Al concluir la instrucción y el proceso, Lena Luchnikova estaba ya de ocho meses. Los padres de Vitaly, que habían venido para asistir al juicio, al volver a casa la llevaron con ellos a la provincia de Briansk. El traslado no entusiasmó a Lena pero no se atrevió a negarse. Se creía responsable de la muerte de su marido. Si no le hubiera hecho caso y hubiera avisado a la policía, éste no habría podido reclamarles dinero a los violadores y, por tanto, no habría ido aquel día a cobrar, no habría conocido a aquella terrible mujer, no habría entrado en su casa y no hubiese acabado asesinado. Este razonamiento le parecía a Lena coherente y lógico, y por eso aceptó marcharse junto con los padres de Luchnikov, pues se sentía con la obligación de consolarles en su solitaria vejez, ayudarles en casa y darles la alegría de ver crecer a su nieto o nieta (esto ya no dependía de ella), ahora que habían perdido al hijo.
Cuando Nina cumplió doce años, Elena Petrovna se casó en segundas nupcias con el director del colegio local de enseñanza secundaria. El matrimonio fue feliz pero breve. Sólo habían vivido juntos seis años, cuando el conductor borracho de un camión Kamaz lo estrelló contra la cerca de su casa y el vehículo se precipitó en el jardín. Los médicos no pudieron salvar a su marido…
—Sabe usted, mi vida se me antoja una sucesión de accidentes, cada uno de los cuales tiene por finalidad echarme en cara una nueva culpa —sonrió con tristeza Luchnikova, sirviéndole a Andrei más té y rellenando de mermelada su platillo—. Me creo culpable también de la muerte de mi segundo marido. Aquella mañana estaba reparando el porche, yo llevaba un mes repitiéndole que el peldaño de abajo estaba podrido y que tenía que sustituirlo, y aquella mañana le obligué a hacerlo casi a la fuerza. Estaba desmontando el peldaño y yo miraba desde arriba. Por qué demonios tenía que importarme el maldito peldaño… A veces me da por pensar en las tonterías con que algunos nos destrozamos la vida.
—Elena Petrovna, ¿de veras no sabía dónde conoció su marido a Támara Yeriómina?
—De veras. Antes de hablar con el juez de instrucción, nunca había oído su nombre.
—¿Y a Grádov y Nikiforchuk?
—¿Qué pasa con Grádov y Nikiforchuk?
—¿Ha oído antes estos nombres, por casualidad? ¿Eran quizás amigos de su marido?
—Qué amigos —suspiró Elena Petrovna Luchnikova con aire de cansancio—. Más bien eran sus enemigos. Eran aquellos a quienes Vitaly chantajeaba. ¿Cómo se ha enterado de que se trata de ellos? No creo que le haya mencionado cómo se llamaban.
—¿Por cierto, por qué no me lo ha dicho? Me lo ha contado todo con tanto detalle pero ha omitido los nombres. ¿Alguien le ha pedido callar? ¿Acaso ha recibido amenazas, Elena Petrovna?
—¡Pero qué dice, buen hombre, soy muy poca cosa para que alguien me pida algo, y mucho menos para que me amenace! —dijo Luchnikova agitando la mano—. Simplemente no acababa de decidir si tenía que dar nombres o no. Llevo casi medio año esperando que alguien caiga en la cuenta, que empiece a hurgar en el pasado, que saque a relucir los trapos sucios. A nuestros periodistas les encanta hacer eso, venderían a su madre con tal de acusar a alguien. He pasado medio año preparándome para esta conversación pero no he sabido decidir si convenía hablar de él. Me da miedo, es político, aunque de quinta fila, y las venganzas no me van. Ni siquiera sé por qué se lo he mencionado. Quizá porque me lo ha preguntado de forma distinta de cómo me lo imaginaba.
—¿De quién está hablando, exactamente? Eran dos.
—Pues de quién va a ser, de Grádov, claro está, de Serguey Alexándrovich. Desde que le vi por televisión hace seis meses estoy esperando a que alguien venga a verme para condenar su alma diabólica. Durante esos seis meses, mientras él se estaba preparando a luchar por el escaño en la Duma, yo pensaba en esta conversación. Y ahora cada uno ha recibido lo que esperaba, cada uno lo suyo.
Camino de la comisaría de policía local, Alexei fue reflexionando sobre la absurda unión de Lena y Vitaly Luchnikov, una unión en la que no había ni ternura, ni pasión, ni amistad, sólo la deprimente soledad de un habitante de la zona rural que se lanzaba a la conquista de Moscú y se aferraba convulsivamente a los estandartes que en aquellos tiempos simbolizaban el éxito: el permiso de residencia permanente, un piso, una familia. ¿Qué mantenía a una persona al lado de otra? ¿Qué las obligaba a continuar juntas?
Arsén estaba fuera de sí de furia. Esa pipiola, ese mal bicho, le había cogido desprevenido. Había fingido ser un corderito inocente, enferma hasta la médula de los huesos, hasta la última célula del cuerpo, mientras, por lo bajinis, esa palomilla sin hiel buscó y encontró, contra todo lo previsto, a Bondarenko. Claro, el responsable de que eso hubiera ocurrido, el que la había dejado escabullirse de la clínica aquel día, se lo iba a pagar caro. Esto no quedaría así. Pero de momento era lo de menos, más adelante tendría tiempo para decidir a quién castigar y con quién mostrarse clemente. Ahora lo crucial era cortarle a esa rata el oxígeno y hacerlo de manera que se le quitaran las ganas de respirar hondo para siempre.
Consultó la libreta de teléfonos e hizo dos llamadas breves. Para trabajar con Bondarenko había tenido que recurrir a la gente del distrito Oriente de Moscú. El propio Arsén tenía en sus manos todos los hilos que conducían a la Dirección General del Interior de la ciudad, a Petrovka, 38. Cuando Arsén sólo estaba ideando y empezando a crear su organización o, como solía llamarla, la Oficina, quiso darle la mayor envergadura posible. El proyecto era sencillo y cristalizó cuando, haciendo la cola de todos los días en una lechería para comprar nata y queso fresco, escuchó esa frase mil veces oída, familiar desde tiempos inmemoriales y que por eso mismo pasaba casi inadvertida, que dejó caer la descocada y oronda dependienta:
—¡Ustedes son muchos y yo estoy sola!
Por aquel entonces ya estaba claro que los grupos criminales que actuaban en el territorio de la ciudad contaban legiones. Las estructuras criminales que operaban en la periferia no tenían nada que envidiarles y, además, siempre escogían Moscú para sus ajustes de cuentas. Bien entendido. Todos ellos estaban muy interesados en que los deplorables resultados de sus frecuentes reyertas no diesen pie ni a la policía ni a los tribunales a exigir responsabilidades penales a ninguno de ellos. El soborno, el chantaje y otros elementos de su arsenal, que les permitían coaccionar a los jueces de instrucción, detectives y criminólogos, eran moneda corriente; pero ya en aquel entonces Arsén comprendió lo que iba a pasar después. Después, vaticinaba él, cada grupo criminal que se preciase querría contar con su propio funcionario en la PCM y con su propio juez de instrucción en la Fiscalía. Se sucederían intentos desordenados y caóticos de fichar colaboradores en las fuerzas del orden público pero la distribución cuantitativa de los que deseaban obtener ciertos servicios y de los capaces de prestárselos impediría alcanzar acuerdos amistosos. Arsén echó sus cuentas y el simple cálculo le confirmó que no habría detectives y jueces para todos.
De aquí que entre esas dos partes numéricamente desiguales habría de interponerse un mediador. Al día siguiente, Arsén llegó al trabajo y se puso manos a la obra con el fin de llevar a la práctica su teoría de atención al cliente procedente del mundillo criminal. Extrajo de un gran armario veinte carpetas de fichas personales de los funcionarios del Comité de la Seguridad del Estado, el KGB. El examen inicial y somero de las fichas ya le permitió detectar entre los primeros veinte funcionarios a siete que tenían motivos para sentirse ofendidos y, para más inri, ofendidos injustamente. Sus hojas de servicio mencionaban traslados incomprensibles a cargos inferiores y órdenes de sanciones chapuceramente amañadas. Tampoco escaparon a su atención otros detalles: ascensos de rango fuera de tiempo, la periodicidad irregular de pruebas de recalificación, vacaciones anuales concedidas a finales de otoño o a principios de primavera y miles de otros indicios que le permitían juzgar, desde su experiencia de oficial de carrera, si a un funcionario se le daba luz verde o si le ponían trabas en el camino. Estudió con especial interés las hojas de servicio de aquellos a quienes de un día a otro les iban a «ofrecer» que se jubilaran.
Dos meses y medio más tarde, el primer grupo de «intermediarios» estaba listo para desempeñar su labor. Entre sus clientes se encontraban grandes mafiosos, miembros de aquellos grupos del crimen organizado con los que se enfrentaba el comité. Los criminales que habían pactado con el grupo de intermediarios ya no tenían por qué preocuparse de seguir el curso de la investigación de un crimen, de buscar modos de acceder a los funcionarios operativos y a los jefes de éstos. Todas estas tareas, así como una multitud de otras, las asumió un personal que Arsén había seleccionado con amor y escrúpulo. Conocían como la palma de la mano la plantilla de las subdivisiones del comité pertinentes, sabían a quién y con qué podían «tentar», a quién y cómo sonsacar la información deseada sobre el curso del trabajo de un caso u otro. Se fijaban en testigos susceptibles de prestar declaraciones «erróneas» y aconsejaban sobre la mejor manera, y más eficaz, de presionarlos para que, como por arte de magia, sus testimonios dejasen de apuntar a los culpables. Los intermediarios —y aquí radicaba el quid de la cuestión— estaban muy pendientes de que grupos que perseguían intereses opuestos no intentasen fichar a los mismos funcionarios del comité, ya que un conflicto de esta naturaleza no conduciría a nada bueno ni a los intermediarios ni a los elementos criminales que se beneficiaban de sus servicios.
El trabajo marchaba viento en popa, y poco a poco Arsén fue dando más vuelo a su idea con tal de poder aplicarla a una escala cada vez más amplia, extendiendo su alcance a las fuerzas del orden público, organismos cuyas plantillas del momento incluían a sus amigos del KGB, empleados como jefes de personal o como comisarios políticos. Estaba vislumbrando las perspectivas radiantes de la creación de un sistema inmenso, que alcanzaría hasta el último confín del país, de intermediarios que servirían de enlace entre los criminales y todas las instituciones de defensa de la ley, los tribunales y fiscalías incluidos. No tenía la menor duda de que sus cálculos eran correctos: el número de peces gordos del crimen estaba creciendo a velocidad de vértigo mientras que, de momento, nadie mencionaba la necesidad de ampliar las plantillas del aparato policial y judicial, por lo que en un caso extremo, todo se reduciría a alguna insignificante «inyección de sangre nueva» al estilo de las que ya se habían producido en épocas anteriores y que nunca habían influido de forma significativa sobre el estado de la lucha contra la delincuencia y la resolución de crímenes. La demanda siempre superaría a la oferta, a condición de que tal demanda surgiera de forma espontánea. Por su parte, Arsén y su Oficina se encargarían de armonizar la demanda y la oferta…
En teoría, todo prometía ir como una seda. Pero en la práctica tuvo que decir adiós al resplandor azul de sus sueños y conformarse con un color más discreto pero también más seguro. Arsén no tardó en comprender los inconvenientes de una organización única: existía un alto riesgo de quemarse si fallaba un solo eslabón. En pro del hermetismo de la trama había que subdividirla en grupúsculos pequeños, cada uno de los cuales se encargaría de un organismo policial o jurídico concreto y respondería ante unos pocos coordinadores, que formarían la cúspide. Arsén lamentó tener que renunciar a su sueño —el pulpo cuyos tentáculos abarcasen el sistema íntegro de la detección e instrucción de los crímenes sujetándolo totalmente—, pero tras meditarlo a fondo tuvo que reconocer que el sistema de pequeños equipos independientes resistiría mejor los desagradables imprevistos y cataclismos sorpresa. Puesto a escoger entre el poder absoluto y la seguridad, optó por esta última. De hecho, lo que más le gustaba de su idea no era la envergadura sino la esencia, lo oportuno de su concepto de
marketing
, tan en boga en aquellos tiempos. Prefirió, pues, que su idea cobrase vida, aunque fuera una vida compartimentada, manejada por muchas manos, pero vida. Arsén no era nada ambicioso, no buscaba ni fama ni dinero, y tampoco le atraía el poder. Desde siempre, lo único que le había interesado en serio era manipular a la gente, tirar de los hilos invisibles que sostenía en sus manos y cuya existencia nadie sospechaba, y observar con deleite cómo cambiaban destinos y carreras.
Qué militar no sabe cuánto poder se concentra en manos de los jefes de personal. Un jefe de personal puede hojear el expediente de uno y «pasar por alto» cierto engorroso papelito, como también puede mirarlo con cristal de aumento y entonces ese uno en su vida verá publicarse la orden de su ascenso. Un jefe de personal puede «olvidarse» de la demanda de presentar el expediente de uno, emitida por una instancia superior interesada en ofrecerle un puesto atractivo, que comporta incremento de atribuciones y de sueldo. O simplemente puede «extraviar» tal demanda, o si no, colocarla encima de la mesa, clavar en ella una mirada pensativa, ora sonriendo, ora frunciendo el entrecejo, y entretanto ir cavilando sobre algún problemilla de familia, todo antes que atenderla, es decir sacar el expediente de la caja fuerte, meterlo en un sobre y mandarlo por mensajero a la instancia demandante. El individuo ansioso de cambiar de lugar de trabajo se pone nervioso, sus nuevos superiores, que nada más ayer le invitaban con tanto interés a trabajar para ellos, que tantas ganas tenían de contar con su colaboración, van perdiendo interés, se van olvidando del candidato y en el momento menos pensado contratan a alguien más, nada inferior y cuyo expediente, por si fuera poco, llega dos horas después de pronunciarse la magnánima sentencia: «Bien pues, tenemos que ver su hoja de servicio, los avales…» ¿Hay acaso alguna duda respecto a cuál de los dos recibirá la orden de traslado y cuál seguirá donde está ahora? ¿Acaso hay alguien que ignore la clase de vida que le espera al que se queda? Iba a marcharse, a punto estuvo de llevar su hoja de servicio al nuevo trabajo pero en el último momento le rechazaron… ¿Por qué? ¿Cuál ha sido la razón por la que se ha frustrado el ascenso? ¿Se han puesto a hurgar y han encontrado algo? Y cosas por el estilo. Pero a veces todo ocurre de otra manera, el candidato al ascenso trae corriendo al jefe de personal la demanda de presentar el expediente, se arroja a sus pies, le ofrece una botella o alguna cosilla de valor, le suplica y le implora para que se digne encontrar la carpeta con sus papeles y desplazar las posaderas hasta el asiento del coche oficial.