Kolia Seluyánov, uno de los detectives con más experiencia de todo el departamento, guasón, parlanchín, aficionado a gastar bromas, a veces pesadas. Pero era capaz de cambiar de registro en un santiamén, ponerse serio, acudir a toda prisa en ayuda del compañero, costase lo que costase. Kolia estaba divorciado; la mujer, que no había aguantado su difícil carácter combinado con una jornada laboral no restringida por horario alguno, se llevó a los niños y, acompañada de un nuevo marido, se marchó a Vorónezh. Nastia sabía que, a veces, Kolia mentía a los jefes, fingía trabajar fuera de las oficinas y cogía el avión y se iba a Vorónezh para pasar unas horas al lado de los niños y regresar la misma noche a Moscú. Después de cada viaje de éstos agarraba una melopea de campeonato, y durante los dos o tres días siguientes se le veía mustio y deprimido. ¿Era él? ¿Obedecían esos viajes a la necesidad de cumplir ciertas misiones secretas o al deseo irresistible de ver a los hijos?
Igor Lesnikov, hombre reconocidamente guapo, que tenía encandiladas a todas las jóvenes de Petrovka, 38. A diferencia de Seluyánov, de risa fácil y abierto a cualquier posibilidad, Igor no sonreía apenas, era reservado, se lo tomaba todo en serio y se mantenía aparte. Nastia lo ignoraba todo sobre su vida familiar excepto que estaba casado en segundas nupcias y había sido padre recientemente. ¿Sería él el topo? Su punto débil era su ambición, su deseo de ascender en el escalafón…
La voz del jefe interrumpió sus penosas cavilaciones.
—Kaménskaya, te estoy hablando a ti. Despierta.
—Le escucho, Víctor Alexéyevich —dijo Nastia sobresaltada.
—El estudiante que viene a hacer prácticas, Mescherínov, trabajará contigo, serás su instructora. A partir de hoy lo tienes a tu disposición.
Desde el rincón opuesto de la sala, el estudiante de la academia moscovita Mescherínov, rubio y ancho de hombros, sonreía a Nastia.
Al término de la reunión, Nastia llevó a Mescherínov a su despacho.
—Esta mesa está libre, Oleg, póngase aquí, será su sitio de trabajo durante el próximo mes. Puede llamarme Nastia a secas.
—¿Cómo va a enseñarme? ¿Igual que en la academia?
Nastia vaciló y se encogió de hombros.
—No tengo una idea muy clara sobre cómo enseñan en su academia. No descarto que mi método no le guste. En ese caso podrá pedir que le asignen a algún otro instructor. Para empezar, vamos a ver si sabe pensar de forma binaria.
—¿Cómo es eso? —preguntó el estudiante frunciendo el entrecejo.
—Yo escojo una palabra. Pongamos por caso, el nombre de un actor y director de cine de fama mundial. Su tarea consiste en adivinar de quién se trata. Tiene derecho a hacerme toda clase de preguntas pero con una condición: las preguntas deben representar una alternativa que abarque todas las variantes posibles, de tal modo que me impidan responderle «ni una cosa ni la otra». Por ejemplo, puede empezar con la pregunta: «¿Es hombre o mujer?» Aquí no hay una tercera variante. ¿Ha captado la idea general?
—Creo que sí.
—Entonces, adelante.
—¿Es hombre o mujer?
—Hombre.
—¿Empieza su nombre con una vocal o con una consonante?
—Muy bien —aprobó Nastia—. Con una consonante.
Pero su alabanza había sido prematura. Mescherínov se quedó pensando la tercera pregunta un largo rato. Nastia no quiso meterle prisas y en silencio se puso a ordenar los numerosos mensajes y notas esparcidas sobre su mesa.
—No se me ocurre nada más —dijo por fin el estudiante.
—Piense —contestó Nastia sin levantar la vista.
—Es que no entiendo para qué tengo que hacerlo. Esto es una memez. Creía que me iba a explicar las situaciones operativas o que me asignaría una misión…
—Se la asignaré. Quizá. Pero antes necesito comprobar que sabe pensar. No es preciso que sea rápido, yo misma pienso despacio. Aquí tiene su primera lección: cuando esté trabajando, no podrá aceptar las tareas que le hacen gracia y negarse a realizar aquellas que no le gustan. Tiene que estar preparado a resolver cualquier problema lógico que se le plantee en el curso de una investigación. Nadie va a hacerlo por usted. Si cree que el trabajo de un detective se reduce a emboscadas y detenciones, tengo que decepcionarle. Todo esto ocurre mucho más tarde, cuando el caso está a punto de ser cerrado. Pero si tiene delante el cadáver de un hombre asesinado no se sabe por quién ni por qué, no le queda otro remedio que ponerse a pensar detenidamente en quién y por qué pudo haberle matado y cómo podría averiguarlo y comprobarlo. De manera que hágame el favor de seguir inventando preguntas hasta que resuelva el problema, eso le ayudará a entrenar la mente y, al mismo tiempo, la paciencia y el aguante.
El estudiante, ceñudo, se volvió hacia la ventana. Misha Dotsenko entornó la puerta con una taza humeante en las manos:
—Anastasia Pávlovna, ¿me permite que me siente aquí un ratito? Lesnikov tiene una visita, quieren hablar a solas, justo cuando acababa de prepararme el té…
—Pase, Míshenka.
Misha era el único detective del departamento al que Nastia trataba de usted. No era porque tuviese al teniente primero Dotsenko en especial estima. Lo que ocurría era que el propio Mijaíl idolatraba a Nastia, la creía poseedora de una inteligencia superior y no abreviaba su nombre ni evitaba el patronímico. Kolia Seluyánov a veces bromeaba diciendo que el joven teniente primero estaba secretamente enamorado de la adusta y fría Kaménskaya. Por supuesto, no se trataba de eso pero, a pesar de todo, no podía corresponder a «Anastasia Pávlovna» si no era tratando a Misha de usted, con el fin de preservar el equilibrio y no parecer una maestra hablando a un alumno.
Con un movimiento rápido quitó de la mesa sus apuntes, recordando las instrucciones de Gordéyev y su categórica exigencia de no discutir el asesinato de Yeriómina con nadie del departamento. Charló apaciblemente con su compañero de naderías, se le lamentó de lo viejas y agujereadas que estaban sus botas y de que, si se pusiera las nuevas, estarían para tirarlas dentro de nada, dada la cantidad de agua y barro que había estos días en la calle, se acordó con nostalgia de los tiempos en que las tiendas vendían botines de goma de colores y que le habrían venido de perlas; en una palabra, le «dio el mitin» a Dotsenko con tal de evitar una conversación sobre asuntos de trabajo.
Al cabo de un rato, Misha se marchó y el estudiante siguió callado, sin conseguir formular la tercera pregunta. Al final, se volvió hacia Nastia y dijo:
—¿Ese actor ha nacido en el hemisferio occidental u oriental?
«Bendito seas, ya hemos adelantado algo —pensó aliviada Nastia, que ya empezaba a poner en duda lo acertado de su elección—, ahora la cosa irá más de prisa.»
Cierto, la cosa fue más de prisa, y una hora y media de esfuerzos tormentosos más tarde, Oleg Mescherínov daba con el nombre de Charles Spencer Chaplin.
—Pasemos al segundo nivel de complejidad. Coja el papel y el bolígrafo y tome nota…
Nastia le dictó la descripción de una situación corriente de descubrimiento de cadáver en un lugar público.
—Utilice el principio binario para redactar una lista completa de hipótesis. Puede empezar con la alternativa «el asesino conocía a la víctima o no la conocía». La hipótesis «no la conocía» se subdivide en las siguientes: «el asesino mató por casualidad o cumplía un encargo», etcétera. ¿Está claro? Como resultado obtendrá un esquema donde cada cuadradito se divide en otros dos, excepto los finales. Este ejercicio lo hará en su casa. Ahora iremos a buscar y a interrogar a estas personas.
Nastia se metió en el bolso una larga lista de amigos y conocidos de Borís Kartashov, con sus señas y lugares de trabajo. Varios nombres llevaban una marca al lado, lo que significaba que ya habían sido interrogados. Aun así, con los que quedaban tendrían mucho trabajo…
Vasili Kolobov, bajito, flaco, bonito de cara y con ojos astutos, contestaba a las preguntas de mala gana.
—¿Qué clase de relaciones tenía su mujer Olga con Victoria Yeriómina y el amigo de ésta, Borís Kartashov?
—Qué clase, qué clase… —masculló el hombre—. Unas relaciones normales. A veces, Olga y Vica se tiraban de los pelos pero creo que se llevaba bien con Borka.
—¿Por qué motivo reñían Olga y Vica?
—¿Y quién las entiende? Mujeres…
—¿Le dijo Olga que Vica estaba enferma?
—Sí.
—Procure recordar con tanto detalle como pueda qué le contó.
—¿Que qué me contó? Pero si ya ha pasado tanto tiempo que no sé si me acordaré de los detalles. Algo de no sé qué sueños que le habían aflojado una tuerca… No sé, no me acuerdo.
—Trate de recordar cuándo fue la última vez que vio a Yeriómina o habló con ella.
—No me acuerdo. Hace mucho. Hacía calor todavía, así que debió de ser en setiembre o a principios de octubre.
—¿Por qué recuerda que hacía calor?
—Lucía un modelito fenomenal. Había venido a ver a Lolka, yo justo iba a salir, nos tropezamos en el recibidor. Vica no llevaba abrigo, iba en mangas de camisa, de modo que hacía calor.
—¿Podría ser que alguien la hubiera acompañado en coche y que por eso no llevase abrigo?
—Podría ser. —Kolobov soltó una risita por lo bajo—. Cualquier cosa podría ser con esa putilla.
—Ha llamado putilla a Yeriómina. ¿No aprobaba su conducta?
—¿Y a mí qué más me da? Mientras no me estorbara…
—¿Le estorbaba Yeriómina?
—¿Por qué lo dice?
—Explíqueme cuál era su actitud personal respecto a ella.
Siguieron nuevas risitas por lo bajo y nuevos encogimientos de hombros. No, evidentemente, Vasili Kolobov no era el testigo de su vida. Trabajaba como dependiente en un quiosco privado abierto las veinticuatro horas en la estación de ferrocarril de Savélovo, tenía la jornada de veinticuatro horas a la que seguían otras tantas de descanso.
—Dígame, ¿fue Vica alguna vez a verle en la estación?
Se vio claramente que la pregunta no fue en absoluto del agrado de Kolobov. La sonrisa se borró de su rostro, agachó la cabeza y dijo entre dientes:
—¿Para qué iba a ir?
—No le pregunto para qué iba a ir sino si en alguna ocasión vio a Victoria Yeriómina en la estación de Savélovo. Y si la vio, cuándo fue, con quién estaba, si se acercó a su quiosco y, si así fue, qué le dijo. ¿Le parece clara mi pregunta?
—No estuvo allí. No la vi por allí nunca.
—¿Y usted? ¿Había ido alguna vez a verla a su trabajo?
—¿Para qué? ¿Qué se me habría perdido allí? Ni tan siquiera sé dónde trabajaba.
Y así continuaron muchísimo tiempo, con «no sé, no me acuerdo, no fui, no vi…».
—¿Cuándo se enteró de que Yeriómina había desaparecido?
—Lolka me lo contó… creo que fue a finales de octubre. O algo así.
—¿Qué fue lo que le contó en concreto?
—Que Borka andaba buscando a Vica, que no había ido a trabajar y que tampoco estaba en casa.
—¿Se encontraba su mujer aquí por aquellas fechas? ¿No se había ido de viaje o a pasar unos días en casa de una amiga?
—Creo que no.
—¿Lo cree? ¿Suele estar al tanto de los desplazamientos de Olga?
—Normalmente no. Paso fuera de casa veinticuatro horas seguidas. Trabajo un día sí y otro no, de modo que…
—¿Y cuándo libra?
—Tampoco me quedo aquí sentado. Y no vigilo a Olga. Lo importante es que tenga la casa limpia y la comida preparada. Todo lo demás no es asunto mío.
—Pero si es su mujer. ¿Acaso le trae sin cuidado dónde anda y qué hace?
—¿Como que sin cuidado?
—Creo que es lo que acaba de decir.
—Pues no creo que le haya dicho nada de eso.
—En cuanto a usted mismo, ¿salió de la ciudad a finales de octubre?
—No.
—¿Estaba trabajando a días alternos todo aquel tiempo?
—Todo el tiempo.
—Tenemos que dar una vuelta por la estación y hablar sobre ese Kolobov con los comerciantes —dijo Nastia pensativa—. Se puso muy nervioso cuando le pregunté sobre si había visto a Vica en la estación. Uno irá a la estación de Savélovo, el otro, a hablar con Olga Kolobova. Rapidito.
—¡Pero cuándo va a terminar esto! —gimoteó lastimeramente Kolobova, una rubia llenita monísima, de enormes ojazos grises, busto exuberante y piernas torneadas.
Para crear la ilusión de una cintura delgada y caderas esbeltas, vestía un pantalón tejano demasiado ceñido y un jersey demasiado holgado. Ni siquiera la presencia de los representantes de la Policía Criminal la llevó a molestarse en sacarse de la boca la goma de mascar, por lo que su hablar, ya de por sí lento, frenado por vocales larguísimas, parecía al mismo tiempo infantil y remilgado.
—Ya no sé cuántas veces me han interrogado.
—No la estoy interrogando. Estamos hablando, nada más. Dígame, Olga, ¿por qué ha dejado de trabajar y se ha quedado en casa?
—Vasia así lo quiso. No necesita una mujer sino una chacha. Pero por mi parte prefiero estar en casa que encalar paredes.
—¿Y no se aburre?
—Nooo, no me aburro. Todo lo contrario, me encanta. Nunca antes había tenido casa propia, al principio todo lo que veía era el orfanato, el internado, luego, la residencia. Ahora en cambio estoy todo el día limpiando, fregando suelos, pasando la bayeta, sacando brillo a la bañera. También cocino encantada.
—¿Para qué se esfuerza tanto si su marido trabaja las veinticuatro horas y cuando libra tampoco para en casa?
—Me esfuerzo para mí. Disfruto como una loca. No lo entenderá.
—Y guisar, ¿para quién guisa? ¿También para sí?
—También. Se acabó la bazofia del orfanato. Además, a Vasili le gusta traer gente a casa y nunca avisa, ni que lo hiciera aposta. Si no hay comida en casa, bronca al canto. Así que siempre estoy preparada para el combate.
—¿Nunca ocurre que traiga invitados y usted no esté en casa?
—Ocurre a menudo. Nadie me ha cosido a este piso, y como mi legítimo no acostumbra a decir cuándo volverá ni con quién…
—¿Y qué sucede entonces? ¿Otra bronca?
—Nooo. —La bolita del chicle peregrinó de un lado a otro asomando brevemente entre los dientes pequeños y desiguales—. Para él lo que cuenta es que la casa esté limpia y la nevera, a rebosar; es perfectamente capaz de calentar la comida él sólito. Cuando hay invitados, no me necesita para nada. Para él soy algo así como un mueble.
—¿Y no lo toma a mal?
—¿Por qué iba a tomármelo a mal si no me he casado por amor? Vaska quería una chacha y yo, un piso propio, con una cocina propia, con un baño propio. Cuando vivía en la residencia de la constructora no podía ni soñar con tener un día un chamizo propio.