Read El templo de Istar Online
Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman
Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil
«Ahora soy un héroe», caviló Tanis a la vez que estudiaba apesadumbrado la variopinta colección de condecoraciones que exhibía: el pectoral de los Caballeros de Solamnia; el cinto de seda verde emblema de los corredores de Silvanesti, las legiones más respetadas de los elfos; el medallón de Kharas, el más alto honor que podían conceder los enanos, y otras insignias similares. Nadie, humano, elfo o mestizo había sido más agasajado. ¡Qué ironía, él que detestaba los premios y las ceremonias se veía ahora obligado a llevar tan llamativos distintivos porque se lo exigía su rango! El viejo enano se habría reído de buen grado de poder contemplar su porte.
«¿Tú, un héroe?» —Casi oía sus burlas. Pero Flint estaba muerto, abandonó el mundo hacía dos primaveras entre los brazos de Tanis.
«¿Por qué la barba? Ya eres bastante feo sin ella…» —Habría jurado que oía de nuevo la voz del hombrecillo, las primeras palabras que pronunció al divisarle en el camino.
Tanis se atusó sonriente aquella crespa mata que ningún elfo en Krynn podía lucir y que constituía la señal externa, fehaciente, de su herencia humana.
«Flint sabía muy bien el motivo por el que me la dejaba crecer libremente. Me conocía mejor que yo mismo, era consciente del caos que arrasaba mi alma y de que tenía que aprender una lección fundamental», recapacitó el semielfo mientras seguía contemplando con nostalgia aquel lugar calentado por los rayos solares.
«Y la aprendí —musitó al amigo cuyo espíritu no había cesado de acompañarlo—. A sangre y fuego, pero asimilé su enseñanza.»
Lo invadió un agradable aroma de madera quemada que, junto a los agonizantes reflejos solares y el fresco aire de primavera, le recordaron que aún faltaba por recorrer un largo trecho. Dio entonces media vuelta y contempló el valle donde habían transcurrido los agridulces años de su primera juventud. Sí, al girarse Tanis, el Semielfo, fijó su vista en Solace.
Era otoño cuando había visto por última vez la pequeña ciudad. Los árboles vallenwood deslumhraban al curioso con el abanico de matices propios de la estación, los rojos brillantes y dorados amarillos que se mezclaban, se difuminaban casi en el espectro purpúreo de las cumbres de los montes Kharolis, o el intenso azul del cielo reflejado, como si necesitara constatarse, en las aguas tranquilas del lago Crystalmir. Cubría el valle una ligera neblina formada por el humo de los hogares al elevarse a través de las chimeneas de la pacífica ciudad, un burgo cuyas construcciones se mecían sobre las ramas de los vallenwoods como nidos de pájaros. Flint y él estudiaron el oscilar de las luces que, una tras otra, se encendían en las casas protegidas por las hojas de los árboles. Solace era una de las maravillas de Krynn.
Durante unos minutos Tanis visualizó aquella panorámica en su imaginación con tanta claridad como si fuera auténtica y hubiera retrocedido en el tiempo. Despacio, sin que apenas lo percibiese, la primavera reemplazó al otoño y se borraron los contornos de su ensoñación. En efecto, el humo trazaba todavía espirales sobre los tejados, pero la mayoría de éstos resguardaban casas edificadas en el suelo. Dominaba la escena el verdor de los brotes nacientes, de la vida renovada, si bien a Tanis se le antojó que tal circunstancia no hacía sino realzar las negras heridas de la tierra; nunca desaparecían del todo las cicatrices de la hecatombe, aunque los surcos del arado las suavizasen en los campos de cultivo.
El semielfo meneó la cabeza en ademán negativo. Todos los moradores de Krynn creían que, al destruirse el retorcido Templo de la Reina Oscura en Neraka, la guerra había concluido. Todos ellos estaban ansiosos por sembrar el terreno asolado, socarrado bajo los hálitos de los Dragones, y olvidar así su sufrimiento.
Desvió los ojos hacia un gran círculo negro que se desplegaba en el centro del pueblo. Allí nada reverdecía, ningún arado podría sanar el suelo devastado entre las llamas y saturado por añadidura, de la sangre inocente de los millares de criaturas que asesinaran en su avance las tropas de los Señores de los Dragones.
Una débil sonrisa cruzó los labios de Tanis. Comprendía, sin que nadie se lo explicase, cuánto debía irritar aquella llaga abierta a quienes trabajaban para enterrar los vestigios de la espantosa epopeya. Él, sin embargo, se alegraba de que permaneciera indeleble y esperaba que su presencia perdurase por toda la eternidad.
Repitió en un susurro las palabras que oyera pronunciar a Elistan cuando el clérigo dedicó, en una solemne ceremonia, la Torre del Sumo Sacerdote a la memoria de los Caballeros que allí sucumbieron.
—Debemos recordar o caeremos en una peligrosa complacencia, tal como hicimos en el pasado, y el Mal volverá a surgir de las tinieblas.
«Si no lo ha hecho ya», se dijo Tanis desanimado. Con tal pensamiento pululando en su mente, inició el descenso de la colina.
«El Último Hogar» estaba abarrotado aquella noche. Aunque la guerra había destruido a numerosos habitantes de Solace, su término aportó tanta prosperidad a los sobrevivientes que algunos ya comenzaban a afirmar que «no fue tan terrible».
La ciudad, situada en una estratégica encrucijada de los caminos que jalonaban el país de Abanasinia, era visitada por múltiples viajeros. Sin embargo, en los días anteriores al estallido del conflicto la cantidad de itinerantes se redujo de manera considerable: los enanos, salvo algunos renegados como Flint Fireforge, se habían cobijado en su montañoso reino de Thorbardin o parapetado en las colinas circundantes, en un patente rechazo a comunicarse con el mundo; y los elfos habían hecho lo mismo, refugiándose en las bellas tierras de Qualinesti en el sudoeste o en las de Silvanesti, en el extremo oriental del continente de Ansalon.
La avasalladora contienda había alterado de nuevo las costumbres, reanudándose el movimiento que reinara en sus sendas antes de anunciarse los graves acontecimientos bélicos. Ahora elfos, enanos y humanos se desplazaban a menudo de un lugar a otro, tras abrirse sus urbes y territorios a quien quisiera conocerlos. Era una lástima que para alcanzarse este frágil estado de fraternidad se hubiera necesitado la aniquilación casi absoluta de los moradores del mundo de Krynn.
Pero volviendo a «El Último Hogar», hay que decir que, si bien fue siempre popular entre los nómadas por su excelente bebida y las patatas especiales de Otik, en los últimos tiempos había adquirido aún mayor renombre. La cerveza seguía siendo buena y las patatas, pese a haberse retirado su dueño, tan sabrosas como antaño, pero el auténtico motivo de la creciente fama de la posada era otro. Efectivamente, había corrido el rumor de que los héroes de la Lanza, como el pueblo llano había dado en apodarlos, frecuentaron el local varios años atrás.
Antes de abandonar el negocio, Otik había reflexionado seriamente sobre la conveniencia de colocar una placa conmemorativa cerca de la chimenea que dijera algo así como «Tanis, el Semielfo, y los Compañeros bebieron aquí». Tika, no obstante, se había opuesto con tanta vehemencia a su proyecto —sólo imaginarse lo que Tanis pudiera decir si veía algo semejante incendiaba las mejillas de la muchacha— que al fin renunció. Se resignó a no instalar ningún rótulo, pero no cesaba de contar a sus parroquianos la historia de la noche en que la mujer bárbara entonó su extraño cántico y curó a Hederick, el Teócrata, con una Vara de Cristal Azul, dando así testimonio de la existencia de los dioses antiguos y verdaderos.
Tika, que se había hecho cargo de la posada al dejarla Otik y esperaba ganar el dinero suficiente para comprarla, esperaba fervientemente que el anciano patrón se abstuviera de relatar estas proezas en el curso de la velada de esta noche. ¡Pobre muchacha! Ni siquiera todas las plegarias del mundo habrían conjurado tan difícil silencio.
Había en la sala varios grupos de elfos venidos desde Silvanesti para asistir a los funerales de Solostaran, Orador de los Soles y monarca de las tierras de Qualinesti. No sólo instaban éstos a Otik a repetir su narración, sino que la sazonaban con sus propias leyendas sobre cómo los héroes visitaron las regiones donde residían y los liberaron de un dragón perverso llamado Cyan Bloodbane.
La pelirroja muchacha advirtió que Otik la miraba de soslayo al mencionarse aquel nombre, ya que ella había sido uno de los miembros de la expedición a Silvanesti, pero se apresuró a silenciarlo mediante una briosa sacudida de sus bucles. Ésta era una de las partes de su viaje que siempre rehusaba explicar, ni siquiera discutir, y lo cierto era que rezaba todas las noches para olvidar las espantosas pesadillas relativas a tan torturada región.
Tika cerró los ojos unos segundos, deseando en lo más profundo de su ser que los elfos cambiaran de tema. Ya tenía bastantes sueños que la atormentaban en el presente como para evocar otros, pertenecientes a un pasado remoto.
«Ojalá lleguen y se vayan sin demora.» Dedicó este anhelo a sí misma y a cualquier dios que pudiera escucharla.
Había concluido el fascinador crepúsculo y los clientes entraban sin cesar, ordenando platos y brebajes. Tika se había disculpado frente a Dezra y, después de derramar sendos torrentes de lágrimas, ambas corrían muy atareadas de la cocina a la barra y de ésta a las mesas, sin apenas dar abasto en el servicio. La nueva posadera se sobresaltaba cada vez que se abría la puerta, y rezongaba improperios cuando oía elevarse la voz de Otik por encima del entrechocar de jarras y cubiertos.
—… Recuerdo que era una noche de otoño y yo tenía más trabajo que un sargento de instrucción draconiano. —Tales comentarios siempre suscitaban risas aunque a Tika le rechinaban los dientes, en una actitud muy dispar. Era innegable que la audiencia aumentaba por momentos y nadie haría callar al ufano narrador—. La posada estaba entonces en lo alto de un árbol vallenwood, igual que toda la ciudad antes de que los dragones la arrasaran. ¡Ah, qué hermosa era en aquellos tiempos que nunca han de volver! —En este punto solía suspirar e iniciar un breve sollozo, que despertaba la compasión de la concurrencia—. ¿Dónde estaba? ¡Ah, sí! Me hallaba yo detrás del mostrador, ocupado en mi quehacer, cuando se abrió la puerta…
Se abrió la puerta, con tal sincronización que se diría que era una escena ensayada. Tika apartó una mecha pelirroja de su sudorosa frente y aguzó la vista entre las cabezas. Invadió la estancia un repentino silencio, a la vez que el cuerpo de la muchacha se tornaba rígido y clavaba las uñas en su carne.
Un hombre altísimo, que incluso tuvo que bajar la cabeza para entrar, se erguía en el umbral. Tenía el cabello moreno, y un rictus severo y sombrío torcía sus labios. Aunque arropado en una gruesa zamarra de piel, su cadencia al andar y su porte denotaban la fuerza de sus músculos. Lanzó una fugaz mirada al atestado albergue, un escrutinio que inmovilizó a los presentes y que era, en realidad, fruto de su desconfianza frente a cualquier indicio de peligro.
Aquel examen paralizador fue sólo una reacción instintiva, pues cuando sus penetrantes ojos se posaron en Tika se relajaron sus rasgos en una sonrisa, que acompañó con el gesto de abrir los brazos.
La joven vaciló, pero la visión de su amigo la llenó de júbilo y, también, de una indecible nostalgia. Abriéndose paso entre el gentío, se dejó estrechar por el recién llegado.
—¡Riverwind, querido compañero! —susurró con voz entrecortada.
Tras afianzar a la mujer entre sus manos, Riverwind la alzó en volandas sin el menor esfuerzo. Los clientes comenzaron a vitorearlos aunque, en lugar de aplaudir, golpearon sus jarras contra las mesas en un sordo repiqueteo. No daban crédito a su suerte, puesto que había irrumpido en la posada uno de los héroes de la Lanza como si lo hubieran transportado hasta aquí las alas del relato de Otik. ¡Incluso su ropa respondía a la descripción! Estaban fascinados.
Así pues, después de soltar a Tika, el hombretón se despojó de su zamarra de piel y todos pudieron distinguir el pectoral de jefe de los habitantes de las Llanuras, con sus secciones en forma de «V» cosidas en cueros de distinta textura, representativas de cada una de las tribus que gobernaba. Su atractivo rostro, aunque más avejentado que cuando Tika lo viera por última vez, estaba curtido por el sol y las inclemencias atmosféricas, pero brillaba en sus ojos una llama de júbilo interior que demostraba que había hallado la paz tan perseguida durante años de penalidades.
A la muchacha se le hizo un nudo en la garganta y comprendió que debía apartarse, pero no fue lo bastante rápida.
—Tíka —dijo él abrazándola de nuevo, con un acento algo hermético a causa de su larga permanencia entre su pueblo—, me produce un gran placer volver a verte ¡más bella que nunca! ¿Dónde está Caramon? Ardo en deseos de saludarle… ¿Ocurre algo, amiga mía?
—Nada en absoluto —respondió la joven con falso ánimo, al mismo tiempo que agitaba sus rojizos bucles y parpadeaba—. Ven, he reservado un lugar junto al fuego. Debes sentirte exhausto… y hambriento.
Lo guió a través de la muchedumbre sin parar de hablar, de tal modo que el hombre de las Llanuras no logró intercalar una sola palabra. Los parroquianos la ayudaron sin proponérselo, manteniendo a Riverwind ocupado al apiñarse en su derredor a fin de tocar su atuendo y maravillarse frente a la suavidad de sus pieles, o bien estrechar su mano —costumbre que los de su raza consideraban pura barbarie— o, incluso, verterle las copas contra el rostro en un intento de ofrecerle su contenido.
El guerrero aceptó con estoicismo aquel despliegue de atenciones mientras acechaba los movimientos de Tika en medio de la batahola, acariciando a intervalos la espléndida espada elfa que pendía de su costado. Su serio semblante adquiría matices sombríos cada vez que miraba hacia las ventanas como si, hastiado del viciado ambiente de la posada, del calor y el ruido, sólo pensara en salir a los campos que tanto amaba. Con una habilidad muy propia de ella, la muchacha hizo a un lado a los curiosos más exuberantes y no tardó en sentarse junto a su viejo amigo en una mesa aislada, próxima a la cocina.
—Enseguida vuelvo —le prometió, dedicándole una sonrisa y desapareciendo entre los fogones antes de que su interlocutor despegara los labios.
Los ecos de la voz de Otik se elevaron de nuevo, acompañados por un inesperado estallido. Al ver interrumpido su relato, el anciano utilizaba el bastón —una de las armas más temidas en Solace— para restituir el orden. Cojeaba de una pierna y también contaba, a la primera oportunidad que se presentaba, cómo le habían herido durante la caída de Solace cuando, por su propia cuenta, luchó con las manos desnudas contra los ejércitos de draconianos que invadían la ciudad.