—¡Qué podemos hacer! —exclamó por vigésima vez, alzándose de hombros. Luego, señalando la ventana, agregó—: Fíjese. Todo está listo. Puede usted estar segura que están preparados así hasta una distancia de treinta o cuarenta millas fuera de la ciudad en todas las vías férreas.
Señalaba al hablar los trenes militares alineados en los apartaderos y vías muertas. Los soldados preparaban su rancho en las fogatas, cerca de los rieles, y miraban con curiosidad nuestro tren que corría, sin aminorar su marcha, como el rayo.
Cuando entramos en Chicago, todo estaba tranquilo. Era evidente que allí no ocurría todavía nada anormal. En los suburbios nos alcanzaron los diarios de la mañana. Nada anunciaban, y, sin embargo, los habituados a leer entre líneas podían encontrar en ellos muchas cosas que escapaban al lector corriente. La mano astuta del Talón de Hierro aparecía en cada columna: se dejaban entrever ciertos puntos débiles en la armadura de la Oligarquía, pero, desde luego, no se hablaba de nada definitivo; buscábase que el lector encontrase su camino a través de esas alusiones. Estaba hecho con mucha habilidad. Como novelas de intriga, esos diarios de la mañana del 27 de octubre eran una obra maestra.
Faltaba la información local, y sólo esta ausencia era un golpe maestro, pues envolvía a Chicago en el misterio y sugería al lector común de esta ciudad la idea de que la Oligarquía no se atrevía a dar noticias locales. Una firma se refería a los rumores, naturalmente falsos, de actos de insubordinación cometidos en todos lados, mentiras groseramente disfrazadas bajo alusiones complacientes a las medidas de represión que habría que tomar. Otra enumeraba toda una serie de atentados con dinamita contra las estaciones de la telegrafía sin hilos, y las fuertes recompensas prometidas a los que denunciasen a sus autores. Se anunciaban muchas otras fechorías parecidas y no menos imaginarias, pero conformes con los planes de los revolucionarios. Todo eso estaba encaminado a crear en el espíritu de los camaradas de Chicago la impresión de que comenzaba una rebelión general, mientras se sembraba confusión sobre la misma al dar cuenta de fracasos parciales. Para quien no estuviese al corriente, era imposible escapar a la sensación vaga, pero cierta, de que todo el país se hallaba maduro para un levantamiento que ya había comenzado a estallar.
Un telegrama decía que la defección de los Mercenarios de California se había hecho tan grave, que media docena de regimientos habían sido desbandados o destruidos, y los soldados con sus familias expulsados de sus ciudades especiales y arrojados en los «ghettos» de los trabajadores. Pues bien, los Mercenarios de California eran, en realidad, los más fieles de todos a sus empleadores. Pero, ¿cómo podían saberlo en Chicago, aislada del resto del mundo? Había también un despacho, mutilado en la transmisión, que describía un levantamiento del populacho en Nueva York, con el cual habrían hecho causa común las castas obreras, y que terminaba con la afirmación (destinada a ser tomada como «bluff») de que las tropas eran dueñas de la situación.
Pero no sólo por medio de la prensa los oligarcas habían intentado sembrar engañosas informaciones. Más tarde nos enteramos de que en varias ocasiones, en las primeras horas de la noche anterior, habían llegado despachos telegráficos destinados únicamente a ser sorprendidos por los revolucionarios.
—Me parece que el Talón de Hierro no tendrá necesidad de nuestros servicios —observó Hartman, doblando el diario que acababa de leer, cuando el tren entró en la estación central—. Han perdido el tiempo enviándonos aquí. Evidentemente, sus planes les han salido mucho mejor de lo que esperaban. De un momento a otro va a desatarse el infierno.
Se volvió para contemplar el tren que acabábamos de abandonar.
—No me equivoqué —dijo—. Desengancharon el vagón reservado cuando trajeron los diarios al tren.
Hartman estaba completamente abatido. Intenté reconfortarlo, pero parecía ignorar mis esfuerzos. De pronto se puso a conversar muy rápido y en voz baja, mientras cruzábamos la estación. Al principio no comprendí.
—No tenía seguridad —me decía—, y a nadie le hablé. Hace semanas que intento lo imposible y no he podido llegar a la evidencia. Tenga cuidado con Knowlton. Sospecho de él. Conoce el secreto de muchos de nuestros refugios. Tiene en sus manos la vida de centenares de los nuestros; y me parece que es un traidor. Más que nada, es una impresión mía. Me ha parecido observar en él cierto cambio desde hace un tiempo. Es posible que nos haya vendido o, en todo caso, va a vendernos. Estoy casi seguro. Yo no quería decir una sola palabra a nadie, pero, no sé por qué, me imagino que no saldré con vida de Chicago. No le quite la vista de encima. Trate de atraerlo a un lazo. Desenmascárelo. No sé nada más. No es más que una intuición de la que hasta ahora no he logrado dar con el hilo conductor.
En ese momento salíamos a la acera.
—Acuérdese —concluyó Hartman con tono apremiante—: no le quite los ojos de encima.
Y tenía razón. No había pasado un mes, que va Knowlton pagaba la traición con su vida. Fue ejecutado con todas las formalidades por los camaradas de Milwaukee.
Todo estaba tranquilo en las calles, demasiado tranquilo. Chicago parecía muerta. No se oía el tráfago de los negocios y ni siquiera habían salido los coches. Los tranvías a nivel y los aéreos no circulaban. Sólo a intervalos se encontraban en las aceras algunos raros transeúntes que no se demoraban. Andaban muy deprisa y con un fin evidentemente definido y, sin embargo, se adivinaba en su marcha una curiosa indecisión: parecían temer que las casas se les cayesen encima, o que la acera se hundiese bajo sus plantas. Algunos chicuelos, empero, correteaban, y en sus ojos se leía una atención contenida, como si aguardasen sucesos maravillosos y conmovedores.
De algún sitio, a una gran distancia hacia el sur, nos llegó el ruido sordo de una explosión. Eso fue todo. Renació la calma, aunque los chicos, puestos sobre aviso, prestasen oídos, como los jóvenes gamos, en dirección al ruido. Las puertas de todos los edificios estaban cerradas, las persianas de los comercios bajas. En cambio, aparecían muy visibles muchos policías y guardas; de vez en cuando pasaba rápidamente una patrulla de Mercenarios en automóvil.
De común acuerdo, Hartman y yo decidimos que era inútil presentarse a los jefes locales del servicio secreto. Esta omisión, lo sabíamos, sería excusada en favor de los sucesos siguientes. Nos dirigimos, pues, hacia el «ghetto» de los trabajadores del barrio sur con la esperanza de entrar en contacto con algunos de nuestros camaradas. Era demasiado tarde, como lo sospechábamos;, pero no podíamos quedarnos de brazos cruzados en esas calles horriblemente silenciosas. ¿Dónde estaba Ernesto?, me preguntaba. ¿Qué pasaba en la ciudad de las castas obreras y en la de los Mercenarios? ¿Y en la fortaleza?
Como respondiendo a esta pregunta, se elevó en el aire un rugido prolongado, un fragor un poco apagado por la distancia, pero entrecortado por una serie de detonaciones precipitadas.
—¡Es la fortaleza! —exclamó Hartman—. ¡Qué el cielo tenga piedad de esos tres regimientos!
Desde una encrucijada de calles notamos una gigantesca humareda que se elevaba por el barrio de los almacenes de abastecimiento. En la esquina siguiente advertimos varias otras que subían al cielo en el barrio del oeste. Encima de la ciudad de los Mercenarios se mecía un globo cautivo, que estalló en el momento en que lo mirábamos, y sus partes encendidas se desparramaron en una gran área. Esta tragedia aérea no nos decía nada, pues ignorábamos si el globo estaba tripulado por amigos o por enemigos. En nuestros oídos zumbaba un ruido vago, algo así como el hervor lejano de una caldera gigantesca. Hartman me dijo que era el crepitar de las ametralladoras y de los fusiles automáticos.
Entretanto, avanzábamos siempre en una vecindad tranquila, en la que no ocurría nada extraordinario. Pasaron agentes de policía y patrullas en automóvil, y luego una media docena de autobombas, que indudablemente volvían de un incendio cualquiera. Un oficial en automóvil llamó a los bomberos, uno de los cuales le respondió gritando: «¡No hay agua! Hicieron volar las cañerías principales».
—Destruimos el aprovisionamiento de agua —exclamó Hartman, entusiasmado—. Si podemos hacer semejante cosa, en una tentativa prematura, aislada y abortada de antemano, ¿qué no haríamos si el esfuerzo se hubiese madurado y concertado en todo el país?
El automóvil del oficial que había formulado la pregunta partió velozmente. De pronto, algo estalló con estrépito ensordecedor: el automóvil, con su cargamento humano, fue levantado en un torbellino de humo y luego cayó hecho un montón de desechos y de cadáveres.
Hartman esta exultante.
—¡Bravo, bravo! —repetía en voz baja—. Hoy el proletariado recibirá una lección, pero también las da.
La policía acudía hacia el lugar del siniestro. Otro automóvil patrullero se había detenido. En cuanto a mí, estaba como atontada por lo súbito del suceso. No comprendía lo que acababa de pasar delante de mis ojos, y apenas si me daba cuenta de que habíamos sido detenidos por la policía. De repente vi a un agente que se disponía a derribar a Hartman; pero éste, siempre de sangre fría, le dio el santo y seña: vi el revólver que apuntaba vacilar, luego bajar y escuché al policía refunfuñar su disculpa, decepcionado. Estaba encolerizado y maldecía a todo el servicio secreto. Declaraba que uno andaba siempre a los tropezones con esa gente. Hartman le respondía con la suficiencia propia de los agentes del servicio de informaciones y le denunciaba por lo menudo los errores de la policía.
Como quien sale de un sueño, me percaté de lo ocurrido. Se había formado alrededor de los restos un gran corro, y dos hombres estaban levantando al oficial herido para transportarlo en otro coche. Un pánico súbito se apoderó de ellos, y el grupo, enloquecido, se dispersó en todas direcciones. Los dos hombres habían dejado caer rudamente al herido y corrían como los demás. El agente gruñón se echó a correr también, y Hartman y yo hicimos otro tanto, sin saber por qué, impulsados por un terror ciego de alejarnos cuanto antes de ese sitio fatal.
En ese momento no pasaba nada, y, sin embargo, me lo expliqué todo. Los fugitivos volvían tímidamente, pero a cada instante levantaban la mirada con aprensión hacia las ventanas altas de las grandes casas que dominaban la calle de ambos lados, cómo los acantilados de una abrupta garganta. De una de esas innumerables ventanas se había lanzado la bomba, pero ¿de cual? No había habido segunda bomba, pero se la había temido.
En adelante, también nosotros mirábamos hacia las ventanas con ojos alertas. Detrás de cualquiera de ellas la muerte podía estar agazapada. Todo edificio era una posible emboscada. Era la guerra en esta jungla moderna que es la gran ciudad. Cada calle representaba un cañón, cada construcción una montaña. Nada había cambiado desde los tiempos del hombre primitivo, a pesar de los automóviles de guerra que corrían a nuestro alrededor.
A la vuelta de una esquina encontramos a una mujer que yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. Hartman se inclinó hacia ella. En cuanto a mí, me sentía desfallecer. Ese día debería ver muchos muertos, pero la matanza en masa iba a afectarme menos que ese primer cadáver abandonado allí, a mis pies, en el pavimento.
—Recibió un balazo en el pecho —declaró Hartman.
La mujer apretaba en sus brazos, como a un niño, a un paquete de impresos. Aun muriendo, no había querido separarse de lo que había causado su muerte. Cuando Hartman logró quitarle el paquete, vimos que se componía de grandes hojas impresas con las proclamas de los revolucionarios.
—¡Una camarada! —exclamé.
Hartman se limitó a maldecir al Talón de Hierro, y proseguimos nuestro camino. Varias veces fuimos detenidos por agentes o patrullas, pero las palabras de clave nos permitieron continuar. Ya no llovían bombas de las ventanas; los últimos transeúntes parecían haberse evaporado y la tranquilidad de nuestra inmediata vecindad se había vuelto más profunda que nunca. Sin embargo, la gigantesca caldera continuaba en ebullición allá lejos, el ruido de sordas explosiones llegaba desde todos lados y columnas de humo cada vez más numerosas erguían más arriba sus penachos siniestros.
De pronto, las cosas cambiaron de aspecto: un estremecimiento de animación pareció vibrar en el aire. En rauda carrera pasaron dos, tres, una docena de automóviles, cuyos ocupantes nos gritaban advertencias. En la próxima esquina, uno de los coches dio un terrible viraje sin aminorar la marcha, y un segundo después, en el mismo sitio por el que acababa de pasar y del cual ya estaba lejos, la explosión de una bomba abrió un tremendo boquete en la calzada. Vimos a la policía desaparecer corriendo por las calles transversales, y sabíamos que se acercaba algo horroroso, cuyo fragor ya oíamos.
—Son nuestros bravos camaradas que llegan —me dijo Hartman. Podíamos ver ya la cabeza de la columna que cerraba la calle de una a otra acera, cuando huyó el último automóvil dé guerra. Este se detuvo frente a nosotros y de él se apeó precipitadamente un soldado que llevaba un bulto, que depositó con cuidado en la cuneta; después volvió a su sitio de un salto. Hartman corrió al borde de la acera y se inclinó sobre el objeto.
—No se acerque —me gritó.
Lo vi trabajar febrilmente con sus manos. Cuando volvió junto a mí, el sudor bañaba su frente.
—Le quité la ceba —dijo al cabo de un rato—. Ese soldado es muy torpe. La destinaba a nuestros camaradas, pero no le había dado bastante tiempo. Hubiera estallado prematuramente. Ahora no explotará.
Los acontecimientos se precipitaban. Pasando la esquina, una media manzana más allá, alcancé a ver a algunos que miraban desde las ventanas superiores de un edificio. Acababa apenas de señalárselos a Hartman, cuando una cortina de llamas y de humo se desprendió de esta parte de la fachada, y una fuerte explosión sacudió el aire. El muro de piedra, demolido en parte, dejaba ver la armazón de hierro del interior. Momentos después, la fachada de la casa de enfrente era desgarrada por explosiones análogas. En el intervalo se escuchaba el crepitar de las pistolas y fusiles automáticos. Este duelo aéreo duró varios minutos y terminó por cesar. Era evidente que nuestros camaradas ocupaban uno de los edificios, los Mercenarios el de enfrente, y que se peleaban a través de la calle; pero nos era imposible saber de qué lado estaban los nuestros.