El tercer lado de los ojos (52 page)

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Authors: Giorgio Faletti

BOOK: El tercer lado de los ojos
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—Esa fue la parte más difícil. Julius Whong, después de un inicio juvenil de sexo y violencia, se volvió muy particular. Las mujeres ya no le interesaban; necesitaba situaciones extrañas, emociones fuertes. El alcohol, las drogas y su cerebro enfermo lo llevaron a convertirse... cómo expresarlo... en un refinado. Y recordé a una persona a la que había conocido tiempo atrás.

Jordan salió de su escondite y comenzó con cuidado a bajar la corta escalera. Maureen vio que no movía el brazo derecho y que le colgaba flojo al costado, de una manera extraña, como si estuviera roto.

Un escalón.

Dos escalones.

Tres escalones.

Conteniendo el aliento, Maureen seguía el descenso de Jordan y la narración de Roscoe.

—De vez en cuando solía salir de gira por el país a dar seminarios. En un hospital de Siracusa conocí a una enfermera. Era una mujer de una belleza increíble, tal vez una de las más hermosas que he visto nunca, que ejercía una fascinación sutil, distinta. Tenía una carga de sensualidad que casi se podía tocar. Se llamaba Lysa y poseía una característica bastante singular: en realidad era un hombre. Nos hicimos amigos, y ella empezó a confiar en mí. Era una persona dulce, melancólica, reservada. Y sobre todo honesta, nada que ver con esos transexuales mercenarios que se encuentran en internet. Nos mantuvimos en contacto, incluso cuando ella dejó de trabajar en el hospital. Luego, cuando se me presentó aquella necesidad, pensé que un pervertido como Julius Whong no resistiría la tentación de acostarse con una rareza sexual así. Aproveché la debilidad de Lysa; estaba cansada de luchar en una batalla que ya tenía perdida de antemano. La contraté anónimamente y le ofrecí cien mil dólares para que tuviera una relación con Julius Whong y me consiguiera un preservativo lleno de su líquido seminal.

—¿Y no pensaste que esa tal Lysa podía denunciarte, cuando descubriera que habían acusado a Julius Whong? Sobre todo sabiendo que lo que lo incriminaba definitivamente era la prueba de ADN.

Maureen vio que Roscoe iba dejando atrás todo resto de humanidad. El doctor Jekyll había perdido el control y se transformaba ante sus ojos en el señor Hyde.

—Pues sí. Existía esa posibilidad. Pero también ese es un problema que he resuelto. Sin imaginar nada, fue ella misma la que me escribió para decirme que se mudaba a Nueva York, comunicarme el día de su llegada y la dirección del piso que había alquilado. ¿Y quieres saber lo más divertido? Era el apartamento de Jordan Marsalis, el hermano del alcalde, el tío de Gerald...

Roscoe se quedó un momento pensando en cómo el destino se reía con sarcasmo de los humanos. Después apartó ese pensamiento con un gesto de la mano, como se hace con una mosca molesta.

—En todo caso, como te he dicho, ya no es un problema. Leí en el periódico que ha tenido un accidente...

Maureen se horrorizó por el espantoso significado de aquellas palabras.

—Eres un maldito loco asesino.

—Es probable. Pero ¿acaso no hace falta estar loco y ser un asesino para poder eliminar a otro?

—Pero con Alistair Campbell te salió mal. Él consiguió escapar.

La sonrisa que le dirigió William Roscoe era de nuevo la del demonio.

—¿Tú crees?

Trastornada, Maureen escuchó lo que Roscoe acababa de meterle en el cerebro.

—Muy bien, Maureen, veo que lo has entendido. Estaba todo previsto. Lo hice de modo que pudiera escapar. Me era más útil vivo; tenía que ser el que aportara la prueba definitiva contra Julius Whong. Elegí a ese desdichado porque en el fondo era el menos culpable. Aquel fatídico día, lo único que hizo fue rogar que se marcharan y nos dejaran en paz.

Mientras tanto, Jordan había alcanzado el lado opuesto del mostrador central, se había agachado y desaparecido detrás de la protección del borde. Maureen supuso que quería rodearlo manteniéndose a cubierto, para llegar junto a Roscoe y cogerlo por sorpresa.

Sin saber lo que sucedía, Roscoe continuó el macabro relato de sus actos.

—Sabía que se había refugiado a escribir en su casa de Saint Croix. Por suerte, gracias a mi trabajo sé cómo utilizar un ordenador. Entré en la base de datos de la compañía aérea y por las reservas descubrí el día que volvería. Lo esperé en un coche robado y lo secuestré delante de su casa, de manera que el sastre del negocio de enfrente me viera y pudiera describir a la policía al individuo que llevaba un chándal y cojeaba un poco de la pierna derecha. Le llevé a ese almacén de Williamsburg para hacer creer que quería colocar su cuerpo como uno de los personajes de Snoopy, en este caso, el propio Snoopy pegado al avión. Me había hecho dibujar con colores solubles un tatuaje en el antebrazo. Tal vez no era idéntico, pero sí muy parecido al demonio con alas de mariposa de Julius Whong. En ese lugar había poca luz, y podía contar con que Alistair estaría aterrado y no se fijaría en los detalles. Lo que no sabía es que estaba enfermo del corazón. Murió, pero de todos modos llevó a cabo la tarea que le había asignado: poner a la policía sobre la pista de Julius Whong.

—Hay algo que no entiendo. ¿Cómo podías estar seguro de que Julius Whong no tenía una coartada para las noches en que se cometieron los asesinatos?

Roscoe señaló con la mano unas bombonas de tamaño mediano apiladas en un compartimiento, a su derecha.

—Protóxido de nitrógeno. Incoloro, insípido, inodoro.

—No comprendo.

—Julius Whong vive en un ático, en la calle Catorce. Es un edificio bajo, de dos plantas, con un techo plano de fácil acceso desde la escalera contra incendios de la parte de atrás. Bastó conectar una de esas bombonas al sistema de ventilación para hacerle dormir hasta el día siguiente.

Roscoe se encogió de hombros con despreocupación, como si acabara de contar un viaje de placer con una amiga.

—¿Qué más queda por decir? Nada, me parece.

Maureen advirtió que en su actitud no había narcisismo ni orgullo por el maquiavélico plan que había orquestado. Solo la actitud natural de una persona que cree que ha hecho lo justo.

Y aunque en su interior Maureen se maldijo por pensar así, no conseguía culparlo del todo.

—Ahora lo sabes todo. He esperado años para llegar a esto, y no puedo permitir que tú me lo arruines.

—Has pasado algo por alto. ¿No has pensado que, si alguien te descubriera, habrías hecho todo esto por nada? Julius Whong quedaría libre y tú irías a la cárcel en su lugar.

El doctor William Roscoe sonrió con mucha dulzura y bajó la voz para volverla un suspiro casi incomprensible.

—No, querida mía. También he pensado en ello. Si eso sucediera, habrá un hombre muy profesional que se encargará de Julius Wh...

Roscoe no pudo terminar la frase, porque en ese preciso momento Jordan salió de pronto de detrás del mostrador y se abalanzó sobre él.

51

Sucedió todo en pocos instantes, aunque a Jordan y Maureen les pareció una eternidad.

Todos sus movimientos parecían en cámara lenta, como si no se hallaran en la tierra sino en el vacío absoluto o en el interior de una enorme burbuja de agua.

Jordan, que solo disponía del brazo sano, agarró la mano derecha de Roscoe y al mismo tiempo levantó una pierna, para golpear la muñeca del profesor contra su rodilla y hacerle soltar la pistola.

Pero, al parecer la sorpresa no formaba parte de las emociones de William Roscoe. Si la llegada inesperada de Jordan lo alteró de algún modo, no se reflejó en su capacidad de reacción.

Lo único que logró Jordan fue que el dedo de su adversario se contrajera sobre el gatillo y disparara una bala que se incrustó en las baldosas del suelo.

Jordan se dio cuenta de que no sería fácil dominar al profesor, sobre todo porque él debía luchar con un solo brazo.

Aunque él era más alto y más joven, por la fuerza que Roscoe había opuesto a su ataque se notaba que era una persona robusta y se hallaba en excelente forma; además, podía usar los dos brazos.

Ayudándose en lo posible con el peso del cuerpo, pese a las punzadas de dolor que le cortaban la respiración, Jordan consiguió doblar el brazo del profesor en un arco hacia dentro y golpearle la muñeca varias veces contra el borde azulejado del mostrador.

Un nuevo disparo partió del arma, y la pantalla de un ordenador estalló en una lluvia de chispas.

Al fin la mano de Roscoe cedió y sus dedos se aflojaron. Jordan oyó el maravilloso sonido de la pistola que caía al suelo.

Maureen presenciaba la escena preguntándose en qué momento podría ayudar a Jordan. Sus posibilidades de intervenir eran muy limitadas, pues todavía tenía los brazos atados en la parte posterior del respaldo del sillón. Antes que nada, debía impedir que Roscoe volviera a coger la pistola si se liberaba de Jordan. Haciendo fuerza con los pies y ayudándose con ligeros impulsos del torso, se desplazó sobre las ruedas a la mayor velocidad que podía. Llegó ante la pistola y le dio un puntapié. Los dos hombres enzarzados en la lucha oyeron el ruido metálico de la Beretta que se deslizaba por el suelo hasta que dio contra la base de la pared opuesta, rebotó hacia el centro de la habitación y se detuvo bajo la galería.

Maureen no sabía por qué Jordan casi no usaba el brazo derecho, pero se daba cuenta de que, en la lucha que tenía lugar ante sus ojos, las fuerzas eran claramente desiguales.

Roscoe, que se había liberado fácilmente del apretón de Jordan, ahora se enfrentaba a él en posición de defensa, en una perfecta guardia de púgil. Tal vez había practicado ese deporte en su juventud, en la universidad, y probablemente luego había seguido entrenándose.

Al contrario de Maureen, el médico, por la postura anormal del hombro, enseguida se dio cuenta de que su agresor tenía un punto débil. Cada vez que Jordan se acercaba para pegarle con la mano izquierda o intentaba darle una patada, conseguía esquivarlo y golpear a Jordan en el punto dolorido; luego retrocedía de inmediato, a la espera de un nuevo movimiento de su adversario.

Maureen vio que Jordan no resistiría mucho más ese tratamiento.

Hizo desplazar de nuevo el sillón, tratando de aproximarse a Roscoe lo más posible, para trabarlo con las piernas y dar un momento de respiro a Jordan. Cuando la vio cerca y comprendió qué se proponía hacer, el profesor levantó una pierna, apoyó el pie en el asiento de la silla y dio un violento empujón.

Hizo un trayecto corto y veloz, y después las ruedas se clavaron contra el suelo, haciendo que el sillón se inclinara hacia un lado. Maureen quedó un instante en vilo, como si el asiento tuviera voluntad propia y tratara desesperadamente de recuperar el equilibrio.

Poco después vio que los mosaicos blancos del suelo se acercaban a una velocidad vertiginosa.

Arrastrada por el peso, cayó sobre el lado izquierdo. Trató de amortiguar la caída con el hombro, pero pese a sus esfuerzos se golpeó violentamente el codo contra los mosaicos. Sintió una sacudida eléctrica que se extendía por el brazo y se transformaba de pronto en un fuerte ardor que por un momento le quitó la sensibilidad.

Mientras tanto, gracias a la distracción provocada por la intervención de Maureen, Jordan consiguió rodear con el brazo sano el cuello de Roscoe y apretaba con todas sus fuerzas. El doctor empezó a pegarle con el codo derecho en el estómago, ya que vio que Jordan, en el ardor de la lucha, había dejado expuesta esa parte del cuerpo.

Desde su posición, en el suelo, Maureen no veía qué pasaba. Oía a sus espaldas el jadeo de los dos hombres que peleaban, pero no podía volver la cabeza para ver cómo iban las cosas.

Comenzó a forcejear y se dio cuenta de que podía deslizar los brazos a lo largo del respaldo. Centímetro tras centímetro, ayudándose con las piernas, logró sacar totalmente los brazos. Se puso boca arriba y alejó el sillón, empujándolo con las piernas.

Ahora que podía ver qué pasaba en el laboratorio, se dio cuenta de que los dos hombres habían desaparecido. Seguía oyendo sus jadeos y el ruido de la lucha, pero no podía verlos. Probablemente uno de los dos había arrastrado al otro al suelo y ahora luchaban en el suelo, junto al imponente frigorífico, del lado opuesto al que estaba ella, ocultos por el borde del mostrador.

Levantó la cabeza y vio al otro lado de la sala la pistola en el suelo.

Se apoyó de nuevo en un costado y, ayudándose con el hombro, logró sentarse. Poco después se irguió y fue a buscar la Beretta. Una vez ante el arma, puso los pies junto a la pistola y dobló las rodillas hasta cogerla y empuñarla con la mano derecha. No sabía cuan precisa podría ser su puntería dadas las circunstancias, obligada a disparar con la mano detrás de la espalda, pero rogó no tener que llegar a eso. Bastaría con poder pasársela a Jordan para poner fin a la resistencia de Roscoe.

Pero las cosas no salieron como las había previsto. De pronto vio que el cuerpo de Roscoe se levantaba del otro lado del mostrador de trabajo y se precipitaba hacia atrás como si Jordan hubiera logrado apoyar los pies en su pecho y le hubiera dado un fuerte empujón con las piernas. El profesor chocó violentamente contra las grandes bombonas de nitrógeno líquido que alimentaban el frigorífico donde conservaba los embriones. La parte posterior de su camiseta, hecha jirones, se le había salido del pantalón. De la nariz le caía un hilo de sangre. Se lo limpió con la manga, siempre con los ojos fijos en su adversario, que todavía estaba en el suelo, en un lugar donde Maureen no alcanzaba a verlo.

Poco después, más o menos hacia la mitad del mostrador, vio que una mano buscaba apoyo en la superficie; luego Jordan se asomó por el borde, jadeante y con una clara expresión de sufrimiento.

Maureen admiró su resistencia al dolor y su valiente oposición al adversario, pero vio que ya no aguantaría mucho. Si el hombro le dolía tanto como ella creía, no entendía cómo todavía no se había desmayado.

Al ver que Jordan se incorporaba, también Roscoe pareció sorprendido. A continuación su cara volvió a desfigurarse con una expresión tan cruel que Maureen solo podía comparar con la de un hombre totalmente loco, poseído por el odio que había incubado durante tantos años.

Vio que se agachaba y agarraba uno de los tubos que llevaban el nitrógeno líquido de las bombonas al interior del frigorífico. Maureen supo qué se proponía, y sintió que la sangre de sus venas alcanzaba de golpe la misma temperatura del líquido que ahora el médico sacudía violentamente.

Mientras, Jordan se había puesto en pie y avanzaba hacia él.

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