En el tribunal, Ernesto hizo la siguiente declaración:
Si yo hubiese tenido intención de arrojar una bomba, ¿es razonable admitir que habría elegido una inofensiva pieza de fuego artificial como ésta? Ni siquiera había suficiente pólvora adentro. Hizo mucho humo, pero no hirió a nadie más que a mí: estalló justamente a mis pies y no me mató. Creedme que si me decidiese a colocar máquinas infernales, haría estragos. En mis petardos habrá algo más que humo.
El ministerio público declaró que la escasa potencia del artefacto lo mismo que su estallido prematuro, eran otros tantos yerros de los socialistas, y que Ernesto lo había dejado caer por nerviosidad. Esta afirmación estaba confirmada por el testimonio de los que pretendían haber visto a Ernesto manear la bomba y dejarla caer.
En nuestras filas nadie sabía cómo lanzaron la bomba; Ernesto me contó que una fracción de segundo antes de la explosión había oído y visto golpear el suelo a sus pies. Así también lo dijo en el proceso, pero nadie lo creyó. El «merengue ya estaba en el horno», según la expresión popular. El Talón de Hierro había determinado destruirnos, y ahora no iba a desdecirse.
Según el dicho popular, la verdad siempre se abre camino
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. Pero ahora estoy dudando, pues han pasado diecinueve años, y a pesar de nuestros incesantes esfuerzos no hemos llegado a descubrir al hombre que arrojó la bomba. Era evidentemente un emisario del Talón de Hierro, pero nunca hemos obtenido el menor indicio sobre su identidad; hoy sólo resta, clasificar este asunto entre los enigmas históricos.
No es mucho lo que tengo que decir sobre lo que me sucedió personalmente en este período. Me encerraron seis meses en la prisión, sin que se me acusara de ningún crimen. Simplemente, estaba clasificada entre los sospechosos, palabra terrible que muy pronto debería ser conocida por todos los revolucionarios.
Entretanto, nuestro propio servicio secreto, aunque en vías de formación, comenzaba a funcionar. A fines de mi segundo mes de encierro, uno de mis carceleros se me reveló como revolucionario. Varias semanas después, Joseph Pankhurst, que acababa de ser nombrado médico de la prisión, se dio a conocer como miembro de uno de nuestros grupos de combate.
Así, a través de toda la organización de la Oligarquía, la nuestra tejía insidiosamente su telaraña. Me tenían al corriente de todo lo que ocurría en el mundo exterior, y cada uno de nuestros jefes prisioneros se hallaba en contacto con nuestros bravos camaradas disfrazados con la librea del Talón de Hierro. A pesar de que Ernesto estaba encerrado a mil millas de ahí, en la costa del Pacífico, no cesé un solo instante de estar en comunicación con él y hasta pudimos escribirnos con toda regularidad.
Libres o prisioneros, nuestros jefes estaban, pues, en condiciones de dirigir la campaña. Hubiese sido fácil, después de algunos meses, haber hecho evadir a varios; pero puesto que nuestro encierro no entorpecía nuestra actividad, resolvimos evitar toda empresa prematura. Había en las prisiones cincuenta y dos diputados y más de trescientos dirigentes revolucionarios. Decidimos librarlos simultáneamente, pues la evasión de un número pequeño de detenidos habría despertado la vigilancia de los oligarcas e impedido tal vez la liberación de los demás. Estimábamos, además, que la evasión realizada a la vez en todo el país, tendría una enorme repercusión psicológica sobre el proletariado y que esta demostración de nuestra fuerza inspiraría confianza a todos.
En consecuencia, se convino —cuando al cabo de seis meses me soltaron— que yo tenía que desaparecer y buscar un refugio seguro para Ernesto.
Mi desaparición no era empresa fácil.
En cuanto me vi en libertad, los espías del Talón de Hierro no me perdían pisada. Había que hacerles perder la pista y llegar a California. Lo conseguimos de una manera bastante cómica.
Ya estaba muy difundido el sistema de pasaportes a la rusa.
No me atrevía a cruzar el continente con mi propio nombre. Si quería volver a ver a Ernesto, me era forzoso hacer perder completamente mis huellas, pues si me seguían, volverían a prenderlo. No podía tampoco viajar con un vestido' proletario; no tenía más remedio que disfrazarme de miembro de la Oligarquía. Los Oligarcas supremos no eran más que un puñado, pero había millares de personajes de menor magnificencia, por el estilo del señor Wickson, por ejemplo, que poseían algunos millones y que formaban como los satélites de esos astros mayores. Las mujeres y las hijas de esos oligarcas menores formaban legión, y se decidió que yo me haría pasar por una de ellas. Algunos años después la cosa habría resultado imposible, pues el sistema de pasaportes debía perfeccionarse a tal punto que cualquier hombre, mujer o niño, en toda la extensión del territorio, estaría inscripto y sus menores mudanzas registradas.
Cuando llegó el momento, mis espías fueron desviados por una pista falsa. Una hora después, Avis Everhard había dejado de existir, y una tal señora Felisa Van Verdighan, acompañada por dos doncellas y un perrito faldero que también tenía su sirviente
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, entró en el salón de un coche Pullman
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que pocos minutos después rodaba hacia el oeste.
Las tres muchachas que me acompañaban eran revolucionarias, dos de las cuales integraban los Grupos de Combate; la tercera entró en un grupo al año siguiente y fue ejecutada seis meses después por el Talón de Hierro; ésta era la que servía al perro. De las dos doncellas, una, Berta Stole, desapareció doce años más tarde, en tanto que la otra, Anna Roylston, vive todavía y desempeña un papel cada vez más importante en la Revolución
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Atravesamos los Estados Unidos y llegamos a California sin ningún contratiempo. Cuando el tren se detuvo en Oakland, en la estación de la Calle 18, nos apeamos, y Felisa Van Verdighan desapareció para siempre con sus dos doncellas, su perro y la sirvienta de su perro. Camaradas de confianza llevaron a las muchachas. Otros se encargaron de mí. Media hora después de haber abandonado el tren, estaba yo a bordo de un barquito pesquero en aguas de la bahía de San Francisco.
El viento soplaba por rachas, y erramos a la deriva la mayor parte de la noche.
Veía las luces de Alcatraz, en donde estaba encerrado Ernesto, y esta vecindad me reconfortaba. Al alba llegamos, a fuerza de remos, a las islas Marín. Permanecimos ocultos allí todo el día; a la noche siguiente, llevados por la marea e impulsados por un viento fresco, cruzábamos en dos horas la bahía de San Pablo y remontábamos el Petaluma Creek.
Otro camarada me aguardaba allí con caballos, y sin dilación nos pusimos en camino a la luz de las estrellas. Al norte podía ver la masa clara del Sonoma, hacia el cual nos dirigíamos. Dejamos a nuestra derecha la vieja ciudad del mismo nombre y remontamos un cañón que se hundía en los primeros contrafuertes de la montaña. El camino carretero se convirtió en un camino forestal, que se estrechó en una vereda de animales y terminó por borrarse en los pastos de la región alta. Cruzamos a caballo la cima del Sonoma, por ser el camino más seguro; no había nadie allí para reparar en nuestro pasaje.
Nos sorprendió la aurora en la cresta de la vertiente norte y el alba gris nos vio cuesta abajo a través de los chaparrales
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en las gargantas profundas, todavía entibiadas por las vaharadas de este fin de verano, en donde se yerguen las majestuosas sequoias. Era para mí una comarca familiar y querida, y ahora era yo quien servía de baquiano. Allí estaba mi escondrijo, elegido por mí. Abrimos un portón y cruzamos una alta pradera; luego, después de haber franqueado una loma cubierta de encinas, bajamos a una pradera más pequeña. Volvimos a trepar a otra cima, esta vez al abrigo de madroños y manzanitas
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encarnadas. Los primeros rayos del sol calentaron nuestras espaldas mientras subíamos. Una bandada de codornices se elevó con gran alboroto del soto. Un enorme conejo atravesó nuestro camino en saltos rápidos y silenciosos. Luego, un gamo de gran cornamenta, con el cuello y la paleta teñidos de rojo por el sol, trepó la cuesta delante de nosotros y desapareció detrás de la cima.
Después de un rato de galope en su persecución, descendimos a pique por una pista en zigzag que el cérvido había desdeñado, hacia un magnífico grupo de sequoias que rodeaban un estanque de aguas ennegrecidas por los minerales que arrastraban las laderas de la montaña. Conocía el camino hasta en sus menores detalles. En otro tiempo, uno de mis amigos, escritor, había sido dueño de la finca; él también se había hecho revolucionario, pero con menos suerte que yo, pues ya había desaparecido y nunca nadie supo cuándo ni cómo lo habían matado. Sólo él conocía el secreto del escondrijo a donde me dirigía. Había comprado el «rancho» por su belleza pintoresca y pagado caro, con gran escándalo de los granjeros de la zona. Le gustaba contarme cómo, cuando mencionaba el precio, los granjeros meneaban la cabeza consternados, y luego de una seria operación aritmética mental, acababan por declarar:
—Usted no podrá sacar ni siquiera el seis por ciento.
Pero había muerto, y sus hijos no habían heredado la finca. Cosa curiosa: pertenecía al señor Wickson, que actualmente poseía todas las laderas orientales y septentrionales del Sonoma, desde el campo de los Spreckels hasta la línea divisoria de aguas del valle Bennett. Tenía allí un magnífico parque de gamos, que se extendía por miles de acres de praderas en suave declive, de sotos y cañones, en donde los animales triscaban en una libertad casi semejante a la del estado salvaje. Los antiguos dueños del campo habían sido expulsados y un asilo del Estado para débiles mentales había sido demolido, a fin de dejar sitio a los gamos.
Para coronar el todo, el pabellón de caza del señor Wickson estaba a un cuarto de milla de mi refugio. Pero lejos de ser un peligro, era una garantía de seguridad. Nos cobijábamos bajo la misma égida de uno de los oligarcas secundarios. Esta situación alejaba toda sospecha. El último rincón del mundo a donde los espías del Talón de Hierro imaginarían buscarnos, a Ernesto y a mí, era el parque de gamos de Wickson.
Maneamos nuestros caballos bajo las sequoias. De un escondrijo practicado en el hueco de un árbol podrido, mi compañero sacó un montón de pertrechos: un saco de harina de cincuenta libras, cajas de conservas de todas clases, batería de cocina, mantas, brin engomado, libros y útiles para escribir, un gran paquete de cartas, un bidón de cinco galones de petróleo y un rollo de una cuerda fuerte. Este aprovisionamiento era tan considerable, que hubieran sido necesarios varios viajes para transportarlo a nuestro asilo.
Felizmente, el refugio no estaba lejos. Cargué con el paquete de cuerdas y, tomando la delantera, me metí en un soto de arbustos y de viñas entrelazadas que penetraba como una avenida de verdor entre dos montículos poblados de árboles y terminaba bruscamente en la orilla escarpada de un curso de agua. Era un arroyito alimentado por fuentes que no secaban ni los más fuertes calores del verano. Por todos lados se elevaban montículos arbolados: había un nutrido grupo; parecían arrojados allí por el gesto negligente de algún titán. Desprovistos de esqueleto rocoso, esos montículos se erguían a algunas centenas de pies de su base, pero estaban formados por tierra volcánica, el famoso suelo de viñas de Sonoma. Entre esos montículos el arroyuelo se había cavado un lecho de mucho declive y profundamente encajonado.
Fue menester emplear pies y manos para descender hasta el lecho del arroyo y, una vez allí, para seguir su curso durante unos cien metros. Entonces llegamos hasta el gran agujero en el sentido corriente de la palabra. Había que arrastrarse en un enmarañado matorral de malezas y de arbustos y al final uno se encontraba al borde de un abismo verde. A través de esa pantalla, se podía calcular que tenía cien pies de largo, otro tanto de ancho y aproximadamente la mitad de profundidad. Tal vez a causa de alguna fisura que se había producido cuando los montículos, fueron arrojados allí y seguramente por efecto de una caprichosa erosión, la excavación se había producido en el curso de los siglos por el desagüe del arroyo. En ninguna parte aparecía la tierra desnuda. No se veía más que un tapiz vegetal, desde los pequeños musgos llamados cabellos de virgen y helechos de hojas doradas por debajo hasta las imponentes sequoias y los abetos de Douglas. Esos grandes árboles crecían aún en el muro de la sima. Algunos tenían una inclinación de cuarenta y cinco grados, pero la mayor parte se alzaban casi verticales sobre el suelo blando.
Era un escondrijo ideal. Nadie iba jamás por allí, ni siquiera los chicos de la aldea de Glen Ellen. Si el agujero hubiese estado situado en el lecho del cañón de una o varias millas de largo, habría sido muy conocido. Pero eso no era un cañón. De uno a otro extremo, el curso de agua no tenía más de quinientos metros de largo. A trescientos metros más arriba del agujero, nacía de una fuente, al pie de una pradera baja; a cien metros río abajo desembocaba en país descubierto y volvía a reunirse con el río a través de un terreno herboso y ondulado.
Mi compañero dio con la cuerda una vuelta alrededor de un tronco y, luego de atarme, me hizo bajar. En un instante estuve en el fondo y en un tiempo relativamente corto me envío por el mismo camino todas las provisiones del escondite. Izó la cuerda, la escondió, y antes de partir, me lanzó un afectuoso y cordial ¡hasta la vista!
Antes de proseguir, tengo que decir algunas palabras de ese camarada, John Carlson, humilde militante de la Revolución, uno de los innumerables fieles que se agrupaban en nuestras filas. Trabajaba en casa de Wickson, en las caballerizas del pabellón de caza. Efectivamente, fue en los caballos de Wickson que cruzamos el Sonoma. Desde casi veinte años ya —en el momento en que escribo esto—, John Carlson ha sido el guardián del refugio, y durante todo ese tiempo, estoy segura de que ningún pensamiento desleal ha rozado su espíritu, ni siquiera en sueños. Era un carácter flemático y pesado, a tal punto que uno no podía menos de preguntarse qué es lo que la Revolución representaba para él. Y, sin embargo, el amor a la libertad proyectaba un fulgorsereno en esta alma oscura. En ciertos aspectos, era mejor que no estuviese dotado de una imaginación inquieta. Nunca perdía la cabeza. Sabía obedecer las órdenes y no era curioso ni charlatán. Un día le pregunté cómo se explicaba que fuese revolucionario.