—Puede hablarme en italiano —pronunció luchando con la timidez y muy pendiente de vocalizar bien—. Pero no muy de prisa.
El joven sonrió con comprensión y, sin ocultar su deleite, le habló en su lengua materna. Llevaban charlando unos veinte minutos cuando en el salón entró, cigarrillo en ristre, el jefe de la delegación Yakímov. Ocupó el asiento situado justo delante de Nastia, hizo chasquear el mechero, expulsó el humo y se giró hacia ella apoyándose en el brazo del sillón.
—¿Conque autosegregándote de la causa colectiva? —bromeó—. Veo que ya te ha salido un noviete. Ojito con hacer tonterías, ¿vale?
Yakímov le caía bien a Nastia. No tenía la tendencia dictatorial ni la soberbia de quien ha viajado mucho por el extranjero y se siente superior a los ciudadanos soviéticos de a pie que salen del país por primera vez y, por lo general, no sabían ni cómo andar por la calle. Contaba gustoso sus propias experiencias y daba consejos inapreciables que Nastia, tras visitar a su madre en Suecia, reconoció como válidos y oportunos.
—¿Qué programa tenemos? —le preguntó a Yakímov.
—De diez a seis nuestros colegas italianos se ocupan de nosotros, a partir de las seis nos divertimos solos. Tendremos libres el miércoles y el sábado, podrás ir de compras si te apetece. ¿Qué te interesa en concreto?
—Quería ver a mi madre. Me ha prometido estar en Roma el jueves.
—No hay problema. A partir de las seis eres dueña de tus actos, yo por mi parte no tengo nada que objetar. Por si acaso, ten en cuenta que dos de la delegación ya se han enterado de que sabes idiomas y piensan hacer valer su derecho de superiores en el rango y ficharte para sus excursiones a las tiendas. De manera que, cuando decidas recuperar la libertad, házmelo saber e intentaré pararles los pies.
Yakímov apagó el cigarrillo y regresó al salón delantero, donde viajaban los demás miembros de la delegación: dos generales (uno, enviado por el ministerio; el otro, por la DGI de Moscú), el jefe de la Dirección del Interior de un distrito de Moscú y dos funcionarios de la Dirección General de la Policía Criminal.
—Jamás habría dicho que es rusa. Estaba convencido de que era inglesa —volvió a hablar el joven del jersey blanco.
Nastia sonrió para sus adentros. No era de extrañar que la hubiese tomado por inglesa: delgada, pálida, nada llamativa, de facciones finas, cara inexpresiva, y tal vez por eso también fría; en efecto, daba la imagen perfecta de la típica solterona de las novelas clásicas británicas. En todo caso, su físico no tenía nada en común con la idea arraigada de las hermosísimas mujeres rusas.
—¿Quiere decir que tengo el aspecto característico de las inglesas?
—No, simplemente habla italiano con acento inglés.
—¿Qué me dice? —se asombró Nastia—. Nunca lo habría pensado.
Decidió prestar más atención a la pronunciación de su afable interlocutor e intentar imitarla. Tenía un oído excelente, la madre la había acostumbrado a asimilar lenguas extranjeras desde su infancia más tierna, gracias a lo cual su forcejeo con el acento inglés fue coronado por el éxito poco antes de que el avión aterrizase. El joven italiano apreció en justa medida los esfuerzos lingüísticos de Nastia y al despedirse observó:
—Ahora habla como una italiana que ha vivido demasiado tiempo en Francia.
Los dos se rieron al unísono.
—¿Tengo un nuevo acento?
—Con el acento ya no hay problema pero ha empezado a construir las frases como una francesa.
Los instalaron en un pequeño y sosegado hotel católico situado encima de una colina, cerca de la embajada rusa. Nastia se alegró al enterarse de que se podía ir andando desde el hotel hasta la basílica de San Pedro y que se tardaba unos veinte minutos.
Yakímov le había informado bien. A las seis de la tarde, la jornada laboral de los italianos terminaba y la delegación rusa quedaba abandonada a su suerte. Allí nada se acercaba a la famosa hospitalidad rusa: todo cuanto sus anfitriones les ofrecieron en los seis días de estancia fueron una visita de la ciudad y un almuerzo con los representantes del ministerio. Se les enseñó el funcionamiento de los servicios y divisiones policiales, se contestó a sus preguntas y se les mostró una serie de películas educativas.
A Nastia todo esto le venía de perlas. Comía al volver al hotel y a las siete cambiaba la falda por unos tejanos y los zapatos por las queridas bambas, se ponía la chaqueta de cuero en cuyo bolsillo guardaba la guía de la ciudad y salía a dar una vuelta. El miércoles, su día libre, Nastia se marchó del hotel después del desayuno, que se servía a las siete y media. No había dicho ni una palabra de sus planes a nadie excepto a Yakímov y procuró escabullirse antes de que alguien le pidiese ayuda para ir de compras, ya que ni un solo miembro de la delegación, salvo ella misma y el jefe, sabía inglés, y mucho menos italiano. Nastia consiguió lo que se proponía y se pasó el día deambulando por la ciudad, admirando sus edificios y esculturas, zigzagueando entre el flujo continuo del tráfico, sin dejar de sorprenderse con lo atentos y respetuosos que los conductores se mostraban con los peatones.
El sol de diciembre calentaba todavía pero, a pesar de que hacía diecisiete grados sobre cero, muchas mujeres llevaban abrigos desabrochados de zorro azul y visón.
En todas partes la asaltaba el olor a café, que llegaba de los innumerables pequeños bares y cafeterías. Durante las dos primeras horas encontró valor para resistirlo pero luego estimó sesudamente que de todas formas debería sentarse a descansar y que el dinero del que disponía no le iba a alcanzar para comprar nada especial, así que economizar no tenía ningún sentido. No se privó de ese placer y de tarde en tarde se sentaba a la mesita de una u otra terraza. Hacia la noche, y a pesar de la guía, se las arregló para perderse, caminó un buen rato a lo largo de un muro de piedra y sólo al encontrarse en un lugar familiar se dio cuenta de que había dado una vuelta alrededor del Vaticano.
El jueves 16 de diciembre Nastia cruzó la columnata que rodea la basílica de San Pedro, salió a la plaza y en seguida vio a su madre. Nadezhda Rostislávovna, guapa, esbelta y arrolladoramente elegante, charlaba con un hombre alto y canoso, volviéndose cada poco para mirar a su alrededor.
La madre y la hija se abrazaron y se besaron.
—Quiero presentarle a mi hija Anastasia —dijo en inglés la profesora Kaménskaya—. Mi colega, el profesor Kuhn.
—Dirk —se presentó Kuhn estrechando la mano de Nastia.
«Vaya con mamá —se admiró en silencio Nastia—. Se ha traído a su novio, hay que tener agallas. Por lo demás, ¿cómo no iba a tenerlas? ¿Seguro que no iba a cortarse por mí? Qué risa. Me gustaría saber quién ha de aprobar a quién en este
casting
, él a mí o yo a él. Pero ¡qué guapa está! ¿Por qué no habré salido a ella?»
Dirk tenía el pelo cano, cara de niño y mucha alegría bailándole en los ojos amarillo verdosos. Hablaba algo de ruso y, aunque a duras penas, sabía hacerse entender en sueco, por lo que la conversación de los tres fue una divertida mezcolanza lingüística.
Aquella primera noche estuvieron hasta las tantas en un restaurante elegido por el simpatiquísimo profesor, que conocía Roma hasta el último rincón. Nastia ya no recordaba la última vez que se había reído tanto. Se sentía a gusto en compañía de su madre y del amigo de ésta, sus temores habían resultado vanos. Tras superar la barrera de turbación durante su encuentro con el padrastro y su nueva pareja, afrontar la situación similar protagonizada por su madre no le supuso a Nastia alteraciones emocionales de ningún tipo. La madre estaba feliz, Dirk la miraba con exultante adoración… ¿qué tenía esto de malo mientras todos estuvieran contentos?
—Mañana vamos a la ópera, he comprado las entradas —dijo al despedirse Nadezhda Rostislávovna—; y el sábado, a la capilla Sixtina. No se te ocurra quedarte dormida, sólo abre para los visitantes hasta las dos.
—Me alegra saber que Nadine tiene una hija tan estupenda —observó con una sonrisa encantadora Dirk Kuhn.
Nastia regresó al hotel satisfecha y en paz consigo misma. Los temores, que llevaban meses corroyéndola, a que su familia se desmoronara ahora le parecían vacíos y carentes de fundamento. La gente tenía todo el derecho a ser feliz, siempre que no fuera a costa del sufrimiento ajeno.
Si Nastia Kaménskaya hubiera sabido qué cambio tan brusco se iba a producir en su vida sólo tres días más tarde, si hubiera podido vislumbrar lo inverosímilmente lejanas y fantasmagóricas que iban a parecerle esas «vacaciones en Roma» desde las profundidades del terror y la tensión nerviosa que la atraparían nada más que tres días más tarde, probablemente se habría preocupado por recordar mejor y por retener aquella sensación de entusiasmo y paz anímica que la había invadido aquella noche en la Ciudad Eterna. Pero Nastia, como cualquier hijo de vecino en trance de experimentar la felicidad, asumió con tremenda soberbia que aquello iba a durar siempre.
Se equivocaba.
El sábado, al salir de la capilla Sixtina, la madre les propuso dar una vuelta por la feria del libro.
—Quiero ver si tienen algunos libros que necesito y que me han encargado mis amigos. Ven con nosotros, te gustará.
Una vez en la feria, se separaron. La madre y Dirk fueron a buscar las publicaciones que les interesaban, y Nastia se quedó delante de las casetas encima de las cuales unas letras enormes anunciaban: «El
best seller
europeo.» Se entretuvo en mirar las cubiertas multicolores, en leer los textos de las solapas, en sacar conclusiones: «Este libro lo leería si tuviera tiempo, y éste también, y éste… En cambio, esta clase de novelas no me gusta nada.» Al acercarse a la caseta de turno, sintió que la tierra se le iba debajo de los pies. Justo delante de ella había un libro titulado
La sonata de la muerte
, de un tal Jean-Paul Brizac. Sobre la lustrosa portada había cinco rayas de un rojo sangriento que imitaban el pentagrama y una clave de sol de color verde claro.
Tras recuperar el sentido, Nastia cogió el libro y clavó la vista en el comentario de la contraportada. «Jean-Paul Brizac —rezaba aquél— es una de las figuras más enigmáticas de la literatura europea contemporánea. Ni un solo periodista ha conseguido entrevistar a este autor de más de una veintena de
best sellers
. Una intriga tensa, la confrontación entre el bien y el mal, los lados oscuros de la naturaleza humana, todo esto está presente en la obra del misterioso anacoreta que no se deja fotografiar y se comunica con el mundo exterior por mediación de su agente literario.»
Miró con atención a la mesa de la caseta y descubrió otros libros de Brizac en alemán, francés e italiano. Vio a lo lejos a su madre y se abrió paso entre la muchedumbre.
—Mamá, ¿puede uno comprar estos libros que hay aquí?
—Claro que sí. ¿Has encontrado algo interesante? Vamos allá, te lo compraré, en cualquier caso no tendrás dinero suficiente, todo lo que venden aquí está por las nubes.
—Pero necesito muchos… —dijo Nastia indecisa.
—Entonces, compraremos muchos —contestó la madre con calma.
Nastia no conocía el alemán y se limitó a seleccionar libros de Brizac en francés e italiano.
—¿Para qué los quieres? —Nadezhda Rostislávovna torció el gesto, despectiva—: ¿Es que piensas leerte esas sandeces?
—Bueno… Siento curiosidad —fue la reticente respuesta de Nastia—. Un escritor anacoreta, los lados oscuros del alma humana… Sí, me parece curioso.
La madre no ocultó que desaprobaba el interés de la hija en el
best seller
europeo y, al pagar el importe nada desdeñable de la compra, dejó caer:
—Se pueden comprar libros de Brizac en cualquier quiosco de las estaciones de trenes o en el aeropuerto, y a un precio mucho más razonable, por cierto. También tienen más títulos.
Según Nadezhda Rostislávovna, Jean-Paul Brizac era un escritor popular pero superficial. Sus libros tenían buena acogida entre un público poco exigente, que los compraba encantado para leerlos durante un viaje, por lo que se publicaban sobre todo en rústica, en formato de bolsillo. Pero una observación de la madre captó la atención de Nastia:
—No hace más que seguir la moda. Sabes, desde hace unos años todo lo ruso despierta mucha expectación. Además, ahora hay cada vez más emigrantes. Brizac tiene un ciclo de novelas sobre Rusia que, imagínate, gozan de gran demanda por parte de la emigración rusa. Te diré una cosa, quien quiera que sea ese anacoreta, apuros no pasa. Sus libros se publican con tiradas descomunales, y escribe de prisa.
—¿Has leído algo suyo? —preguntó Nastia esperanzada.
—No soy emigrante. Y tampoco aficionada a los
thrillers
. No entiendo quién te habrá contagiado el mal gusto.
—Pero, si no has leído sus libros, ¿cómo sabes que son malos? —preguntó Nastia, que se sintió un poco herida en su amor propio con esos desaires al autor.
—Me basta con las opiniones de la gente cuyo buen gusto me merece plena confianza. Además, no sostengo que sean malos. Sólo sé que la buena literatura es fruto de un trabajo de años. Y ese Brizac tuyo produce cinco creaciones inmortales al año o quizá más.
—Mamá… —preguntó Nastia pensativa—, ¿no podría ser que ese Brizac sea emigrante ruso?
—Es poco probable —dijo categóricamente Nadezhda Rostislávovna, que hojeaba distraídamente una de las novelas que habían comprado—. Sólo un nativo puede dominar así el francés. Es suficiente leer dos o tres párrafos para verlo. Por lo demás —añadió pasando la vista por una página abierta al azar—, tiene buen vocabulario, un lenguaje incisivo, en sus diálogos hay vida, las metáforas son interesantes… Tal vez, de veras no sea mal escritor. Pero es un francés nacido en Francia, no te quepa la menor duda.
Al día siguiente, Nastia, junto con toda la delegación, regresó a Moscú. En el avión leyó
La sonata de la muerte
esperando atisbar una mínima pista, una sugerencia infinitesimal de la explicación para la increíble coincidencia entre el dibujo de la portada y el que Borís Kartashov había bosquejado siguiendo las indicaciones de la difunta Yeriómina. Fuese como fuese, ahora Nastia estaba completamente segura de una cosa: Vica no había padecido de ningún trastorno mental. Era cierto que pudo haber oído por la radio la descripción de su sueño, pues muchas emisoras de radio occidentales que transmitían en ruso incluían en su programación fragmentos de las novedades editoriales. La idea de que alguien quisiera influir sobre su comportamiento desde una emisora de radio no era engendro de una imaginación enferma. Pero ¿cómo explicar la coincidencia entre ambos dibujos? ¿Una coincidencia completa, hasta el último detalle, hasta el color verde claro de la clave de sol?