El tango de la Guardia Vieja (35 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Romántico

BOOK: El tango de la Guardia Vieja
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—Hay excepciones, naturalmente. Y eres una de ellas, amigo mío. A pocos he visto cruzar el vestíbulo de un hotel, dar fuego a una mujer o pedir un vino a un sommelier como lo haces tú. Y eso que nací cuando Leningrado se llamaba San Petersburgo… Imagina lo que he visto, y lo que veo.

Dio unos pasos Max, recorriendo el salón con cautela de cazador. Aunque la villa era una de las típicas construcciones de principios de siglo, el interior estaba amueblado de forma funcional y escueta, a la más reciente moda: líneas rectas y limpias, paredes desnudas excepto por algún cuadro moderno, muebles de acero, madera pulida, cuero y cristal. Los ojos vivos del antiguo bailarín mundano, adiestrados en el oficio de buscavidas, no perdían detalle del lugar ni de los invitados. Ropa, joyas, bisutería, conversaciones. Humo de tabaco. Con pretexto de sacar un cigarrillo se detuvo entre salón y vestíbulo para echar un vistazo a la escalera que conducía al piso superior. Según los planos que había estudiado en su habitación del Negresco, más allá se encontraban la biblioteca y el despacho que usaba Ferriol cuando iba a Niza. Acercarse a la biblioteca no era difícil: la puerta estaba abierta, y al fondo relucía el dorado de los libros en sus estantes. Anduvo unos pasos con la pitillera abierta en la mano y se detuvo de nuevo, esta vez con actitud de prestar atención a los cinco músicos vestidos de etiqueta que tocaban un swing suave —
I Can’t Get Started
— entre macetas con plantas, cerca de una vidriera que daba por aquella parte al jardín. Apoyado en la puerta de la biblioteca, cerca de una pareja de franceses que discutían en voz baja —la mujer era rubia y atractiva, con exceso de maquillaje en los párpados—, encendió al fin el cigarrillo, miró dentro de la habitación y localizó la puerta del despacho, que según los informes solía estar cerrada con llave. El acceso no era difícil, concluyó. Todo estaba en la primera planta, y no había rejas. La caja fuerte se encontraba en un armario empotrado en la pared, cerca de una ventana. A falta de poder verla desde fuera, esa ventana era un camino posible. Otro, la vidriera junto a la que tocaban los músicos, que daba a una terraza. Punta de diamante o destornillador para la ventana, ganzúa para la cerradura del despacho. Una hora dentro, algo de suerte y todo resuelto. En esa fase, al menos.

Llevaba demasiado tiempo solo en el vestíbulo, y eso no convenía. Aspiró el humo del cigarrillo mientras miraba alrededor con aire indolente. Llegaban los últimos invitados. Ya había hecho un par de contactos previos, sonrisas adecuadas, palabras amables. Gestos idóneos con las señoras como destinatarias, simpatía de franca apariencia para maridos y acompañantes. Después de la cena algunas parejas se animarían a bailar; por lo general eso daba a Max oportunidades casi infalibles —sobre todo con las mujeres casadas: solían tener problemas, lo que allanaba el camino y le ahorraba a él conversación—; pero no estaba dispuesto a internarse por tan peligroso terreno aquella noche. No podía llamar la atención. No allí, en absoluto, con lo que había en juego. Sin embargo, al moverse sentía de vez en cuando las miradas de ellas. Algún comentario en voz baja: quién es ese hombre apuesto, etcétera. Por esas fechas tenía Max treinta y cinco años y llevaba quince interpretando miradas. Todos atribuían su presencia allí a una vaga
liaison
con Asia Schwarzenberg, y era conveniente que así lo creyeran. Decidió acercarse a un grupo de dos hombres y una mujer que conversaban en un sofá de cuero y acero, sentados ella y uno de los hombres, de pie el otro. Ya había bromeado con el que estaba sentado, a poco de llegar: un tipo algo grueso, de bigotito rubio, pelo cortado a cepillo y rostro simpático, que le había dado su tarjeta: Ernesto Keller, cónsul adjunto de Chile en Niza. También la mujer le era familiar, aunque no de aquella noche. Una actriz, creyó recordar. Española, también. Bella y seria. Conchita algo. Monteagudo, quizá. O Montenegro. Por un instante, todavía inmóvil, se vio en un espejo grande de marco liso y ovalado que estaba sobre una mesa estrecha de cristal: la blancura resplandeciente de la camisa entre las solapas de raso negro, del pañuelo que asomaba en el bolsillo superior, de la porción exacta de puño almidonado que sobresalía de cada manga de su chaqueta de smoking entallada en la cintura; una mano introducida con negligencia en el bolsillo derecho del pantalón, otra medio alzada con el cigarrillo humeante, mostrando parte de la correa y la caja de oro de un cronómetro extraplano Patek Philippe que valía ocho mil francos. Después miró la alfombra de grandes rombos blancos y marrones bajo el charol de sus zapatos, y pensó —seguía haciéndolo a menudo— en su amigo el cabo legionario Boris Dolgoruki-Bragation. Lo que habría dicho, o reído, entre dos copas de coñac, de seguir vivo, al verlo allí de tal guisa. Desde el niño que jugaba en las orillas del Riachuelo en Buenos Aires, o desde el soldado que ascendía fusil en mano entre cadáveres momificados bajo el sol por la cuesta calcinada de Monte Arruit, Max Costa había recorrido un largo camino hasta pisar la alfombra de esa villa en la Costa Azul. Y aún quedaba un difícil tramo hasta la puerta del despacho que aguardaba cerrada, al fondo de la biblioteca, insondable como el Destino. Aspiró una bocanada corta y precisa de humo, mientras concluía también que los azares y riesgos de ciertos caminos nunca se desvanecían del todo —el recuerdo de Fito Mostaza, superpuesto al de los espías italianos, lo desasosegó de nuevo—. Y que, en esencia, el único día realmente fácil en su vida era el que cada noche, al sumirse en un sueño siempre indeciso e inquieto, lograba dejar atrás.

Entonces olió un perfume suave, cercano, de mujer.
Arpège
, identificó por instinto. Y al volverse —habían pasado nueve años desde Buenos Aires—, vio a su lado a Mecha Inzunza.

8. La vie est brève

—Sigues fumando esos cigarrillos turcos —comentó ella.

Lo miraba más curiosa que sorprendida, como si intentara encajar piezas dispersas en un lugar adecuado: su bien cortada ropa de etiqueta, sus facciones. Reflejos de luz eléctrica parecían suspendidos en las pestañas de la mujer. El mismo efecto luminoso de las lámparas cercanas resbalaba por el satén color marfil del vestido de noche que moldeaba sus hombros y caderas, los brazos desnudos y la hendidura profunda del escote en la espalda. Tenía la piel bronceada y llevaba el cabello a la moda, un poco más largo que en Buenos Aires; ligeramente ondulado, con raya y despejada la frente.

—¿Qué haces aquí, Max?

Lo dijo al cabo de un instante de silencio. No era pregunta sino conclusión, y el sentido era evidente: de ningún modo aquello podía estar ocurriendo. Ninguna trayectoria vital del hombre que Mecha Inzunza había conocido a bordo del
Cap Polonio
podía haberlo llevado de modo natural hasta aquella casa.

—Responde… ¿Qué haces aquí?

Había dureza en la insistencia, ahora. Y Max, que tras el estupor inicial —con despuntes de pánico— empezaba a recobrar la sangre fría, comprendió que seguir callado era un error. Reprimiendo el deseo de retroceder y protegerse —se sentía como una almeja cruda que acabara de recibir un chorro de limón— miró los reflejos gemelos de miel mientras procuraba desmentirlo todo con una sonrisa.

—Mecha —dijo.

Sólo era un modo de ganar tiempo. Su nombre y la sonrisa. Pensaba a toda prisa, o intentaba hacerlo. Sin efecto. Dirigió una ojeada breve y cauta, casi imperceptible, a uno y otro lado, por si el diálogo llamaba la atención de algún invitado. La mujer advirtió el gesto, pues los reflejos dorados se endurecieron en sus ojos, bajo las cejas depiladas en dos finas líneas de lápiz marrón. Se conserva bellísima, pensó él absurdamente. Más cuajada y más hembra. Después miró la boca ligeramente entreabierta, pintada de rojo intenso —seguía mostrándose, sin embargo, menos furiosa que expectante—, y su mirada acabó por deslizarse hasta el cuello. Entonces reparó en el collar: hermosas perlas de suave brillo casi mate, en tres vueltas. Esta vez la estupefacción se plasmó en su cara. O era idéntico al que él había vendido nueve años atrás, o era el mismo.

Quizá aquello lo salvó, habría de concluir más tarde. Su expresión de asombro mirando el collar. El apunte súbito de triunfo en los ojos de ella cuando pareció penetrar sus pensamientos como a través de un cristal. La mirada irónica, primero, sustituyendo al desprecio; y luego la risa tenue, contenida, que agitó su garganta y sus labios hasta rozar la carcajada. Había levantado una mano —en la otra sostenía un pequeño bolso baguette en piel de serpiente—, y los dedos largos y esbeltos con uñas lacadas en tono idéntico a los labios, sin otra joya que la alianza de oro, se apoyaban sobre las perlas.

—Lo recuperé una semana después, en Montevideo. Armando lo buscó para mí.

La imagen del marido pasó fugazmente entre los recuerdos de Max. Desde Buenos Aires lo había visto en fotografías de revistas ilustradas; incluso un par de veces en noticieros de cinematógrafo, con el fondo musical de su tango famoso.

—¿Dónde está él?

Miró alrededor al decirlo, inquieto, preguntándose hasta qué punto la presencia de Armando de Troeye podía agravar las cosas; pero se tranquilizó al verla encoger los hombros, ensombrecida.

—No está… Se encuentra lejos, ahora.

Era Max hombre de recursos, pues los años habían templado su carácter en lances complejos. Mantener el control de las emociones suponía, con frecuencia, escapar por escaso margen al desastre. En aquel momento, mientras intentaba pensar con rapidez y precisión, la certeza de que mostrar inquietud podía acercarlo más de lo conveniente a una cárcel francesa bastó para darle apoyo técnico. Una vía por la que recobrar el control de la situación, o limitar los daños. Paradójicamente, apuntó su instinto, es el collar lo que puede salvarme.

—El collar —dijo.

Lo hizo sin saber lo que diría a continuación; sólo por ganar de nuevo tiempo y establecer un punto defensivo. Pero fue suficiente. Ella volvió a tocar las perlas. No rió esta vez, como antes, pero recobró la mirada desafiante. La sonrisa triunfal.

—La policía argentina se portó muy bien con nosotros. Atendieron a mi marido cuando fue a denunciar la desaparición de las perlas, y lo pusieron en contacto con sus colegas uruguayos… Armando fue a Montevideo y recuperó el collar del hombre al que se lo vendiste.

Él había acabado su cigarrillo y miraba alrededor con la colilla humeante entre dos dedos, buscando dónde dejarla como si eso exigiera toda su atención. Al fin la apagó en un cenicero de grueso cristal tallado que estaba sobre una mesita cercana.

—¿Ya no bailas, Max?

La encaró, por fin. Mirándola a los ojos con cuanta serenidad pudo reunir. Y debió de hacerlo con el aplomo adecuado, pues tras la pregunta, formulada en tono ácido, ella se lo quedó mirando, reflexiva, antes de mover la cabeza en afirmación silenciosa a algún pensamiento que él no pudo penetrar. Como admirada y divertida a un tiempo por la calma del hombre. Por su tranquilo descaro.

—Llevo otra clase de vida —dijo él.

—La Riviera no es mal lugar para llevarla… ¿De qué conoces a Suzi Ferriol?

—Vine con una amiga.

—¿Qué amiga?

—Asia Schwarzenberg.

—Ah.

Los invitados empezaban a dirigirse al comedor. La joven rubia que había estado discutiendo en francés pasó cerca, seguida por su acompañante; dejando ella un rastro de perfume vulgar, y él mirando la hora en un reloj de bolsillo.

—Mecha. Estás…

—Déjalo, Max.

—He oído el tango. Mil veces.

—Sí. Supongo que sí.

—Quisiera explicarte algunas cosas.

—¿Explicar? —otro doble destello dorado—. Es impropio de ti… Al verte pensé que estos años te habían mejorado un poco. Prefiero tu cinismo a tus explicaciones.

Creyó conveniente Max no hacer comentarios a eso. Se mantenía junto a la mujer, erguido y con apariencia tranquila, cuatro dedos de la mano derecha metidos en el bolsillo de la chaqueta. Entonces la vio sonreír levemente, cual si se burlase de sí misma.

—Estuve un rato observándote de lejos —dijo ella— antes de acercarme.

—No te vi. Lo siento.

—Sé que no me viste. Estabas concentrado, pensativo. Me pregunté en qué pensabas… Qué hacías aquí y en qué pensabas.

No me va a delatar, concluyó Max. No esta noche, al menos. O no antes del café y los cigarrillos. Sin embargo, pese a esa seguridad momentánea, era consciente del terreno resbaladizo. Necesitaba tiempo para pensar. Para establecer si la aparición en escena de Mecha Inzunza complicaba las cosas.

—Te reconocí al momento —seguía diciendo ella—. Sólo quería decidir qué hacer.

Señaló, al otro lado del vestíbulo, una escalera que lo comunicaba con el piso superior. Al pie de ella había macetones con grandes ficus y una mesa de la que un camarero recogía copas vacías.

—Me fijé en ti mientras bajaba por la escalera, porque no te sentabas. Eres de los pocos que no lo ha hecho… Hay hombres que se sientan y hombres que se quedan de pie. Suelo desconfiar de estos últimos.

—¿Desde cuándo?

—Desde que te conocí… No recuerdo haberte visto sentado casi nunca. Ni a bordo del
Cap Polonio
, ni en Buenos Aires.

Dieron unos pasos en dirección al comedor, deteniéndose en la puerta para confirmar sus lugares en la cartulina del atril. Max se reprochó no haber mirado antes todos los nombres anotados en torno a la mesa. El de ella estaba allí, sin embargo:
Sra. Inzunza
.

—¿Y qué haces tú aquí? —inquirió.

—Vivo cerca, a causa de la situación en España… Tengo alquilada una casa en Antibes, y a veces visito a Suzi. Nos conocemos desde el colegio.

En el comedor, los invitados ocupaban sus sillas en torno a la mesa, donde una cubertería de plata relucía sobre el mantel junto a candelabros de cristal con forma de espirales rojas, verdes y azules. Susana Ferriol, que atendía a sus invitados, reparó en Mecha y Max ligeramente desconcertada; sorprendida por verlo —él estaba seguro de que su anfitriona ni siquiera recordaba el nombre— en conversación aparte con su amiga.

—¿Y tú, Max?… Todavía no me has dicho qué haces en Niza. Aunque puedo suponerlo.

Sonrió él. Fatiga mundana, simpática. Calculada al milímetro.

—Quizá te equivoques al suponer.

—Veo que has perfeccionado esa sonrisa —ahora lo estudiaba de arriba abajo con irónica admiración—… ¿Qué más has perfeccionado en estos años?

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