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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (30 page)

BOOK: El Teorema
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Pero en aquellos momentos Nava ya no sabía cuál era su país.

A pesar de que había crecido y se había educado en la Madre Rusia, vivir durante seis años en Estados Unidos le había permitido conocer la cultura occidental de una manera muy diferente a la aprendida en las clases del Spetsinstitute. De pronto Nava dejó de tener claro a quién le debía lealtad. Descubrió que había perdido el deseo de espiar para Rusia. Claro que tampoco tenía deseos de espiar para Estados Unidos…

Sin embargo, cuando no llevaba más de un mes trabajando para la CIA como agente antiterrorista en Oriente Próximo, ocurrió lo inimaginable: ocho altos funcionarios protagonizaron un golpe de Estado en la Unión Soviética. Todos los días leía asombrada en The Herald Tribune las noticias referentes a que el vicepresidente de Gorbachov, Gennadii Yanayev, había asumido el control de la URSS, junto con el director del KGB, Vladimir Kryuchkov, el primer ministro soviético, Valentín Pavlov, y el ministro de Defensa, Dmitry Yazov.

Pero entonces los ciudadanos se rebelaron. Dirigidos por Boris Yeltsin, recuperaron el Kremlin y la «banda de los ocho», incluido Kryuchkov, fue arrestada. Nava comprendió que su mundo había cambiado cuando vio que derribaban delante del cuartel general del KGB la estatua de Félix Dzerzhinky, fundador de la policía secreta. Le envió un mensaje a Zaitsev donde le preguntaba qué debía hacer.

Después de cuatro meses de espera, Nava se enteró por los canales de la CIA que Dmitry Zaitsev, su maestro, mentor y padre adoptivo, estaba muerto, se había suicidado. Sin su amado KGB, no había visto ninguna razón para vivir. Nava se sintió destrozada, pero como había hecho antes, siguió adelante.

Tampoco dejó de esperar. Cuando nadie del SVR —el nuevo servicio de espionaje de Rusia— se puso en contacto con ella después de un año del fallido golpe de Estado, Nava llegó a la conclusión de que la habían «extraviado». Las pocas personas del viejo KGB que conocían su verdadera identidad estaban muertas y nunca había existido un expediente oficial de su condición de espía.

Por primera vez en su vida, Nava era libre de hacer su voluntad. Pero lo único que sabía hacer era matar, así que se quedó en la CIA. Durante los cinco años siguientes, asesinó a tantos terroristas que perdió la cuenta. Aun así, por muchos que matara, nunca consiguió borrar el sentimiento de culpa por seguir viva cuando su madre y su hermana habían muerto. Sabía que por cada hombre que mataba tenía la compensación de haber salvado un número desconocido de vidas, pero eso no era suficiente para llenar la soledad que sentía.

Por lo tanto, continuó con su venganza personal. Así fue como, en un sofocante día de verano de 1998, cuando la CIA dispuso no eliminar a uno de los terroristas que ella había estado siguiendo, Nava decidió no hacer caso de la orden. Con un poco de ayuda del Mossad, lo ejecutó. Después se llevó una sorpresa cuando le pagaron por un servicio que ella hubiera hecho gratis con todo gusto.

De esta manera comenzó un nuevo capítulo en su carrera: vender secretos y realizar misiones secretas para cualquiera que quisiera matar a los terroristas que Estados Unidos no quería eliminar. Al principio sólo trabajó para el Mossad, pero con el tiempo se labró una fama en ciertos círculos y el MI-6 británico y el Bundesnachrichtendienst alemán comenzaron a contratarla para acabar con sus ciudadanos más indeseables.

Nava era muy buena en su trabajo y le pagaban espléndidamente. Pero después de otros cinco años, estaba quemada, y ésa era la razón por la que aceptó hacer una última misión y después desaparecer en algún lugar donde nunca la encontrarían ni la CIA ni el SVR. La misión era encontrar un comando terrorista islámico que los norcoreanos querían destruir.

Por desgracia, aquello no resultó como esperaba.

Capítulo 19

Nava acabó su relato, encendió un cigarrillo con toda calma y exhaló una larga columna de humo, Caine no sabía qué decir. La historia era tan descabellada que casi la creía. Nadie relataría algo absolutamente inverosímil a menos que fuese verdad, y a pesar de o debido a todo lo ocurrido, sentía una muy fuerte vinculación con ella.

Luego tomó conciencia de la realidad. El Spetsinstitute. Los terroristas. Los agentes rebeldes. No podía creer que no se hubiera dado cuenta antes de la verdad.

—Diablos… —murmuró Caine—. Ha pasado.

—¿Perdona?

Caine cerró los ojos, deseó que ella desapareciera, pero cuando los abrió de nuevo, la mujer continuaba sentada a su lado.

—¿Estás bien? —preguntó la ilusión.

—Tú no eres real.

—¿Qué?

—Tú no eres real. Nada de esto es real, no puede ser. Estoy viviendo un episodio esquizofrénico. Es la única explicación racional.

—David, te aseguro…

—¡No! —gritó Caine, alterado—. Esto no es real. Eres parte de una alucinación.

—¿De qué hablas?

Caine se limitó a mirarla, sin saber qué hacer. ¿Qué le había dicho Jasper? Frunció el entrecejo y parpadeó varias veces en un intento por recordar.

«Intenta tomar decisiones inteligentes dentro del mundo que hayas creado. Al final acabarás por encontrar el camino de regreso a la realidad».

Vale. Lo podía hacer. Dejarse llevar por la corriente. Si no podía volver sin más a la realidad, tendría que esperar a que pasara esa etapa. El consejo de Jasper era sensato: la mejor manera de no cometer una locura en el mundo real era comportarse con la mayor cordura posible en el imaginario. Si por una de esas cosas resultaba que aquello era la realidad —a pesar de que no podía ser, estaba seguro— al menos estaría tomando decisiones racionales.

Con el consuelo de su análisis pragmático, Caine miró de nuevo a Nava y se preguntó qué debía decir. La respuesta apareció en el acto en su mente: lo que diría cualquiera si aquél fuera el mundo real. Caine abrió la boca y por un momento permaneció indeciso al darse cuenta de lo absurdo de la situación, pero no se le ocurrió qué otra cosa podía hacer.

—Perdona, por un momento me sentí… como si no fuera yo.

—¿Estás bien? —insistió en preguntar la ilusión. Nava, había dicho que se llamaba Nava.

—Sí, estoy bien —respondió Caine. Aún se sentía un tanto extraño pero estaba comenzando a controlar su nuevo estado mental. Siguió adelante, en un intento por encontrar el camino de regreso a la cordura—. Es una historia increíble, pero no explica cómo sabes mi nombre, ni por qué me has salvado.

La inquietud nubló por un momento el rostro de Nava.

—Había una… mujer. Ella me habló de ti: quién eras, dónde estarías, todo, y la hora exacta de tu muerte, a menos que estuviera allí para salvarte.

La respuesta lejos de disipar sus dudas, sólo aumentó su desconcierto.

—Eso sigue sin explicar cómo la mujer sabía lo que iba a pasarme, o por qué decidiste salvarme.

—La verdad es que mi plan original no era salvarte, sino secuestrarte.

—¿Para entregarme a los norcoreanos? —preguntó Caine.

—Así es.

—¿Por qué cambiaste de opinión?

—La muchacha. Ella conocía… conocía mi nombre. Mi nombre verdadero. También sabía… sabía cosas que era imposible que supiera, a menos que las teorías del profesor fuesen correctas.

Caine sintió un escalofrío.

—¿Qué profesor? ¿Qué teorías?

—El profesor que te hizo las pruebas hace dos días.

Caine se estremeció. Nava asintió con un gesto.

—La ANS lo tiene bajo vigilancia. Interceptaron una información de la cual se deducía que últimamente había hecho progresos para conseguir su objetivo.

—¿Cuál era? —preguntó Caine, aunque una parte de él ya conocía la respuesta.

.—Estaba convencido de haber encontrado la manera de predecir el futuro.

Caine sintió náuseas. La alucinación comenzaba a parecerle demasiado real. Una vez más, las palabras de Jasper sonaron en su mente.

«No sientes nada en especial. Por eso te asusta tanto».

Su hermano no se había equivocado, porque Caine nunca había tenido tanto miedo en toda su vida. De pronto sintió un profundo respeto por Jasper.

—¿Estás bien? —preguntó Nava. Caine no hizo caso de la insistencia y en cambio replicó con otra pregunta.

—¿Esa teoría tiene un nombre?

—Sí. El demonio de Laplace. ¿Tú sabes qué es?

Caine asintió pero su mente estaba en otra parte, ocupada en encajar las piezas.

—Eché un vistazo a todas sus notas en el laboratorio —añadió Nava—. La mayor parte versaban sobre física, biología y estadística, pero al final había una sección entera sobre el demonio de Laplace. No tuve tiempo de leerla a fondo, pero me dio la impresión de que hablaba de lo oculto.

—De lo oculto, no —señaló Caine—. Hablaba de la teoría de las probabilidades.

Nava lo miró con el rostro en blanco.

—No te sigo.

Caine suspiró, sin saber por dónde empezar, o por qué era incluso necesario explicárselo a una alucinación que sólo era una extensión de su propio subconsciente. Pero quizá eso era lo que quería: explicárselo a sí mismo. Miró más allá de Nava mientras pensaba en la mejor manera de explicarlo. A pesar de que había estudiado los trabajos de Laplace durante años, no terminaba de saber por dónde empezar, así que sencillamente comenzó.

—En Londres, a principios de 1700, vivía un estadista francés llamado Abrahan de Moivre. Como la estadística estaba en sus inicios, De Moivre se ganaba la vida calculando probabilidades para jugadores.

»Lo hizo durante diez años, y luego escribió un libro con sus teorías titulado La doctrina del azar. Sólo constaba de cincuenta Y dos páginas, pero fue uno de los textos matemáticos más importantes de su época dado que sentó las bases de la teoría de las probabilidades, explicada a través de ejemplos relacionados con los dados y otros juegos. El caso es que, a pesar de lo que parece implicar el título, De Moivre no creía en el azar.

—¿A qué te refieres? —preguntó Nava.

—De Moivre creía que el azar era una ilusión. Planteó la hipótesis de que nunca nada ocurría «por azar», que todos los acontecimientos ocurridos aparentemente al azar se podían rastrear hasta una causa física. —Caine advirtió que Nava no le entendía, así que apeló a su viejo recurso cuando hablaba de probabilidades: en caso de duda, habla de las monedas—. Vale —dijo y soltó un quejido cuando con mucho cuidado metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda—. Si lanzo esta moneda al aire, tú dirías que el hecho de que salga cara o cruz es una cuestión de pura suerte o de azar, ¿correcto?

Nava asintió en silencio.

—Pues te equivocarías. Si fueses capaz de medir todos los factores físicos que intervienen cuando lanzas una moneda: el ángulo de la mano, la distancia al suelo, la fuerza que utilizas para lanzarla al aire, las corrientes de viento, la composición de la moneda, etcétera, podrías predecir con una exactitud del ciento por ciento el resultado de la tirada, porque la moneda está sujeta a las leyes de la física newtoniana, que son absolutas.

Nava hizo una pausa para encender un cigarrillo mientras pensaba.

—Quizá diga una tontería, David, pero ¿no es imposible medir todos estos factores exactamente?

—¿Para las personas? Sí, lo es —admitió Caine—. Pero que no podamos medir los factores no significa que el resultado de lanzar la moneda esté determinado por el azar. Sólo significa que nosotros, como seres humanos, no tenemos la capacidad para medir ciertos aspectos del universo. Por lo tanto, puede parecer que los acontecimientos han ocurrido al azar aunque estén determinados por un fenómeno físico. Esta escuela de pensamiento se llama determinismo. Los deterministas creen que nada es incierto; todo lo que ocurre es consecuencia de alguna causa anterior, incluso si no sabemos cuál es esa causa.

—Así que si vas caminando por una calle muy concurrida y tropiezas con un amigo, ¿no es por azar? —planteó Nava.

—No. Piénsalo. Nunca vas a ninguna parte por azar, ¿verdad? Allí donde vayas es un resultado directo de unas fuerzas físicas, emocionales y psicológicas. Lo mismo vale para todo lo demás. Por lo tanto, incluso aunque un acontecimiento como tropezar «casualmente» con un amigo puede parecer cosa del azar, no lo es.

«Imagínate un ordenador que pudiese ver en tu mente y músculos y también en los de tu amigo. Si el ordenador conociera además todas las condiciones medioambientales del mundo en las horas o minutos anteriores a tu encuentro, también sería capaz de predecir cuándo, dónde y cómo os encontraríais. En consecuencia, el tan popular «encuentro casual» no es en absoluto cosa del azar sino que es un hecho predecible.

En el mundo real —opinó Nava con voz pausada—, un «encuentro casual» es impredecible.

No, no lo es. —Caine negó con la cabeza—. Al no disponer de un ordenador así no podemos predecir tal acontecimiento, pero eso no hace que el hecho sea impredecible, sólo hace que nosotros seamos incapaces de predecirlo. ¿Ves la diferencia?

Nava asintió cuando todo fue encajando en su lugar.

—Es muy bonito en teoría —afirmó Nava—, pero es algo que no funciona en el mundo real.

—De Moivre no estaría de acuerdo contigo. Utilizaba continuamente los datos físicos para predecir fenómenos aparentemente impredecibles, incluida la fecha de su propia muerte.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó Nava.

—Durante los últimos meses de su vida, De Moivre advirtió que dormía quince minutos más todas las noches. Como era un determinista, aplicó ese conocimiento a su conclusión final: si continuaba aumentando el tiempo de sueño al mismo ritmo, la noche en que durmiera veinticuatro horas seguidas, moriría. Calculó que dicha fecha sería el 27 de noviembre de 1754. Y, cuando ese día llegó, tal como había predicho, De Moivre falleció.

—Eso no demuestra su teoría —manifestó Nava, con un tono escéptico.

—No, no la demuestra. Pero has de admitir que hay algo interesante en un hombre que creía que todo se podía predecir si se tomaban las medidas correctas y luego fue capaz de encontrar una medida para predecir su propia muerte. —Caine se sintió dominado repentinamente por un sentimiento sombrío. Permanecieron en silencio durante unos momentos, y luego David añadió—: El caso es que el libro de De Moivre fue fundamental para otro matemático francés muy famoso llamado Pierre Simón Laplace.

En cuanto pronunció el nombre, Caine recordó el aula con paneles de madera donde daba sus seminarios en Columbia. Aunque habían pasado más de dos años desde la lección sobre el estadista del siglo XVII, la recordaba con toda claridad.

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