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Authors: Adam Fawer

Tags: #Ciencia-Ficción, Intriga, Policíaco

El Teorema (32 page)

BOOK: El Teorema
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—¿Por qué lo llaman «demonio»? —preguntó Steve—. ¿Lo acosaba quizá?

—No, ésa es una creencia errónea —manifestó Caine—. No lo acosaba, porque Laplace estaba convencido de que la teoría era correcta. Años después de su muerte, los científicos adoptaron la expresión demonio de Laplace para describir una inteligencia omnisciente que fuera capaz de saberlo todo en el presente y, por lo tanto, de saber todo lo ocurrido en el pasado y todo lo que ocurriría en el futuro.

—Eso suena a Dios —opinó Amber.

—Sí —murmuró Caine—. Algo así.

Nava le entablilló la pierna mientras Caine acababa con la versión resumida de su conferencia. Cuando finalizó, Nava permaneció callada durante casi un minuto antes de romper el silencio.

—David, los científicos del laboratorio creen que eres el demonio de Laplace.

—Eso es una locura —replicó Caine enfáticamente—. El demonio de Laplace no es una cosa real; no es una entidad, es una teoría. El demonio de Laplace sólo es una frase que se utiliza para describir una inteligencia omnipotente capaz de predecir el futuro. —Hizo una pausa. La cabeza le daba vueltas—. Además, a principios de 1900 se demostró que el demonio de Laplace era imposible.

—¿Cómo? —preguntó Nava.

—Un físico llamado Werner Heisenberg demostró que las partículas subatómicas no tienen una posición única hasta que se las observa.

Nava enarcó las cejas y Caine se apresuró a añadir:

.—No preguntes. Es física cuántica. Nadie espera que tenga ningún sentido.

Vale, de acuerdo. Pero ¿por qué eso hace que el demonio de Laplace sea imposible?

Porque, si las partículas subatómicas tienen múltiples posiciones al mismo tiempo, entonces es imposible para cualquier inteligencia —incluso una omnisciente— saber la posición precisa de todas y cada una de las partículas, dado que no tienen posiciones exactas. Como dicho conocimiento es un requisito para predecir el futuro, es imposible predecirlo. Por consiguiente, el demonio de Laplace es imposible. Además, yo no lo sé todo y no puedo predecir el futuro.

—¿Qué me dices del restaurante? —replicó Nava.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó.

—La ANS estaba vigilando. —Nava se inclinó hacia él—. Vi lo que ocurrió, David. Te vi llevarte a todos un segundo antes de que el camión atravesara la ventana. Si eso no es predecir el futuro, ya me dirás qué es.

—Escucha, no sé lo que pasó en aquel restaurante. Llámalo intuición, demonios, llámalo precognición si quieres. Pero eso no me convierte en una inteligencia omnisciente. —Caine se pasó la mano por el pelo alborotado—. Diablos, ¿si lo supiera todo, crees que le debería a la mafia rusa doce mil dólares? Nava, si ni siquiera puedo predecir cuál será la siguiente carta, cómo quieres que prediga el futuro.

Sin embargo, al escuchar sus palabras, Caine comprendió que no eran del todo verdad. ¿No había sabido que la explosión lo mataría a menos que encontrara una manera de escapar? ¿No había arrojado el maletín que había iniciado la reacción en cadena para permitirle a Nava que lo rescatara a tiempo? Caine no sabía qué pensar aparte de lo imposible.

De pronto tuvo más claro que nunca que todo eso era una alucinación. Quizá ese ejercicio mental estaba dando resultado… quizá estaba más cerca de encontrar el camino de regreso a la cordura. Ahora mismo se sentía más centrado, más alerta. Decidió seguir con el juego.

—De acuerdo, digamos que soy eso que dices. ¿Qué hacemos?

—Puedas o no, tenemos que movernos. —Nava señaló la mancha de luz en el suelo—. Son casi las nueve. Si nos quedamos aquí mucho más, nos encontrarán.

—¿Quiénes, si no es mucho preguntar?

—El FBI, la ANS, los norcoreanos; puedes escoger —respondió Nava, con tono grave.

Caine asintió. Tampoco tenía importancia. No era más que un sueño. No perdería nada si hacía caso del instinto de Nava y se movía. La muchacha se puso en cuclillas a su lado y él le pasó un brazo por los hombros.

—Apoya el peso en mí e intenta levantarte. —Caine le obedeció, dispuesto a ayudar con la pierna derecha mientras ella lo levantaba del suelo con un movimiento fluido. Era incluso más fuerte de lo que parecía. Apoyó un poco de peso en el pie izquierdo y en el acto lo envolvieron las sombras—. ¡Eh! —Nava lo cogió con el otro brazo y lo sostuvo con fuerza contra su cuerpo. El mundo volvió a la normalidad.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Caine.

—Has estado a punto de perder el conocimiento. ¿Si te suelto, crees que podrás mantenerte de pie?

Caine apoyó de nuevo el peso sobre el pie izquierdo con mucho cuidado y asintió. Nava apartó el brazo poco a poco y dio un paso atrás. Caine se balanceó levemente pero consiguió mantenerse erguido. Se mareó por un momento, pero cerró los ojos y se apoyó en el frigorífico a esperar que pasara.

—¿Crees que volverás a perder el conocimiento?

—No lo creo. —Dio un par de pasos a la pata coja—. Aunque no esperes que bata ninguna marca sin un bastón.

—De acuerdo. Ahora mismo vuelvo. —Abrió la puerta y salió del apartamento. Unos instantes después Caine oyó unos sonidos como si alguien estuviera cortando astillas. Nava reapareció con un tosco bastón—. Ten, prueba con esto.

Caine lo cogió con cuidado para no lastimarse con los bordes astillados.

—Sí, servirá.

Capítulo 20

Ah —exclamó Caine mientras bajaba los escalones. Señaló la balaustrada, donde faltaban los tres barrotes que habían servido para entablillarle la pierna y hacer el bastón. Nava se limitó a asentir y ayudó a Caine, que bajaba sujeto con una mano a la barandilla y apoyado en el bastón. En cuanto llegaron a la planta baja, la mujer se preparó para lo que fuera que les estaba esperando en la calle y abrió la puerta principal.

Nava contuvo el aliento por un instante. Si la ANS había conseguido averiguar que se Encontraban allí, ocurriría en ese preciso instante. Se preguntó si sentiría o no cuando la bala le atravesara la frente.

Nada.

Lo único que sintió fue la lluvia en la piel. Llovía a cántaros. En un segundo se le empapó la ropa y tembló de frío. Miró el cielo gris, salpicado de negros nubarrones. Continuaba viva, que no era poca cosa. Después de haber superado el primer obstáculo, Nava analizó la situación.

La ANS querría llevar esa operación con el mayor sigilo posible, máxime cuando ya se había producido al menos una víctima mortal. Sin embargo, si de verdad creían que Caine era una «inteligencia omnisciente», no dejarían que se les escapara de las manos sin luchar. Consultó su reloj: las 9.03. Caine llevaba fuera de su radar casi quince horas. Si Forsythe no había pedido refuerzos, no tardaría en hacerlo.

La prioridad era salir de la ciudad, donde se centraría la búsqueda. Por un momento pensó en abandonar el país, pero no quería correr el riesgo de pasar por los controles de seguridad establecidos después del 11-S. Por lo tanto le quedaban tres opciones de salida: coche, autocar o tren.

No le costaría nada robar un vehículo, pero estaba el problema de los peajes: los tendrían vigilados. Podían optar por salir de la ciudad en el metro y robar un coche en alguno de los distritos vecinos, pero los podrían pillar por las cámaras de seguridad de las estaciones. Si un equipo de asalto los acorralaba bajo tierra, no tendrían escapatoria.

No le atraía la idea de viajar en autocar, porque se arriesgaban a los atascos y a los controles de carretera. Era consciente de que también podían parar un tren, al menos era lo bastante grande como para ofrecerles algún lugar donde ocultarse si lo abordaban.

Se rascó la cabeza, sin tener claro qué hacer. Normalmente era muy decidida, pero había algo en Caine que la inquietaba y la hacía dudar de sí misma. Intentó librarse de la incertidumbre.

Caine, al percibir sus titubeos, la miró. Se cruzaron sus miradas y él hizo algo muy extraño: cerró los ojos con fuerza como si lo hubiera cegado una luz muy potente. Nava lo sujetó por el brazo.

—¿David, qué pasa?

Caine permaneció callado. Era como si la conciencia hubiera escapado de su cuerpo. Luego con la misma celeridad regresó. Abrió los ojos y respiró agitadamente.

—¿David, qué ha pasado?

—Nada —respondió Caine, que se balanceaba un poco—. Estoy bien —dijo y luego añadió—: Tenemos que salir de la ciudad.

—Lo sé. La pregunta es cómo.

—En tren —afirmó Caine—. Tenemos que coger el tren.

—¿Por qué?

—No lo sé, pero eso es lo que debemos hacer.

—¿Estás seguro?

—Sí —replicó Caine, contrariado—, pero no me preguntes por qué.

—Vale. Pero primero necesitamos conseguirte otra ropa. —Nava le señaló la pernera descosida y la rodilla desnuda. La carne por encima y debajo del vendaje manchado de sangre tenía un color morado.

—Buena idea. Probablemente también a ti te vendría bien cambiarte. —Nava se miró el pantalón manchado y asintió.

Ayudó a Caine a caminar lo más rápido posible hasta una tienda de excedentes militares que estaba a dos manzanas. Diez minutos más tarde, salieron de la tienda con su ropa nueva.

Nava llevaba una cazadora de aviador sobre una camiseta negra muy ajustada, y un pañuelo verde le ocultaba la larga cabellera castaña. Caine vestía un pantalón de camuflaje de talla grande para que no le molestara en la herida y una chaqueta militar. Había cambiado el improvisado bastón por otro de caña negra con una empuñadura que reproducía una cabeza de serpiente. A pesar de la lluvia, Caine se puso unas gafas de sol de cinco dólares. No se podía decir que ambos vistieran con elegancia, pero al menos ya no tenían el aspecto de muertos vivientes.

Nava levantó la mano para detener a un taxi.

¿Adonde? —chapurreó el conductor con un fuerte acento indio.

A Penn Station —dijo Nava—. Lo más rápido que pueda.

Forsythe se paseaba por el despacho como una fiera enjaulada. Caine llevaba desaparecido casi quince horas. Quince malditas horas. No podía creer que se les hubiese escapado de las manos. Grimes tenía la culpa. No tendría que haber permitido que aquel despreciable gilipollas dirigiera el equipo de vigilancia.

No era demasiado tarde para llamar a un nuevo comandante táctico, pero en cuanto hiciera la llamada, ya no habría vuelta atrás. Decidió esperar hasta recibir las últimas noticias de Grimes. Fue al centro de vigilancia, una gran habitación circular sin luces en el techo. La iluminación la suministraban los cien monitores encendidos, tres por cada puesto de trabajo. Las mesas estaban dispuestas en círculos concéntricos, con Grimes en el centro. Estaba sentado en un sillón de cuero, rodeado de pantallas de plasma y teclados.

—¿Has hecho algún progreso? —le increpó Forsythe.

Grimes dio una vuelta en el sillón, con una mirada de furia. Se pasó una mano por el pelo, que estaba todavía más grasiento de lo habitual. Tenía unas bolsas oscuras debajo de los ojos y le habían salido otros dos granos en la barbilla.

—Ha desaparecido del mapa. Ninguna llamada con su móvil o a él y no ha aparecido por su casa desde el incidente. He comprobado su correo electrónico, pero está inactivo. He puesto su registro de voz en el programa y lo he comparado con todas las llamadas hechas en el área en las últimas quince horas. Nada. Después investigué a sus amigos en la ciudad. No hay ninguna prueba de que haya establecido contacto de ningún tipo.

Forsythe miró el suelo con las manos cruzadas detrás de la espalda.

—¿Has podido determinar si la mujer que aparece en la explosión es Vaner?

—Repasé las fotos del satélite. Aunque no hay ninguna foto de su rostro, tenemos una excelente toma de la cabeza y una mano.

—¿Y? —Forsythe se ponía de los nervios cuando Grimes actuaba de esa manera. Nunca decía directamente lo que sabía, obligaba a sus oyentes a que siguieran su ritmo. Señaló uno de sus monitores, donde aparecía la imagen de una mujer a vista de pájaro.

—Comparé el color del pelo y la pigmentación de la piel de la imagen por satélite con nuestras propias cintas de seguridad grabadas ayer. La concordancia es perfecta con la agente Vaner. —Apretó unas cuantas teclas y el expediente de Nava apareció en la pantalla—. ¿Sabía que es la responsable del asesinato de más de dos docenas de miembros de Al Qaeda, Hamás y la OLP…?

—Conozco sus antecedentes —le interrumpió Forsythe—. La pregunta no es quién sino por qué.

Grimes bebió un sorbo de café y se encogió de hombros.

—Supongo que tendrá que preguntárselo a ella. Quizá todavía le responda a la CIA.

Sin molestarse en contestarle, Forsythe volvió a su despacho y cerró de un portazo. Tenía que mantener la calma. Cerró los ojos y contó hasta diez. Cuando los volvió a abrir, se sentó y cogió el teléfono.

Después de explicar la situación a Doug Nielsen, director delegado de operaciones, Forsythe le oyó suspirar.

—Diablos, no sé qué decirte, James —respondió Nielsen con su acento sureño—. Vaner era de los mejores. Con toda sinceridad, me sorprende que haya pasado algo así.

—Tú no tendrás nada que ver con esto, ¿verdad?

—Te diré una cosa, James —replicó Nielsen, con tono de enfado—. La CIA tiene cosas mucho más importantes que atender para perder su tiempo con uno de tus proyectos científicos.

Forsythe estuvo a punto de darle una réplica mordaz, pero el desprecio en la voz de Nielsen le hizo comprender que decía la verdad. Esta vez fue él quien suspiró.

—Muy bien. ¿Cómo la encuentro?

—No la vas a encontrar.

—Eso no es aceptable.

—Tendrá que serlo, muchacho. No tienes gente para…

—Yo no pero tú sí.

Nielsen permaneció en silencio durante unos segundos. Después dijo en voz baja:

—¿Qué esperas que haga? ¿Que envíe un grupo de asalto como el general Fielding?

—¿Cómo has sabido…?

—Saber es mi trabajo, James. Como lo es también saber que, según el senador MacDougal, dentro de unas tres semanas te quedarás sin empleo.

Las uñas de Forsythe se clavaron en la palma. Si MacDougal lo estaba diciendo en público, entonces nadie lo ayudaría. No sabía qué hacer. Afortunadamente para él, Nielsen sí lo sabía.

Escucha, James. Quizá todavía pueda ayudarte. Lo único que pido a cambio es que lo recuerdes cuando me retire. Si lo haces, lo dejaré correr.

—Dejarás correr ¿qué?

Todas las leyes que has violado. Para no hablar de los ahorrillos que tienes escondidos.

Forsythe notó la boca seca. No parecía haber nada que Nielsen no supiera. Lo único que podía hacer era aceptar lo que le dieran.

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