El sueño robado (26 page)

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Authors: Alexandra Marínina

Tags: #Policial, Kaménskay

BOOK: El sueño robado
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En cuanto al pintor, convenía no perderle de vista, por si se le ocurría ir con el cuento a la PCM. Arsén se preciaba de buen conocedor de la naturaleza humana. El hecho de que Borís hubiera ido a la redacción por su propia iniciativa se dejaba interpretar de dos maneras. Podía ser que sólo tuviese el teléfono de Kaménskaya, a la que no había conseguido localizar en todo el día, y por eso había ido a la redacción solo. Si no, podía ser que no creyese necesario decir nada sobre Cosmos ni a Kaménskaya ni a nadie de la bofia. Se imponía la necesidad de averiguar si al día siguiente intentaría comunicarse con Petrovka, en concreto con Kaménskaya. Con un solo día tendría suficiente para aclarar cuáles eran las intenciones del pintor.

Otro pensamiento tranquilizador acudió a la mente de Arsén. Si por el momento Kaménskaya no estaba enterada de nada, le daba tiempo para trabajarse a Smelakov y a Bondarenko. Lo mejor sería conseguir evitar nuevos cadáveres. Ya eran demasiadas muertes…

Andrei Chernyshov pensó que por esa noche había llegado al límite de sus fuerzas y capacidades. Al principio había tenido que camelarse a la mujer de Bondarenko para convencerla de que le dijera dónde andaba su marido enfermo. Luego, tras haber llevado a su terreno a la mujer y encontrar al marido pasándolo bien en la compañía calurosa, incluso calurosísima, de unos compadres de sauna, Andrei quiso presentarse como uno de «los suyos». Se esmeró en ganarse la confianza de Bondarenko y sus amigos, como resultado de lo cual se vio en la necesidad de tener que sacar de la sauna —a rastras, para ser más exactos— al desgraciado del redactor y llevarlo a un piso vacío, las llaves del cual Chernyshov siempre llevaba encima. Después de que volvió a comerle el tarro a la legítima de Bondarenko —el cual estaba como una cuba— para jurarle por el pasado heroico y el futuro radiante de la queridísima policía que Serguey no iba a pasar la noche con una mujer sino que él, Andrei, velaría por su bienestar sin pegar ojo y que a la mañana siguiente su marido, sobrio como una copa de cristal, sería transportado en coche a la cocina de su domicilio familiar. Parafraseando un chiste de Odesa
[9]
, ahora lo único que faltaba era persuadir a Rockefeller: conseguir que Bondarenko volviese en sí, accediese a contestar a sus preguntas y, al hacerlo, no se confundiese demasiado.

Al principio, Chernyshov creyó que sería suficiente con aplicar algunos remedios
light
: le dio a Serguey tés y cafés bien cargados, le obligó a meter la cabeza bajo el chorro de agua fría. Sin embargo, el resultado de sus esfuerzos fue algo así como descabalado: a medida que el redactor se sostenía en pie con creciente firmeza, su mirada se volvía cada vez más vidriosa y sus palabras menos coherentes. El tiempo iba pasando, la mañana se les echaba encima y las expectativas de obtener una declaración no hacían sino disminuir. Andrei se enfurecía, se ponía de los nervios; luego sucumbió a la desesperación. En el momento en que ésta había alcanzado su punto álgido, se produjo una especie de chasquido de interruptor y la situación se le presentó bajo una luz distinta. «Imagínate que tienes delante de ti a un perro enfermo —se dijo a sí mismo Chernyshov—. No vas a enfadarte con el chucho porque se encuentre mal. Un borracho es lo mismo que un animal enfermo. También él se siente mal y no puede valerse por sí mismo. Y tampoco sabe explicar con un mínimo de sentido dónde le duele. Si Kiril cayese enfermo en plena noche, ¿qué harías?»

La respuesta vino sola. Superando la aversión, Andrei hizo asumir al redactor una postura estable delante del inodoro y le metió dos dedos en la boca. Previsoramente, había colocado al alcance de la mano un bote con cinco litros de solución muy rebajada de permanganato, y fue alternando el vómito provocado con la bebida forzada. Tras concluir el repugnante tratamiento, acostó a Serguey en el sofá y abrió su libreta, donde guardaba anuncios cuidadosamente recortados de la prensa, como: «Pongo sobrio en el acto. Servicio las 24 horas. Visitas a domicilio.» Andrei buscó entre los recortes aquellos que, a juzgar por los números de teléfono, habían publicado los «ensobrecedores» que residían por aquella zona. Llamó a dos, acordó con uno una visita de urgencia y, mientras esperaba la llegada del profesional, se perdió en las conjeturas acerca de si el efectivo que llevaba encima le alcanzaría para pagar sus servicios.

Hacia la mañana, el jefe de redacción de la revista Cosmos Serguey Bondarenko fue capaz de relatar de forma coherente los acontecimientos que habían tenido lugar dos meses antes. Cuando Valia Kosar le habló, con un brillo en los ojos, de la extraña enfermedad que había atacado a la novia de un amigo, Serguey se acordó en seguida de haber leído en alguna parte algo muy parecido. Hizo memoria y evocó una novela policíaca que había llevado a la redacción un hombre mayor, un antiguo juez de instrucción o algo así. Por algún motivo, Kosar se puso serio en seguida y dijo que había que indagar y descubrir la verdad porque un diagnóstico psiquiátrico no se hacía a la ligera, estaba en juego la vida de una persona, que tal vez gozaba de excelente salud.

—Hagamos lo siguiente —le dijo a Serguey—. Excava en tus montañas de manuscritos y encuentra esa novela; yo, por mi parte, hablaré con unos amigos y les daré tu teléfono para que podáis reuniros. ¿Cómo lo ves?

—Vale —dijo Bondarenko con indiferencia encogiéndose de hombros.

La enfermedad de aquella novia de no se sabía quién le traía sin cuidado y no tenía el menor deseo de hurgar entre los trastos, papeles viejos y manuscritos rechazados que se cubrían de polvo en el sótano de la redacción. Últimamente, los grafómanos proliferaban como la mala hierba. Antes, en la época de estancamiento, no había nada parecido. Pero ahora, cada mes traía un asunto nuevo: unas veces era el partido, otras, los abusos cometidos en los correccionales de trabajos forzados, los
gays
, el golpe de estado, la corrupción, los secuestros organizados por los traficantes de órganos para trasplantes… Cada nuevo asunto despertaba a la vida una nueva oleada de grafómanos convencidos de que tenían algo que decir al respecto. Los manuscritos llegaban a las redacciones de revistas en avalancha continua pero casi ninguno valía nada y tras echarles una ojeada los mandaban sin más a los sótanos o desvanes.

Pero Serguey no podía negarle nada a Valia Kosar, su amigo del alma, que tantas veces le había sacado de apuros. Ese mismo día bajó al sótano y buscó el manuscrito a conciencia aunque en balde. A pesar del aparente caos, los papeles estaban almacenados según cierto sistema que todos respetaban. Cada sección de la revista tenía asignado su trozo de pared, a lo largo del cual apilaba sus desechos, y sus zonas de estanterías. Bondarenko registró centímetro a centímetro su territorio pero no encontró la novela del juez de instrucción retirado Smelakov. Intentó recordar: ¿la habría mandado al sótano? ¿Habría resultado aceptable la novelita, merecedora de atención, y la habría dado a leer a un redactor? En este caso, debería preguntarle qué había hecho con el manuscrito.

El redactor en cuestión no recordaba a ningún Smelakov, autor de novela policíaca. Pero Serguey no se desanimó. Si el manuscrito había desaparecido, al diablo con él. Tenía la dirección de Smelakov, se la daría al amigo de Valia y asunto despachado…

—¿Sabe si Kosar avisó a su amigo? —preguntó Andrei preparando una nueva ración de té fuerte y abriendo un nuevo paquete de azúcar.

—Sí, por supuesto. Había querido llamarle desde allí mismo, desde la redacción, pero se dio cuenta de que se había dejado en casa el papelito con su número. Luego, por la noche del mismo día, me llamó para decirme que su amigo estaba de viaje y que él, Valentín, le había dejado un mensaje en el contestador. Dijo que en cuanto Borís regresara, me daría un telefonazo.

—¿Lo recuerda bien, dijo «Borís»? —preguntó Andrei.

—Sí, creo que sí… Seguro.

—¿Cuándo fue esto, se acuerda?

—No me acuerdo de la fecha exacta. Pero fue un viernes. Porque al día siguiente me llamó una joven, me dijo que mi teléfono se lo había dado Kosar y que quería verme a propósito de un manuscrito. Era sábado, tuve que inventar excusas para mi mujer, explicarle que necesitaba ir urgentemente a la redacción. No podía invitar a una joven desconocida a casa, como comprenderá.

—¿Dónde se vieron?

—¿Cómo que dónde? En mi trabajo, naturalmente, en la redacción. ¿Se imagina usted la que se armaría si mi mujer hubiese llamado al trabajo y no hubiera estado allí? Divorcio y apellido de soltera en ese mismo instante.

—¿Y qué ocurrió luego?

—Vino a la redacción. Bueno, aquello fue… Usted la ha visto, ¿verdad? Estaba… para morir y no resucitar jamás. Se me caía la baba y le dije que por ella estaría dispuesto a remover otra vez el sótano entero. Al final le di la dirección del autor, Smelakov. La chica la mira así y asá, luego coge y me dice que le da miedo ir allí sola. Dice que está lejos, que no conoce aquellos lugares, ¿y si se pierde? Le dije que el lunes le pediría a un amigo que me prestara su coche y que la llevaría al pueblo donde vivía Smelakov. Quedamos en que el lunes, alrededor de las diez de la mañana, vendría a la redacción e iríamos juntos. Éste fue el acuerdo.

—¿Y luego?

—Y luego nada. No se presentó. Y nunca más volvió a aparecer por allí ni a llamar.

—¿No ha intentado buscarla?

—¿Para qué? Me interesaba únicamente como mujer guapa pero como no dio señales de vida, comprendí que yo no la atraía. Así que ¿a santo de qué iba a buscarla?

—¿Estuvo alguien más en la redacción aquel sábado?

—Sí, cinco o seis compañeros.

—¿Alguien más vio a Vica?

—Todos. Estuvimos en la sala de redacción, allí la gente se reúne a tomarse el té, a charlar, a fumar.

—¿Se mostró alguien especialmente interesado en su visita?

—¡Y que lo diga! —se regocijó el redactor—. En seguida tuve clara una cosa, a los tíos se les cortaba el aliento con sólo verla. Todos los colegas de sexo masculino que entraban en la sala al instante hacían cambio de sentido e intentaban quedar con ella. No sé si podría destacar a alguno en particular, todos reaccionaban de la misma manera.

—Serguey, tienes que concentrarte y recordar dos cosas. Primero, la fecha en que ocurrió todo aquello. Segundo, a todos los que aquel sábado estuvieron en la redacción y vieron a la chica. ¿Podrás hacerlo?

Durante un rato largo, Bondarenko estuvo frunciendo el entrecejo, frotándose las sienes, bebiendo a sorbos pequeños el fortísimo té. Al final levantó hacia Andrei unos ojos atormentados.

—No puedo. No tengo dónde agarrarme. Recuerdo perfectamente que era sábado pero la fecha… Tal vez fue a finales de octubre, tal vez a principios de noviembre.

—Kosar murió el 25 de octubre —le recordó Chernyshov.

—¿De veras? —se animó Serguey—. ¿Seguro que fue el 25 de octubre? Pues claro que sí, el 4 de diciembre celebraron el funeral de los cuarenta días…
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. Y eso sucedía antes de que Valia… antes de que le… En fin, antes de todo aquello.

—Entonces, fue el 23 de octubre —precisó Andrei tras consultar el calendario de su agenda.

Lo de los compañeros que aquel sábado se encontraban en la redacción no fue tan fácil. El redactor sólo pudo nombrar con total seguridad a dos, en cuanto a los demás, tenía dudas. Pero tampoco estuvo tan mal. Disponiendo de esos dos apellidos se podría intentar recuperar a los demás, ya que se conocía la fecha exacta y en la redacción no solían reunirse los mismos colaboradores cada sábado.

Capítulo 10

Algo había cambiado imperceptiblemente en el rostro del coronel Gordéyev. En las últimas semanas andaba mustio, indiferente a todo, incluido el trabajo de su departamento, se quejaba con frecuencia del dolor de cabeza y de corazón. Pero ese día, Nastia vio que en los ojos apagados del jefe se encendía una luz nueva, vio centellear en ellos la vehemencia. «El Buñuelo se ha olido la presa», pensó.

Durante el día anterior y la mañana de ése, Víctor Alexéyevich había hecho lo imposible. Había conseguido averiguar muchas cosas interesantes sobre el gerifalte del partido que en 1970 había ordenado amañar el caso de Támara Yeriómina suprimiendo toda mención de los dos estudiantes que en el momento del asesinato se encontraban en el lugar de los hechos.

Al parecer, Alexandr Alexéyevich Popov, padre de dos hijos bien pudientes y abuelo de tres nietos ya casi adultos, terminaba sus días en una residencia de ancianos. Se rumoreaba que sus relaciones con la mujer eran todo menos cordiales y que, en su día, Alexandr Alexéyevich había estado a punto de divorciarse de ella para casarse con otra, con la que ya había tenido un hijo. La legítima, sin embargo, recurrió al procedimiento de probada eficacia en aquellos tiempos: el marido descarriado retornó al redil guiado por la mano dura del partido y, con el sigilo de rigor, se echó tierra al asunto. No obstante, Popov, haciendo gala de su nobleza de espíritu, nunca dejó de ayudar al hijo extramatrimonial en la medida de sus fuerzas y posibilidades y, si bien no logró salvarle del servicio militar, sí pudo matricularle en un centro de estudios superiores de prestigio.

—Me gustaría saber —musitó Nastia— si era a su hijo a quien quería proteger cuando suprimió a los testigos de la causa criminal…

—Vas por buen camino —asintió Gordéyev—. Si ese Smelakov tuyo no se confunde debido a lo avanzado de su edad, los testigos en cuestión se llaman Grádov y Nikiforchuk. Por desgracia, el experto Rasid Batyrov ha muerto hace mucho, de manera que no podemos contrastar este dato. De momento adoptemos como hipótesis de trabajo el que uno de ellos era el hijo ilegítimo de Popov. Ahora escucha con atención, pequeña. Lo que viene a continuación es aún más interesante.

Gordéyev colocó delante de sí los informes del seguimiento de dos hombres: del joven que había entrado en el piso de Kartashov y del individuo que había ido a la clínica a indagar.

Saniok, alias Alexandr Diakov, al salir de casa de Kartashov fue directamente al colegio, a un colegio de enseñanza secundaria común y corriente, que por las noches arrendaba su sala de educación física al club «El Varego». No se pudo averiguar qué fue lo que hizo en el colegio pero, unos veinte minutos después de marcharse él, del colegio salió otro hombre, que fue identificado aunque no en seguida. Se trataba de un tal tío Kolia, también conocido como Nikolay Fistín, director de «El Varego», cuyos antecedentes penales incluían dos condenas por delitos de desorden público y lesiones. Ya que nadie más salió del colegio hasta el amanecer, se podía concluir con seguridad que era al tío Kolia a quien había ido a ver Saniok. También al tío Kolia se le «acompañó» a casa.

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