Read El tercer lado de los ojos Online
Authors: Giorgio Faletti
—¿Dijo algo antes de morir?
—No lo sé. Cuando expiró, yo estaba en el coche pidiendo refuerzos y una ambulancia. Mi compañera estaba con él en el momento de la muerte.
Jordan se aproximó y por primera vez hizo oír su voz.
—¿Dónde está tu compañera?
El agente First hizo una seña con la mano hacia el otro lado de la alambrada, donde la luz del coche patrulla iluminaba los almacenes industriales.
—La agente Hitchin está en el lugar donde hemos encontrado el coche que se utilizó para el secuestro.
Jordan fue hasta donde yacía el cuerpo, bajo la sábana. Se acuclilló y levantó un borde de la tela. El agente First, Maureen y Burroni se acercaron y se quedaron de pie detrás de él.
—Pobre hombre. Le han tratado muy mal.
Maureen se acuclilló junto a Jordan. Con una mano levantó la fina sábana hasta descubrir el cadáver casi por completo.
—Debía de estar realmente aterrado. Huele a excrementos, y probablemente son suyos.
En su voz había compasión, pero también firmeza ante lo que acababa de suceder. Jordan tuvo que admitir que su admiración por aquella mujer no dejaba de aumentar.
—Sí. Para haber llegado a esto y a sufrir un ataque cardíaco, debe de haber sentido terror. Creo que deberíamos echar una ojeada al vehículo.
Volvieron a subir al coche y dejaron al agente First de guardia junto al cuerpo, a la espera de la brigada científica y del médico forense. Recorrieron a poca velocidad el tramo de calle sin asfaltar que llevaba al almacén. Dejaron atrás la escena del crimen, la gente inmóvil en las ventanas, la espera morbosa del bis que la muerte ofrece siempre. Junto al coche desfilaron las manchas de unos escasos arbustos de ciudad, que sin embargo habían conseguido crecer en aquel sitio adverso, más fuertes que el
smog
y la lluvia acida.
Cuando llegaron al final del sendero se encontraron ante la silueta de un almacén situado a la izquierda del enorme terreno, a un lado de la obra de construcción de una nueva estructura. Allí, delante de una puerta corredera abierta a la oscuridad del interior, había aparcados dos coches de la policía, junto al Nova en el cual, según la descripción de Sylva, había huido el secuestrador de Alistair Campbell. El maletero estaba abierto y un agente lo inspeccionaba con una linterna. Cuando Burroni, Maureen y Jordan bajaron de su coche y se acercaron, el policía se apartó un poco para permitir que los recién llegados vieran lo que miraba él, y también para alejarse del penetrante hedor.
—¿No ha encontrado nada?
—Aquí no hay más que trapos con un olor que da náuseas. El maletero ya estaba abierto cuando llegamos. Dentro del coche todavía no hemos mirado; los esperábamos a ustedes.
—Bien.
Burroni sacó de un bolsillo unos guantes de látex y se los pasó a Jordan.
—Creo que esto te corresponde a ti hacerlo.
El gesto no era una capitulación, sino una aceptación. Jordan se lo agradeció con una inclinación de cabeza que deseó que no se tragara la oscuridad.
Se puso los guantes, pidió al agente que le diera la linterna y abrió la puerta posterior del coche. Un chirrido recibió la entrada de la luz en aquel interior de piel artificial que el tiempo y las personas que allí se habían sentado habían reducido a una especie de telaraña. El vehículo olía a humedad y a polvo.
Jordan pasó el haz de luz de un lado a otro hasta que, en el suelo, detrás del asiento del acompañante, vio que había una pequeña bolsa de plástico transparente que contenía algo. Se agachó, apoyándose en el asiento gastado, la cogió con la mano derecha y salió del coche.
Dio la linterna a Burroni.
—Enfócalo, por favor.
Metió una mano en la bolsita y sacó un paño rojo que envolvía algo. Lo desenrolló con cuidado y aparecieron un par de viejas gafas con una forma extraña y con un elástico deshilachado en lugar de patillas, y una vieja gorra de piel forrada. Se quedó observando un momento aquellos objetos, que descansaban en el paño rojo, que no era más que una bufanda de lana.
De pronto, Jordan alzó la cabeza.
—¿Qué hay en el interior del almacén?
Le respondió otro policía, que había llegado en aquel momento.
—Todavía no hemos entrado. Los interruptores no funcionan. He mandado a la agente Hitchin a que vaya a conectar la luz.
Como confirmando la eficiencia de la agente Hitchin, una serie de agotados tubos de neón se encendieron de forma vacilante en el interior de la construcción. Cuando se asomaron al umbral se quedaron boquiabiertos.
El almacén estaba lleno de viejos aviones, evidentemente estaban aparcados allí a la espera de que se repararan. Había dos Hurricane, un Spitfire, un Messerschmitt en el que se veían las insignias de la Luftwaffe, un Zero japonés con un sol naciente. Medio oculto por los aparatos más cercanos, en el fondo se podía ver un viejo biplano que a Jordan le pareció un Savoia Marchetti.
Contra su voluntad, tuvo un acceso de rabia.
—Hijo de la gran puta.
Agitó los objetos que ahora tenía en la mano, como en una estéril revancha contra su impotencia ante lo que acababa de comprender. Burroni y Maureen se volvieron hacia él.
Jordan señaló con un dedo la silueta del biplano.
—Esta es una vieja gorra de aviador, y esto son unas gafas de la misma época. Y además, la bufanda. Ese cabrón quería colocar a Alistair Campbell en un avión, como Snoopy cuando juega a ser el as de la aviación de la Primera Guerra Mundial.
Burroni se dio cuenta de que se había perdido algo y de que no estaba al corriente de algunas de las cosas que los habían llevado allí.
—Sí, pero ¿por qué desnudo?
La boca de Jordan se torció en una sonrisa amarga y culpable al mismo tiempo.
—Creo que es otra de las sutilezas de nuestro hombre, James. Snoopy es un perro y, salvo algunos elementos distintivos, en la tira nunca lleva ropa.
En ese momento, desde detrás del almacén llegó el ruido de unos pasos que se acercaban sobre la grava. Poco después surgió de la oscuridad una bella mujer negra con uniforme azul; echó una ojeada al interior del hangar y luego se dirigió hacia ellos.
Burroni esperó a que llegara. Jordan le dejó hablar porque supuso que James necesitaba reconquistar un poco de su seguridad.
—¿Usted es la agente Hitchin?
—Sí, señor.
—¿Y fue usted quien socorrió a Alistair Campbell cuando lo encontraron?
—Sí.
—¿Dijo algo antes de morir?
—Sí, murmuró unas palabras.
Jordan vio cómo se encendía la luz azul de una pequeña esperanza.
—¿Qué dijo?
—Pronunció un nombre. Julius Whong.
—¿Solo eso? ¿Nada más?
La mujer parecía incómoda. Lanzó una rápida mirada a sus colegas, como si lo que estaba a punto de decir pudiera ser motivo de burla en el futuro.
—Bueno, tal vez oí mal, porque no tiene mucho sentido.
—Agente, deje que eso lo juzguemos nosotros. Limítese a decir lo que oyó.
—Antes de morir, Alistair Campbell dijo algo más...
La mujer hizo una pausa. Su voz cayó en el silencio de la espera con el estruendo de unos fuegos artificiales.
—Después de ese nombre pronunció las palabras «Pig Pen».
Ahora el tiempo era de nuevo un adversario que había que vencer.
El coche de Burroni se convirtió por enésima vez en una señal luminosa que se movía frenéticamente por las calles de Nueva York. En ese momento solo podían correr y tratar de hacerse oír en el ruido ensordecedor de aquel caos. La revelación de la agente Hitchin sobre las últimas palabras de Alistair Campbell había abierto de un empujón una puerta que parecía ya cerrada y atrancada. Sin embargo, aunque sabían perfectamente quién era Julius Whong, no sabían por qué Julius Whong era Pig Pen.
Y ahora se dirigían a su casa para descubrirlo.
A pesar del ruido de las sirenas, Jordan pudo oír el sonido del móvil en el bolsillo.
—Jo, habla Chris. ¿Alguna novedad?
—Sí, y no es buena. Alistair Campbell está muerto.
Un instante de silencio durante el cual a Jordan le pareció oír el soplo sofocado y enfurecido de un juramento.
—¿El mismo sujeto?
—Parece que sí, pero esta vez a nuestro hombre algo le ha salido mal. Por algún motivo que ignoramos, Campbell logró escapar. Debía de sufrir del corazón, porque la emoción le provocó un ataque que resultó fatal. Pero antes de morir tuvo tiempo de darnos una pista.
—¿Cuál?
—Por sus últimas palabras podemos deducir que la próxima víctima será Julius Whong. Ahora vamos hacia su casa.
—¿Julius Whong? Santo cielo, Jordan. Pero ¿sabes quién es su padre?
—Pues claro que lo sé. Y también sé quién es él.
Al otro lado hubo un breve instante de reflexión. Un rápido análisis de los hechos y luego el alcalde de Nueva York no tuvo más remedio que aceptar la situación.
—Está bien. Pero ándate con cuidado. Y deja que Burroni dé la cara.
—Recibido. Te mantendré al corriente.
Jordan cerró el teléfono y volvió a guardárselo en el bolsillo.
La preocupación de Christopher era más que justificada. Por algo le había advertido que estuviera detrás de Burroni. Su temor era que, al no tener Jordan un cargo oficial, cualquier cosa que sucediera pudiera invalidarse por error de procedimiento.
Julius Whong era el único hijo de Cesar Whong, y ello hacía oficialmente de él un representante de la jet set neoyorquina. Pero, en realidad el joven era un vicioso psicópata al que solo el dinero, el poder de su padre y un montón de abogados muy caros habían salvado más de una vez de ir a la cárcel. Entre otras cosas, un par de chicas lo denunciaron por estupro y lesiones, denuncias que se retiraron de inmediato tras la intervención de misteriosos elementos que probablemente llevarían hasta el señor Whong padre.
Dinero, amenazas o lo que fuera.
La apariencia de Cesar Whong era la de un acaudalado hombre de negocios vinculado con diversos sectores de la economía, con intereses en el comercio mayorista y en la especulación del suelo. En realidad, aunque nunca nadie había conseguido probarlo, estaba metido en asuntos mucho menos edificantes, como las drogas y el tráfico de armas. Empezó a amasar su inmensa fortuna cuando todavía era un joven con mucha fantasía y pocos escrúpulos: ideó una brillante estratagema para lavar el dinero a través de las tiendas chinas de Canal Street. A continuación la aumentó con procedimientos similares, hasta alcanzar una posición de poder absoluto. Cesar Whong tenía unas tapaderas perfectas y se decía que tenía «en plantilla» a diversos senadores. Sin embargo, por el momento todo eran conjeturas; lo único cierto era que no se trataba del sujeto más adecuado para meterse en su camino. Y que, si algo le ocurría a su hijo, el responsable lo pagaría muy caro.
Las palabras de Christopher confirmaban plenamente esta teoría.
El coche de Burroni se detuvo ante una construcción de tres plantas de la zona Oeste de la calle Catorce, en pleno Meat Market District. El vehículo de Lukas First y Serena Hitchin se detuvo junto al de ellos, seguido de inmediato por el de los otros dos agentes a los que habían encontrado en Williamsburg.
El Meat Market debía su nombre a que hasta hacía poco allí se encontraban los almacenes de los mayoristas de carne que abastecían a toda la ciudad. Ahora era un barrio en vías de reestructuración y en plena revalorización. Muestra de ello era que al otro lado de Jackson Square se alzaban dos edificios envueltos en andamios dominados por el brazo de una grúa, que resultaban inquietantes bajo el reflejo de las luces de la ciudad.
La necesidad de aire libre de Nueva York se expandía como una mancha de aceite, y las clases medias acomodadas se desplazaban cada vez más hacia la periferia. La pobreza, eterna rival de la codicia, era, lenta pero inexorablemente, rechazada y empujada hacia el mar.
En ese tramo de calle el contraste entre el ser y el deseo de mostrarse era aún más evidente. En un lado estaban los almacenes de carne con las persianas metálicas abiertas. A esa hora había varios camiones aparcados, con las enormes puertas posteriores abiertas y las rampas de descarga; los hombres acarreaban cuartos de res enganchados con garfios de metal en cintas transportadoras que los llevaban hasta el interior.
Había una fascinación caníbal en aquel espectáculo, un rito de sangre y lascivia, reflejos de antorchas sobre las paredes, Vulcano y sus ayudantes en las profundidades de la tierra obligados a alimentarse mientras forjaban las armas de Aquiles destinadas a derramar nueva sangre.
Enfrente, a pocas decenas de metros, cerca de los edificios remodelados, las tiendas de Stella McCartney, Boss y otros estilistas famosos, con los escaparates apagados, impacientes por que terminara ese comercio de carne ante sus ojos cerrados y poder volver a abrirlos, al día siguiente, a la misma realidad pero con una apariencia diferente.
Sin embargo, en aquel momento Maureen, Jordan y Burroni, impulsados por el ansia, no tenían tiempo para fijarse en lo que los rodeaba. Bajaron del coche como si de pronto estuviera lleno de gas nervioso.
Se acercaron a la pared de la derecha, donde estaba el portero automático. Tras una rápida ojeada, Jordan pulsó la tecla en la que había una J.
No respondió nadie.
Jordan volvió a tocar, pero el portero automático permaneció ciego y mudo. Probó otra vez, pulsando más tiempo la tecla. Al fin llegó a sus oídos el melodioso sonido del micrófono, seguido de una voz grosera.
—¿Quién es?
Burroni acercó la identificación a la cámara y luego se situó de forma que quedara encuadrado con la mayor claridad posible.
—Policía. Detective Burroni. ¿Es usted Julius Whong?
—Sí. ¿Qué coño quiere?
—Si nos permite entrar se lo explicaremos.
—¿Tiene una orden?
—No.
—Entonces váyase a tomar por culo.
La mandíbula de Burroni se tensó. Jordan sabía que de buena gana estamparía un puñetazo en la boca de la que salía esa voz insolente. Sin embargo, consiguió hablar con una calma que sin duda no sentía.
—Señor Whong, no hace falta una orden. No hemos venido a arrestarlo ni a hacer un registro.
—Entonces repito la pregunta, por si tiene las orejas llenas de cera. ¿Qué coño quiere?
Jordan apartó con delicadeza a Burroni y se puso ante el ojo frío del vídeo.