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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (2 page)

BOOK: El templo de Istar
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—Hace dos años entró en la Torre de la Alta Hechicería —recordó Astinus, con voz desapasionada, al comprobar que Crysania se unía a él en la ventana—. Franqueó sus puertas en medio de la noche, la única luna que surcaba el firmamento era aquella que ninguna luz proyecta. Atravesó el Robledal de Shoikan, un bosque de árboles malditos que ningún mortal, ni siquiera los kenders, osan jalonar. Se abrió camino hasta la cancela donde aún yacía suspendido el cuerpo del mago perverso que, al exhalar su último suspiro, envolvió la Torre en una maldición y se arrojó desde sus almenas, ensartándose en la verja como un temible centinela. Pero cuando él arribó, el guardián se inclinó ante su figura, las puertas se abrieron sin oponer la menor resistencia y Raistlin se recluyó entre tan misteriosos muros. En todo este tiempo nadie ha observado ningún movimiento ni indicio de vida. Él no ha salido y, si ha admitido a alguien, su acceso pasó desapercibido a los palanthianos. ¿Y tú esperas que aparezca aquí?

—Es el Amo del Pasado y del Presente —afirmó Crysania encogiéndose de hombros—. Al venir no hizo sino cumplir los augurios.

Astinus la contempló asombrado.

—¿Conoces su historia?

—Por supuesto —contestó tranquila la sacerdotisa, clavando en el cronista una fugaz mirada y desviando de nuevo los ojos hacia la Torre, que comenzaba a fundirse con las sombras nocturnas—. Un buen general siempre estudia al enemigo antes de entablar la lucha. Ningún detalle relativo a Raistlin Majere puede escapárseme, y sé que esta noche se presentará.

Crysania siguió atisbando la enigmática Torre con el mentón alzado, sus labios exangües cerrados en una línea recta y las manos enlazadas en la espalda.

El rostro del historiador asumió una súbita gravedad y, tras unos instantes de meditación en los que sus ojos parecieron entelarse, dijo con la voz carente de emociones que le caracterizaba:

—Estás muy segura de ti misma, Hija Venerable de Paladine. ¿Por qué?

—Mi dios me ha hablado —fue la concluyente respuesta de Crysania, que no apartaba la vista de la oscura mole—. En un sueño se dibujó en mi mente el Dragón de Platino y me reveló que el Mal, después de ser desterrado del mundo, había regresado encarnado en Raistlin Majere, el mago de Túnica Negra. Nos enfrentamos a un terrible peligro, y me ha sido concedido el honor de combatirlo. —A medida que hablaba su semblante marmóreo se fue animando, y un fulgor de claridad envolvió sus ojos grises—. ¡Será la prueba de mi fe a la que he suplicado someterme! Ya en mi niñez presentí que estaba destinada a realizar una gran hazaña, un servicio importante al mundo y sus pobladores. Ahora tengo mi oportunidad.

La severidad se iba adueñando del rostro de Astinus, hasta que al fin inquirió de forma abrupta:

—¿Paladine se dirigió a ti en estos términos?

Crysania, percibiendo la desconfianza de aquel hombre, selló sus labios. El fino surco que se esbozó en su frente fue la muestra visible de su ira, además de una calma, aún más estudiada, con que pronunció sus próximas palabras.

—Lamento haber mencionado esta revelación, Astinus, discúlpame. Se trata de un diálogo entre mi dios y yo, algo sagrado que nunca debe discutirse. Sólo lo he sacado a relucir para demostrarte que el maligno hechicero no dejará de venir. No puede evitarlo, es Paladine quien se lo ordena.

Tanto se enarcaron las cejas del historiador que casi desaparecieron en su cano cabello.

—Ese «maligno hechicero», tal como tú le llamas, sirve a una divinidad tan poderosa como Paladine: Takhisis, la Reina de la Oscuridad. O quizá no debería emplear el verbo «servir» refiriéndome a él —apostilló con una sonrisa irónica.

La frente de la sacerdotisa se relajó, y ésta recuperó la serenidad al responder:

—El Mal se vuelve contra sí mismo y el Bien vencerá de nuevo, del mismo modo que se impuso en la Guerra de la Lanza. Derrotasteis entonces a Takhisis y a sus dragones y, con la ayuda de Paladine, yo triunfaré contra la perversidad al igual que Tanis, el Semielfo, el héroe que expulsó de Krynn a la Reina Oscura.

—Si Tanis, el Semielfo, obtuvo aquella victoria fue gracias al concurso de Raistlin Majere —replicó Astinus imperturbable—. ¿O acaso es ésa una parte de la leyenda que prefieres ignorar?

Ningún atisbo de emoción alteró la plácida expresión de la sacerdotisa. Sin cesar de sonreír, indicó al cronista con el dedo extendido hacia la calle:

—Míralo, ahí viene.

El sol se ocultó tras las lejanas montañas y el cielo, iluminado por un postrer resplandor, asumió unas bellas tonalidades purpúreas. Unos criados entraron en silencio en la alcoba para encender la fogata, que prendió sin sobresalto, como si el historiador le hubiera enseñado a mantener intacto el reposo de la Gran Biblioteca. Crysania volvió a sentarse en la incómoda silla, juntando de nuevo las manos en su regazo. Su semblante denotaba la frialdad y calma habituales, si bien un tenue fulgor en sus ojos grises revelaba la intensa excitación de su pálpito.

Nacida en el seno de la noble y acaudalada familia Tarinius de Palanthas, una familia casi tan antigua como la ciudad misma, Crysania había gozado del bienestar que el dinero y el rango suelen otorgar. Inteligente, poseedora de una férrea voluntad, podría haberse convertido en una mujer testaruda y caprichosa de no haber alimentado sus sabios y amantes progenitores el enérgico talante de su hija para que floreciera bajo la forma de una inquebrantable confianza en sí misma. En toda su vida, Crysania había cometido tan sólo un acto susceptible de disgustar a sus padres, pero de tal naturaleza que les había causado un hondo pesar. Había rehusado contraer matrimonio con un apuesto y aristocrático joven, llevada por el deseo de consagrar su existencia al servicio de unos dioses largo tiempo olvidados.

Oyó por vez primera las palabras del clérigo Elistan cuando éste visitó Palanthas tras concluir la Guerra de la Lanza. Su nueva religión, que no era sino una manifestación de las creencias más ancestrales, se extendía como la pólvora por Krynn desde que la leyenda atribuyera a su fe un papel decisivo en la derrota de los reptiles perversos y sus amos, los Señores de los Dragones.

Mientras lo escuchaba, su actitud estaba teñida de escepticismo. Aquella mujer se había criado entre relatos en los que se explicaba cómo las divinidades habían castigado a Krynn con el Cataclismo, derribando la montaña de fuego para asolar la tierra y hundir la ciudad sagrada de Istar bajo el Mar Sangriento. Más tarde, según el rumor popular, los dioses volvieron la espalda a sus criaturas y rechazaron cualquier vínculo con ellas. Crysania estaba dispuesta a oír cortésmente a Elistan, pero guardaba argumentos contrarios a sus afirmaciones y deseaba exponérselos.

Al conocerlo recibió una impresión favorable. Elistan se hallaba por entonces en pleno apogeo, era un ser atractivo y fuerte pese a su edad algo avanzada y se asemejaba a aquellos antiguos clérigos que batallaron —así lo contaban las leyendas— con el caballero Huma. Al iniciarse la velada Crysania encontró motivos para admirarle y al concluir se arrodilló a sus pies sollozando de gozo, convencida de que su alma había dado con el ancla que le faltaba.

El mensaje de su arenga fue que los dioses no habían abandonado a los hombres. Fueron éstos quienes se alejaron de las divinidades, exigiendo en un alarde de orgullo lo que el gran Huma había pretendido obtener a través de la humildad. Al día siguiente Crysania dejó hogar, riquezas, servidumbre, padres y cortejadores para mudarse al frío y reducido habitáculo sobre el que Elistan quería construir el nuevo templo de Palanthas.

Ahora, dos años después, la muchacha se había convertido en una de las Hijas Venerables de Paladine, una de las pocas elegidas que habían sido juzgadas dignas de conducir a la Iglesia en sus nuevos balbuceos. Esta paciente institución necesitaba de sangre fuerte y joven para propagarse, como respaldo de la energía y vitalidad que tan generosamente le había instilado Elistan. Al parecer el dios al que éste había servido con abnegada lealtad se disponía a llamarle a su regazo, y cuando sucediera el triste evento había de ser Crysania quien realizase su trabajo o, al menos, ésta era la creencia generalizada.

La sacerdotisa sabía que estaba preparada para aceptar el liderazgo de la Iglesia, pero ¿era suficiente? Como le había confesado a Astinus, presintió desde su tierna infancia que estaba en su destino ofrecer al mundo un importante servicio. Guiar a los fieles en tareas rutinarias, ahora que la guerra había concluido, se le antojaba aburrido e incluso mundano, razón por la que suplicaba a menudo a Paladine que le asignase una tarea realmente espinosa. Anhelaba sacrificarlo todo, incluso la vida, en aras de su fidelidad al dios del Bien.

Y, al fin, sus plegarias obtenían respuesta. En estos momentos esperaba, presa de una ansiedad que no lograba disimular. Ni siquiera el encuentro con aquel hombre, al decir de muchos la más poderosa fuerza del Mal en Krynn, le inspiraba el más ínfimo temor. De habérselo permitido su exquisita educación habría torcido el labio en una mueca desdeñosa. ¿Qué perversidad podía resistirse a la inquebrantable espada de su fe? ¿Qué malevolencia era capaz de traspasar su refulgente armadura?

Como un caballero que se dirigiera a una justa coronado con la guirnalda de su amor, sabedor de que no podía perder con tales prebendas ondeando al viento, Crysania mantuvo su mirada fija en la puerta y aguardó los clarines que anunciaban el torneo. Cuando se abrió la pesada hoja apretó aún más sus manos, que mantenía enlazadas y en reposo, animada por una gran excitación.

Entró Bertrem y sus ojos se clavaron en Astinus, que se encontraba inmóvil como una columna de piedra en una rígida butaca junto al fuego.

—El mago Raistlin Majere —declaró, más su voz se quebró en la última sílaba. Quizás evocaba la última vez que había introducido a este visitante, el día en que Raistlin apareció en la escalinata de la Gran Biblioteca moribundo y vomitando sangre. El cronista frunció el ceño frente a la falta de control del Esteta, quien se escabulló hacia el pasillo con toda la rapidez que le permitieron los volátiles pliegues de su túnica.

En un gesto involuntario, Crysania contuvo el aliento. Al principio no vio sino una sombra de negrura en el umbral, como si la misma noche hubiera tomado forma en la entrada. El impreciso contorno hizo una pausa.

—Adelante, viejo amigo —lo invitó Astinus con aquella voz desnuda de emociones.

Una tibia aureola rodeaba a la sombra, las llamas del hogar reverberaban en el negro terciopelo de su túnica. El fulgor se esparció en diminutas chispas, provocadas por el reflejo de la luz sobre las hebras de plata con que estaban bordadas las runas de la capucha, hasta que el sombrío ente fue tomando el aspecto de una figura envuelta en oscuros ropajes. Durante unos breves instantes el único indicio de que semejante criatura poseyera atributos humanos lo constituyó una mano esquelética apoyada en un bastón de madera. Coronaba la vara una bola de cristal, sostenida por la garra tallada de un Dragón Dorado.

Cuando la figura se introdujo en la estancia, la sacerdotisa sintió el aguijón del desencanto. ¡Había rogado a Paladine que le impusiera una tarea difícil! ¿A qué mal recalcitrante había de enfrentarse en aquella criatura? Ahora que podía verla con total claridad no distinguió sino un hombre enjuto, frágil, con los hombros ladeados, que parecía necesitar de su bastón para caminar a causa de una debilidad invencible. Conocía su edad, no sobrepasaba los veintinueve años, y, sin embargo, se movía como un humano de noventa que tuviera que andar despacio a fin de sostenerse sobre sus piernas.

«¿Qué prueba de mi fe entraña el hecho de vencer a este desecho? —recriminó la muchacha a Paladine—. No tengo que actuar para derrotarlo, el mal que anida en sus entrañas lo devora sin mi participación.»

Situándose frente a Astinus, de espaldas a Crysania, Raistlin descubrió su cabeza al desprenderse de la capucha.

—Saludos, ser inmortal —dijo a Astinus con voz queda.

—Saludos, Raistlin Majere —respondió el cronista sin levantarse. Ribeteaba su voz una nota sarcástica, como si compartiera con el mago una broma secreta—. Permite que te presente a Crysania, de la casa de Tarinius.

Raistlin se volvió y ahora sí, ahora Crysania dio un respingo a la vez que un terrible dolor en el pecho le impedía articular las palabras e, incluso, respirar. Unas agujas invisibles pero punzantes traspasaban las yemas de sus dedos, un frío inexplicable convulsionó su cuerpo. Se arrebujó en su asiento sin poder evitarlo, con las manos agarrotadas y las uñas hundidas en la mortecina carne.

No veía ante ella más que un par de ojos dorados que brillaban desde las profundidades del abismo. Sus órbitas se asemejaban a un vacuo espejo que nada había de revelar del alma que cobijaban. Y las pupilas… la sacerdotisa las contempló en un rapto de terror. En medio de los áureos resplandores se dibujaban ¡sendos relojes de arena! En cuanto al rostro, no resultaba más halagüeño. Desfigurada por el sufrimiento, marcada por la torturada existencia que aquel ser había llevado durante siete años, desde que las duras pruebas en la Torre de la Alta Hechicería despojaran a su cuerpo del hálito de la vida y revistieran su piel de unos tintes metálicos, la faz del hechicero era una máscara impenetrable, tan insensible como la garra que adornaba el bastón.

—Hija Venerable de Paladine —susurró el humano con respeto y quizás un atisbo de reverencia.

Crysania se sobresaltó. Estaba perpleja, no era esto lo que esperaba.

Por alguna razón, la mujer no pudo moverse. La mirada del mago la tenía atenazada, y se preguntó con desasosiego si no la habría sumido en un hechizo. Como si hubiera adivinado su zozobra, él recorrió la alcoba y se detuvo frente a su silla en una actitud tranquilizadora de tal manera que, al alzar la vista, sus dorados ojos se le antojaron más cordiales pese al reflejo oscilante de las llamas.

—Hija Venerable de Paladine —repitió Raistlin, envolviéndola su voz en una suavidad comparable tan sólo a la aterciopelada negrura de su túnica—. Espero que te encuentres bien —añadió, pero ahora la sacerdotisa percibió un timbre de cínico sarcasmo. No le importó, sin embargo, pues para un desafío sí estaba preparada. Su tono respetuoso la había sorprendido, admitió enojada consigo misma, pero ahora, por fin, se había sobrepuesto a su momentánea flaqueza. Tras ponerse en pie, a su mismo nivel, aferró sin proponérselo el Medallón de Paladine y el contacto del frío metal le infundió valor.

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