El Talón de Hierro (26 page)

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Authors: Jack London

Tags: #ciencia ficción

BOOK: El Talón de Hierro
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Pero volvamos a Peter Donelly y a su hijo. Todo fue bien para el padre hasta el día en que en el lote de ejecuciones que le había tocado en suerte encontró el nombre de su propio hijo. Fue entonces cuando se le despertó el sentimiento de la familia que antes poseía en tal alto grado. Para salvar a su hijo, traicionó a sus camaradas. Sus planes fueron parcialmente contrarrestados, pero, a pesar de ello, ejecutaron a una docena de Rojos de San Francisco y el Grupo resultó casi aniquilado. En represalia, los sobrevivientes dieron a Donelly el fin que merecía su traición.

Su hijo no sobre vivió mucho. Los Rojos de San Francisco se comprometieron bajo juramento a ejecutarlo. La Oligarquía hizo esfuerzos inimaginables para salvarlo. Fue trasladado de una parte del país a otra. Tres de los Rojos perdieron la vida en sus vanos esfuerzos para atraparlo. Al fin, tuvieron que recurrir a una mujer, a una de nuestras camaradas, que no era otra que Anna Roylston. Nuestro círculo íntimo le prohibió aceptar esta misión, pero ella siempre tuvo una voluntad un poco rebelde y desdeñosa de toda disciplina. Además, como tenía carácter y se hacía querer, no había manera de llegar a arreglos con ella. Formaba por sí misma una clase y no respondía a ningún tipo revolucionario.

A pesar de nuestra negativa a permitirle ese acto, ella persistió en quererlo cumplir. Anna Roylston era una criatura muy seductora, a quien le bastaba una seña para fascinar a un hombre. Había herido a docenas de corazones de nuestros camaradas jóvenes y por veintenas había conquistado a otros para atraerlos a nuestra organización. Sin embargo, se negaba testarudamente a casarse. Quería con locura a los niños, pero pensaba que un nene suyo la apartaría de la Causa, y era a la Causa a la que había consagrado su vida.

Para Anna Roylston fue un juego de niños ganar el corazón de Timoteo Donelly. No sintió ningún remordimiento, pues precisamente en esos momentos tuvo lugar la matanza de Nashville, en donde los Mercenarios, a las órdenes de Donelly, asesinaron literalmente a ochocientos tejedores de esa ciudad. No obstante, ella no lo mató a Donelly con sus propias manos, sino que lo entregó prisionero a los Rojos de San Francisco. Esto ocurrió hace sólo un año. Ahora la han rebautizado, y los revolucionarios de todos lados la llaman «la Virgen Roja»
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.

Dos conocidos personajes, que yo habría de volver a encontrar más tarde, fueron el coronel Ingram y el coronel Van Gilbert. El primero subió muy alto en la Oligarquía y fue nombrado embajador en Alemania. El proletariado de los dos países lo detestó cordialmente. Lo volvía encontrar en Berlín cuando, en calidad de espía internacional acreditada por el Talón de Hierro, me recibió en su casa y me prestó una ayuda preciosa. Puedo declarar aquí que mi doble papel me permitió realizar ciertas cosas de importancia capital para la Revolución. El coronel Van Gilbert se hizo famoso bajo el nombre de «Van Gilbert el cascarrabias». Su papel más importante lo desempeñó en la redacción del nuevo código, después de la Comuna de Chicago. Pero antes de eso se había hecho acreedor a una condena de muerte por su maldad demoníaca. Fui una de las personas que lo juzgaron y condenaron. De poner la sentencia en ejecución se encargó Anna Roylston.

Y otro aparecido de mi antigua vida: el abogado de Jackson. Era en verdad al último personaje que me hubiera imaginado volver a ver, este José Hurd. Encuentro extraño el nuestro. Una noche, muy tarde, dos años después de la Comuna de Chicago, Ernesto y yo llegamos juntos al refugio de Benton Harbour
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, en el lago Michigan, en la costa de enfrente de Chicago, justamente cuando acababa de terminarse el juicio de un espía. Se había pronunciado sentencia de muerte y se llevaban al condenado. En cuanto nos vio, el desdichado se desprendió de las manos de sus guardianes y se precipitó a mis pies, abrazando mis rodillas como una tenaza e implorando mi piedad en un acceso de delirio. Cuando levantó hacia mí su cara espantada, reconocí a José Hurd. De cuantas cosas terribles había visto, ninguna me conmovió como el espectáculo de esa criatura enloquecida pidiendo gracia. Locamente aferrado a la vida, se aferraba a mí, a pesar de los esfuerzos de una docena de camaradas. Cuando al fin se lo llevaron a la rastra después de haberlo hecho soltar, me caí al suelo desvanecida. Es menos penoso ver morir a hombres valientes que escuchar a un cobarde implorar la vida.

CAPÍTULO XX:
UN OLIGARCA PERDIDO

Los recuerdos de mi antigua vida me han traído demasiado adelante en la historia de mi vida nueva. La liberación en masa de nuestros amigos prisioneros no se efectuó sino muy tarde, en el transcurso del año 1915. Por complicada que fuese la empresa, ella se realizó sin impedimentos y su éxito fue para nosotros un honor y un estímulo. De una multitud de cárceles, de prisiones militares y de fortalezas diseminadas desde Cuba hasta California, libertamos en una sola noche a cincuenta y uno de nuestros cincuenta y dos diputados y a más de trescientos otros dirigentes. No tuvimos el menor fracaso. No sólo se escaparon todos, sino que todos llegaron a los refugios preparados. Al único de nuestros representantes que no conseguimos hacer evadir fue a Arturo Simpson, muerto ya en Cabanyas después de crueles torturas.

Los dieciocho meses que siguieron marcan tal vez la época más feliz de mi vida con Ernesto; durante todo ese tiempo no nos separamos un sólo instante, en tanto que más tarde, cuando volvimos al mundo, muchas veces tuvimos que vivir aparte.

La impaciencia con que aquella noche aguardaba la llegada de Ernesto era tan grande como la que experimento hoy ante la inminente rebelión. Había estado tanto tiempo sin verlo que me enloquecía la idea de que el tropiezo más insignificante de nuestros planes pudiera retenerlo prisionero en su isla. Las horas parecían siglos. Estaba sola. Biedenbach y tres jóvenes escondidos en nuestro asilo habían ido a apostarse al otro lado de la montaña, armados y dispuestos a todo. Creo que esa noche todos los camaradas, de uno a otro extremo del país, estaban fuera de sus refugios.

Cuando ya el cielo se aclaraba con la llegada de la aurora, oí la señal dada desde arriba y me apresuré a contestarla. En la obscuridad estuve a punto de besar a Biedenbach, que bajaba delante; un segundo después estaba en los brazos de Ernesto. Tan completa era mi transformación, que en ese momento me di cuenta de que tenía que hacer un esfuerzo de voluntad para volver a ser la Avis Everhard de otrora, con sus mismas maneras, sus sonrisas, sus frases y sus entonaciones. Fue sólo a fuerza de atención que conseguí mantener mi antigua identidad. No podía estar un solo instante olvidada de mí, tan imperativo se había vuelto el automatismo de mi personalidad adquirida.

Una vez de regreso en nuestra cabaña, la luz me permitió examinar la cara de Ernesto. Aparte de la palidez resultante de su encierro en la prisión, no había cambiado nada, o, por lo menos, no se le notaba. Era el mismo de siempre, mi amante, mi marido, mi héroe. Una línea de ascetismo, sin embargo, alargaba un poco las líneas de su cara. Esta expresión de nobleza, por otro lado, no hacía más que afinar el exceso de vitalidad tumultuosa que siempre había acentuado sus rasgos. Estaba tal vez un poco más grave que antes, pero un fulgor alegre brillaba siempre en sus pupilas. A pesar de haber adelgazado unas veinte libras, estaba magníficamente en forma: había continuado ejercitando sus músculos durante su detención y los tenia de hierro. En realidad, se hallaba mejor que al entrar en cautividad. Pasaron horas antes de que su cabeza se posase en la almohada y que se durmiese bajo mis caricias. En cuanto a mí, no pegué los ojos. Era demasiado dichosa y, además, no había compartido las fatigas de su evasión ni su carrera a caballo.

Mientras Ernesto dormía, cambié de vestidos, me peiné en otra forma y recobré mi nueva y auténtica personalidad. Cuando Biedenbach y los demás compañeros se despertaron, me ayudaron a organizar un pequeño complot. Todo estaba preparado. Nos encontrábamos en la piecita subterránea que servía de cocina y de comedor, cuando Ernesto abrió la puerta y entró. En ese momento Biedenbach me llamó con el nombre de María y yo me volví para contestarle. Miré a Ernesto con el curioso interés que una joven camarada manifestaría al ver por primera vez a un héroe tan conocido de la Revolución. Pero la mirada de Ernesto se posó apenas en mí, buscando a alguien más y dando impacientemente una vuelta alrededor de la habitación. Fui entonces presentada a él bajo el nombre de María Holmes.

Para completar la decepción, habíamos puesto un cubierto más y, al sentarnos a la mesa, dejamos una silla vacía. Tenía deseos de gritar al ver la creciente ansiedad de Ernesto. No pudo contenerse mucho tiempo.

—¿Dónde está mi mujer? —preguntó bruscamente.

—Todavía está durmiendo —respondí.

Era el momento crítico. Pero mi voz le resultó extraña y no reconoció en ella nada familiar. La comida continuó. Hablé mucho y exaltadamente, como habría podido hacerlo la admiradora de un héroe, y estaba claro que mi héroe era él. Mi entusiasta admiración me arrebata y lleva rápidamente al paroxismo, y, antes de que pueda adivinar mi intención, le echo los brazos al cuello y lo beso en los labios. Me aparta violentamente y pasea por todos los rincones miradas contrariadas y perplejas… Los cuatro hombres se echan a reír a carcajadas y luego vienen las explicaciones. Al principio Ernesto se mostró escéptico. Me examinaba minuciosamente y parecía convencido a medias; luego meneaba la cabeza y no quería creer. Fue solamente cuando, volviendo a ser la Avis Everhard de antes, le murmuré al oído secretos conocidos exclusivamente por ella y él, que concluyó por aceptarme como a su verdadera mujer.

Más tarde, ese mismo día, me tomó en sus brazos, afectando un gran embarazo y acusándose de emociones polígamas.

Eres mi querida Avis dijo, pero eres también otra mujer. Siendo dos mujeres en una, constituyes mi harén. Por el momento, nada tengo que temer; mas si alguna vez los Estados Unidos se vuelven inhabitables para nosotros, tengo derechos adquiridos para convertirme en ciudadano de Turquía
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Conocí entonces la dicha perfecta de nuestro refugio. Consagrábamos largas horas a trabajos serios, pero trabajábamos juntos. Nos pertenecíamos el uno al otro largas horas y el tiempo nos parecía precioso. No nos sentíamos aislados, pues había camaradas que venían y se iban, trayendo los ecos subterráneos de un mundo de intrigas revolucionarias y el relato de las luchas entabladas en todo el frente de batalla. No nos faltaban alearías en medio de esas sombrías conspiraciones. Llevábamos con paciencia muchos trabajos y sufrimientos, pero los claros en nuestras filas se llenaban de inmediato y marchábamos siempre adelante; en medio de los golpes y los contragolpes de la vida y de la muerte, encontrábamos tiempo para reír y para amar. Había entre nosotros artistas, sabios, estudiantes, músicos y poetas: en aquella madriguera florecía una cultura más noble y más refinada que en los palacios o las ciudades maravillosas de los oligarcas. Por otra parte, muchos de nuestros camaradas se ocupaban precisamente de embellecer esos palacios y ciudades de ensueño
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Tampoco estábamos confinados en nuestro refugio. Muchas veces, por la noche, para hacer ejercicio, recorríamos a caballo la montaña, sirviéndonos para eso de las cabalgaduras de Wickson. ¡Si supiera cuántos revolucionarios transportaron sus bestias! Llegamos a organizar «picnics» a sitios solitarios que conocíamos, a los que llegábamos antes de la aurora y en los cuales nos quedábamos todo el día, para no regresar sino a la caída de la tarde. Nos servíamos también de la crema y de la manteca de Wickson
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; y Ernesto no tenía empacho en matar sus codornices y sus conejos y hasta, de tanto en tanto, algún gamo.

En verdad, era un refugio de descanso. Me parece haber dicho, sin embargo, que una vez lo descubrieron, y esto me lleva a aclarar el misterio de la desaparición del joven Wickson. Ahora que ya ha muerto, puedo hablar con toda libertad. En el fondo de nuestro agujero había un lugar, invisible desde arriba, adonde el sol daba durante varias horas. Habíamos extendido allí algunos sacos de arena que acarreáramos desde el río, de suerte que siempre estaba seco y tibio y era agradable dejarse tostar allí por el sol. Fue ahí donde una siesta me hallaba amodorrada a medias, con un libro de Mendenhall
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en la mano. Me encontraba tan cómoda y tan segura me sentía que ni siquiera conseguía conmoverme su inflamado lirismo.

Un terrón cayendo a mis Mies me hizo volver a la realidad. Luego escuché allá arriba el ruido de una rodada, y un segundo después un joven, luego de un último resbalón por la pared desmoronada, aterrizó delante de mí. Era Felipe Wickson, a quien yo no conocía entonces. Me miró sereno y silbó suavemente de sorpresa.

—¡Caray! —exclamó; y casi en seguida, descubriéndose, agregó—. Perdone usted. No esperaba encontrar a nadie aquí.

Tuve menos tranquilidad que él. Todavía era novata en cuanto a la conducta que había que observar en las circunstancias graves. Más tarde, cuando me convertí en una espía internacional, me habría mostrado menos turbada, estoy segura. En esa circunstancia, me levanté de un salto y lancé el llamado de peligro.

—¿Qué le pasa? —preguntó, mirándome con aire curioso. ¿Por qué grita?

Era evidente que no había tenido ninguna sospecha de nuestra presencia cuando resbaló hasta allí; lo comprobé con alivio.

—¿Por qué cree usted que grité? —repliqué. Decidamente era muy torpe en aquel entonces.

—No lo sé —respondió, meneando la cabeza—; a menos que usted tenga amigos por aquí. En todo caso, esto exige explicaciones. Hay aquí algo ambiguo: usted está usurpando una propiedad privada. Estas tierras pertenecen a mi padre y…

Pero en ese momento, siempre cortés y suave, le dicen detrás, en voz baja:

—¡Arriba las manos, señorito!—. El joven Wickson levantó primero las manos y luego se volvió para ver de frente a Biedenbach, que le apuntaba con una pistola automática de 30.30. Wickson era imperturbable.

—¡Ajá! —dijo—, un nido de revolucionarios, un verdadero avispero, por lo que veo… Pues bien, no os quedaréis mucho tiempo aquí, os lo aseguro.

—Quizá se quede usted aquí un tiempo suficiente como para que cambie de parecer —respondió tranquilamente Biedenbach—. Mientras tanto, voy a rogarle que venga conmigo adentro.

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