El templo de Istar (46 page)

Read El templo de Istar Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

BOOK: El templo de Istar
12.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Cali… —balbuceó Caramon.

—¿Cómo? —Tas se volcó sobre él para oírle mejor, pero el desgraciado sólo acertó a repetir las mismas sílabas.

—Cali ¿qué? —insistió Tasslehoff, fruncido el ceño en actitud meditabunda—. Nunca oí mencionar una tortura cuyo nombre empezase por cali.

En un esfuerzo supremo, el guerrero pronunció el término completo.

—¡Calistenia! —vociferó, triunfante, el kender. Su exaltación, no obstante, sólo duró unos segundos. Depositando en el suelo la jofaina con la que había refrescado el rostro de su amigo durante todo este rato, agregó—: ¡La calistenia no es un suplicio!

Caramon gimió de nuevo, acaso para mostrar su oposición.

—¡Es un simple ejercicio de musculatura que hasta los niños practican! —se indignó—. ¡Pensar que he estado aguardando tu llegada abrumado por la preocupación, imaginando horrores indescriptibles! Cuando te han traído me he llevado un susto mayúsculo, y resulta que lo único que has hecho es poner en forma ese entumecido cuerpo tuyo.

El guerrero hizo acopio de fuerzas para sentarse en el camastro, estirar una de sus manazas, aferrar el cuello de la camisa de su compañero y, tirando de él, clavarle una mirada furibunda, como si quisiera traspasarle.

—Una vez me capturaron los goblins —rememoró con voz ronca—, me ataron a un árbol y pasaron una noche entera atormentándome. Durante la Guerra de la Lanza me hirieron los draconianos en Xak Tsaroth y mordisquearon mi pierna varias crías de dragón en las mazmorras de la Reina de la Oscuridad, ambas experiencias fueron crueles. Y pese a tantos avalares, me siento peor ahora que en ninguna otra circunstancia de mi vida. Déjame solo, prefiero morir en paz —concluyó.

Tras proferir otra lamentación inarticulada, Caramon apoyó su laxa mano en el costado y cerró los ojos. Reprimiendo una sonrisa, Tas regresó a su camastro.

«Si ahora se queja —reflexionó el kender—, mañana no habrá quien lo soporte.»

Terminó el verano en Istar para dar paso al otoño, uno de los más bellos de su historia. Inició Caramon su adiestramiento y aunque, por supuesto, no murió, hubo momentos en que ansió acabar con todo. También Tas, por su parte, sintió más de una vez la tentación de poner brusco fin a las «penalidades» de aquel niño mal criado. Una de estas ocasiones fue una noche en que, cuando dormía plácidamente, le despertaron los sollozos del guerrero.

—¿Caramon? —preguntó adormecido, incorporándose en el lecho.

No obtuvo más respuesta que un quejumbroso llanto.

—¿Qué te sucede? —insistió el kender preocupado. Se levantó y recorrió el gélido suelo de piedra—. ¿Has tenido una pesadilla?

Al distinguir en la penumbra el gesto afirmativo de su amigo trató de ayudarle, de desechar su propia congoja para escuchar su relato.

—¿Has soñado con Tika? —inquirió, enternecido por su dolor—. ¿Con Raistlin quizá? Veo que no. ¿Contigo mismo entonces? ¿Estás asustado?

—¡Con un pastelillo! —exclamó el guerrero.

—¿Cómo? —exclamó Tas, que no daba crédito a sus oídos.

—Un pastelillo —repitió el otro en un gorgoteo—. ¡Tengo tanta hambre! De pronto, se ha dibujado un pastelillo en mi imaginación, uno de aquéllos que Tika solía hornear, cubiertos de miel y rellenos de crujiente avellana.

Asiendo una bota, el kender se la arrojó y volvió a acostarse, enfurecido por su debilidad al atender a aquel insensato.

Transcurridos dos meses de riguroso entrenamiento, Tasslehoff observó al guerrero y se reafirmó en su idea de que era justo lo que necesitaba. Los rollos mantecosos de su talle se habían fundido, los nacidos muslos habían recobrado la férrea constitución de antaño y los músculos vibraban, llenos de vida, en sus brazos, pecho y espalda. En sus ojos se había obrado una halagüeña metamorfosis, sustituyendo el brillo y la mirada alerta a aquella otra expresión mortecina causada por el aguardiente enanil, que el sudor se había encargado de desterrar de su cuerpo. Por otra parte, su epidermis se había curtido y el influjo del sol le otorgaba un atractivo tono broncíneo.

El enano, que seguía de cerca los progresos del alumno, decretó que se dejase crecer el castaño cabello por ser éste el estilo popular en el Istar de la época, y ahora una melena se enmarañaba ondeante en torno al rostro rejuvenecido del que fuera un despojo humano.

Y, por si esto fuera poco, su preparación como gladiador había mejorado sensiblemente. Aunque Caramon poseía una larga experiencia previa, su adiestramiento fue informal, sus técnicas bélicas se reducían a las enseñanzas recibidas de Kitiara, su hermanastra. Arack, consciente de su deber, había contratado maestros de todo el mundo de Krynn y, ahora, el pupilo estaba aprendiendo los métodos más sofisticados.

Para completar su educación, el guerrero tenía que librar batallas diarias contra los gladiadores de la arena. Orgulloso de la pericia adquirida, retó a Kiiri y ésta lo derribó en un santiamén, dejándolo tumbado cuan largo era con gran vergüenza por su parte. Pheragas, el esclavo negro, lanzó en otro enfrentamiento su espada a las alturas y, a guisa de advertencia, le golpeó la cabeza con su propio escudo.

Caramon no se descorazonó. Comprendió la lección de humildad que le infligían y, siendo un hombre despierto y voluntarioso, dotado, además, de una habilidad natural digna de envidia, no tardó en satisfacer a sus profesores. Pronto llegó el día en que Arack presenció jubiloso cómo vencía a la nereida sin dificultad o atrapaba a Pheragas en su red para, acto seguido, inmovilizarlo sobre la arena ayudándose con un tridente.

El hombretón no cabía en sí de gozo, hacía tiempo que no se sentía tan feliz. No había cesado ni un segundo de detestar la argolla, no pasaba una jornada en la que no anhelase romperla y recuperar así la libertad, pero tan perturbadores impulsos se difuminaban frente al interés que ofrecían las clases. Siempre le había gustado la vida militar, era para él un alivio que alguien le indicase qué tenía que hacer y cuándo. Tan sólo un problema nublaba su dicha: no sabía interpretar.

Siempre franco y honesto, incluso a la hora de admitir un error, la auténtica agonía comenzó cuando intentaron enseñarle a fingir una derrota. Le ordenaban que emitiera falsos alaridos de dolor en el instante en que Rolf, por ejemplo, lo asaltaba por la espalda y que cayera, como si le hubieran herido mortalmente, al arremeter el bárbaro con una de las engañosas espadas.

—¡No, así no! ¡Qué torpe eres! —vociferaba Arack una y otra vez, e incluso en una de las sesiones perdió los nervios y le estampó en la mejilla su puño cerrado. El agredido gritó con verdadera rabia, mas no osó dar la réplica al advertir la proximidad del siempre alerta Raag.

—Ahora lo has conseguido —lo felicitó el enano, retrocediendo con aire triunfal y unas gotas de sangre en los nudillos—. Recuerda ese quiebro de voz, al público le entusiasmará.

Pero este ensayo no resolvió el conflicto, ya que la protesta de Caramon había sido real. Cuando pretendía actuar, sus voces eran más semejantes «a las de una doncella al recibir un pellizco en las nalgas que a las de un moribundo», según palabras de Arack. Al fin, tras muchas decepciones, al enano se le ocurrió una idea.

Surgió en su mente una tarde, mientras contemplaba los entrenamientos. Se había congregado en la arena una pequeña audiencia, pues en determinadas ocasiones permitía la entrada a personajes de alcurnia susceptibles de incrementar sus arcas con aportaciones adicionales. Los privilegiados eran esta vez un noble y su familia, venidos de Solamnia. El caballero tenía dos encantadoras hijas las cuales, desde el momento en que entraron en el circo, no habían dejado de admirar al corpulento guerrero.

—¿Por qué no le vimos luchar la otra tarde? —preguntó una de ellas a su progenitor.

Ignorante del motivo, el egregio visitante consultó al enano.

—Es nuevo aquí —explicó éste—, todavía no ha concluido su adiestramiento. De todos modos, avanza deprisa y casi ha llegado la hora de incluirlo en nuestro grupo de gladiadores. ¿Cuándo pensáis volver a los Juegos?

—No era nuestra intención repetir el viaje en un futuro próximo —declaró el noble, pero sus hijas se apresuraron a mostrar su disgusto—. De acuerdo —rectificó—, me plantearé esa posibilidad para el siguiente espectáculo.

Las dos muchachas prorrumpieron en aplausos al mismo tiempo que espiaban de nuevo a Caramon, quien en ese instante practicaba junto a Pheragas el manejo de la espada. El cuerpo del apuesto combatiente refulgía bajo el sol, bañado en sudor, el crespo cabello se adhería a su húmeda faz y sus movimientos, ágiles y certeros, poseían la gracia y la armonía de un atleta. Al discernir la fascinación que despertaba en las doncellas, el enano se percató de lo atrayente que resultaba su pupilo.

—Espero que salga victorioso —dijo una de las jóvenes con un suspiro—. ¡No soportaría verle derrotado!

—Ganará —la tranquilizó la otra—. No ha nacido para perder, todo en él delata al vencedor.

—¡Claro, he aquí la solución! —exclamó Arack de forma inesperada, tan vehemente que el noble y su familia le miraron perplejos—. El Vencedor, así le apodaremos. Es una criatura imbatible, que no conoce el fracaso. Juró quitarse él mismo la vida si alguien lo derribaba —mintió, urdida en unos segundos su patraña.

—¡Oh, no! —se desesperaron al unísono las muchachas—. No queremos oír tamaña atrocidad.

—Es cierto —reincidió el enano con tono solemne, frotándose las manos.

—Acudirán de varias millas a la redonda —anunció aquella noche a Raag—, a fin de estar presentes si sobreviene su caída. Y, naturalmente, nadie le hará sucumbir durante mucho tiempo. Mientras dure su suerte las multitudes se arracimarán en la entrada de la arena, deseosas de asistir a sus emocionantes lizas. Incluso he pensado en su atavío… —Y siguió forjando planes durante toda la velada.

Tasslehoff, en el ínterin, había aprendido a sacar partido a su confinada existencia. Aunque al principio se sintió herido en su amor propio, tras negársele el derecho a convertirse en gladiador —tuvo visiones en las que se le aparecía su propia figura emulando a Kronin Thistleknot, el héroe de Kenderhome—, supo desembarazarse del tedio en que se sumió. Su progresivo entusiasmo por la actividad culminó en un desagradable incidente, al ser descubierto por un feroz minotauro cuando registraba su alcoba con su habitual desparpajo.

Agravó esta situación el hecho de que los minotauros, quienes luchaban en la arena por amor al deporte, se consideraban una raza superior y vivían aislados de los otros. Si su mesa en el comedor era privada, sus dormitorios se respetaban como un recinto sacrosanto e inviolable.

Arrastrando al kender a presencia de Arack, el ofendido exigió que en desgravío le permitieran abrirle en canal y beber su sangre. El enano hubiera accedido gustoso a tal demanda, ya que los kenders eran para él un estorbo, pero no pudo por menos que recordar su conversación con Quarath poco después de adquirir a la pareja de esclavos. Por algún extraño motivo, la máxima dignidad eclesiástica del país estaba interesada en garantizar la salvaguarda del dúo. Así pues, rechazó las exigencias del minotauro si bien, ansioso de aplacar su ira, lo compensó entregándole un jabalí y autorizandole a despedazarlo.

Para evitar males mayores, Arack condujo a Tas a un rincón apartado y, tras abofetearlo en castigo por su osadía, lo autorizó a abandonar la arena y explorar la ciudad en el bien entendido de que pernoctaría siempre en su cámara.

El kender, que en cualquier caso ya se había deslizado al exterior sin ser visto, agradeció la generosidad del maestro de ceremonias y, para demostrarle su reconocimiento, le obsequió algunas bagatelas obtenidas en sus correrías. Tales atenciones no dejaron impasible al enano, quien sólo golpeó a Tas con una vara al sorprenderlo cuando hurtaba unos dulces destinados a Caramon en lugar de flagelarlo, como habría hecho de no mediar en su favor estas circunstancias atenuantes.

El resultado de tales transacciones fue que el kender iba y venía a su antojo por Istar, adquiriendo una gran destreza en esquivar a los centinelas y a todos cuantos exhibían absurdos prejuicios contra los de su raza. Fue así, tras unos días de práctica, como el hombrecillo logró introducirse en el Templo mismo.

Pese a sus problemas de adiestramiento, dietas y otros de diversa índole, Caramon nunca perdió de vista su auténtico objetivo. Había recibido un frío, escueto mensaje de la sacerdotisa Crysania, de modo que no le inquietaba su estado. Pero eso era todo, Raistlin se había desvanecido sin dejar rastro.

Al principio, el guerrero desesperó de encontrar a su hermano o a Fistandantilus, ya que bajo ningún concepto se le permitía abandonar el estadio. No obstante, pronto descubrió la libertad de movimientos de Tas y supo que el pequeño compañero tenía acceso a lugares que a él le habrían estado vedados, incluso, de poder pulular a su albedrío. Los habitantes de Istar solían tratar a los kenders igual que a los niños, como si no existieran, y las peculiares dotes del hombrecillo lo ayudaban a fundirse entre las sombras, deslizarse bajo las cortinas o atravesar en silencio salones enteros.

Por añadidura, contaba con la ventaja de que el Templo era tan enorme y se hallaba a todas horas tan atestado de visitantes que entraban y salían, que un diminuto kender era simplemente ignorado o, en el peor de los casos, se le conminaba a apartarse sin que nadie se tomara la molestia de expulsarlo. Aún facilitó más su anonimato el hecho de que había varios miembros de su raza trabajando como esclavos en las cocinas y, aunque parezca extraño, algunos kenders-clérigos también habían logrado ser admitidos en el sagrado recinto y gozaban de todas las prerrogativas de su rango.

A Tas le habría gustado trabar amistad con sus congéneres e inquirir acerca de su patria, o bien abordar a los eclesiásticos a fin de averiguar de dónde procedían. Lo cierto era que desconocía la existencia de órdenes religiosas en Kenderhome y sentía una gran curiosidad. Pero no se atrevió, obediente a la grave advertencia de Caramon contra su tendencia a hablar en demasía. Por una vez se tomó en serio tales recomendaciones y, aunque hallaba agobiante la necesidad de mantenerse siempre en guardia para no mencionar a los dragones, al Cataclismo o cualquier detalle susceptible de alimentar sospechas, decidió evitar la tentación. Así pues, se conformó con inspeccionar el Templo y recabar datos esclarecedores en solitario.

—He visto a Crysania —informó al guerrero una noche, después de cenar y después de que su amigo luchara con Pheragas en un simulacro de combate sin armas.

Other books

Slow Burn by K. Bromberg
The Bleeding Dusk by Colleen Gleason
Midnight Rider by Kat Martin
Rainbird's Revenge by Beaton, M.C.
The Search Angel by Tish Cohen
Vacation to Die For by Josie Brown
Leverage by Nancy S Thompson