Kolobova declaró acerca de su conversación con Vica el viernes 22 de octubre por la noche puede ser otro camelo. No hay forma de comprobarlo, el marido de Kolobova no se encontraba en casa a aquella hora. Lo único que no queda claro es dónde se metió Yeriómina durante una semana entera. Desde el 23 hasta el 30 de octubre nadie la vio y, según el forense, la mataron el 31 de octubre o el 1 de noviembre. Tenemos que comprobar de la forma más escrupulosa posible dónde andaban durante aquella semana Kartashov y Kolobova. Cada paso suyo, cada minuto, literalmente.