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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

El Terror (59 page)

BOOK: El Terror
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—¿Y qué mecanismo es ése? —preguntó Peglar.

El sol había desaparecido. Unas sombras rosadas se desvanecían en la palidez amarillenta que había precedido a su aparición. Ahora que el sol había desaparecido, Peglar no podía creer que lo hubiese visto.

—La selección natural, que surge de la competición «entre» las incontables especies —dijo el anciano mozo de suboficiales—. Una selección que consigue transmitir los rasgos ventajosos y descartar los que ofrecen desventajas, es decir, los que no añaden nada a la probabilidad de la supervivencia o de la reproducción, a lo largo de enormes cantidades de tiempo. Del tiempo de Lyell.

Peglar pensó en ello un momento.

—¿Por qué has sacado este tema, John?

—A causa de nuestro amigo depredador que está ahí fuera en el hielo, Harry. A causa de la calavera ennegrecida que has tirado donde antes resonaba el tictac del reloj de ébano de sir John.

—No lo comprendo —dijo Peglar. Solía decir eso con frecuencia cuando era alumno de John Bridgens, durante los cinco años de los aparentemente inacabables vagabundeos del
Beagle.
El viaje se había planeado como una aventura de dos años, y Peglar había prometido a Rose que volvería al cabo de dos años o menos. Ella había muerto de tisis durante el cuarto año del
Beagle
en el mar—. ¿Crees que el ser del hielo es de una especie que ha sufrido una adaptación evolutiva a partir del oso polar común que hemos encontrado con frecuencia aquí?

—Más bien al contrario —replicó Bridgens—. Me pregunto si podríamos haber encontrado uno de los últimos miembros de alguna antigua especie, algo de mayor tamaño, más listo, más rápido e infinitamente más violento que su descendiente, el oso polar más pequeño que vemos en tal abundancia.

Peglar pensó en ello.

—Algo de una era antediluviana —dijo al fin.

Bridgens lanzó una risita.

—En un sentido metafórico, al menos, Harry. Como recordarás, no defiendo la creencia literal en el Diluvio.

Peglar sonrió.

—Es peligroso andar contigo, John. —Siguió allí de pie en el hielo pensando unos momentos más. La luz se estaba desvaneciendo. Las estrellas llenaban de nuevo el cielo al sur—. ¿Crees que esa... cosa..., ese último ejemplar de su raza..., andaba ya sobre la Tierra cuando estaban aquí los grandes lagartos? Y si es así, ¿por qué no hemos encontrado fósiles?

Bridgens lanzó otra risita.

—No, no creo que nuestro depredador del hielo compitiese con los lagartos gigantes. Quizá mamíferos como el
Ursus maritimus
no coexistieran con los reptiles gigantes en absoluto. Como demostraba Lyell, y como nuestro señor Darwin parece comprender, el Tiempo... con mayúscula, Harry..., puede ser mucho más vasto que lo que tenemos la capacidad de asimilar.

Los dos hombres se quedaron silenciosos unos momentos. El viento había arreciado un poco y Peglar se dio cuenta de que hacía demasiado frío para estar allí fuera mucho rato. Veía que el anciano temblaba ligeramente.

—John —dijo—, ¿crees que comprender el origen del animal... o «ser», porque a veces parece demasiado inteligente para ser un animal, nos ayudará a matarlo?

Bridgens se echó a reír esta vez.

—No, en absoluto, Harry. Entre tú y yo, querido amigo, creo que la criatura ya nos ha cogido. Creo que nuestros huesos serán fósiles mucho antes que los suyos..., aunque, cuando uno lo piensa, una criatura tan grande que vive casi completamente en el hielo polar, sin criar ni vivir en tierra como hacen los osos corrientes, evidentemente, incluso cazando al oso polar más corriente como fuente primordial de alimento, quizá no deje huellas, ni rastros ni fósiles..., al menos que seamos capaces de encontrar debajo de los mares polares helados con el estado actual de nuestra tecnología científica.

Empezaron a caminar hacia el
Erebus.

—Dime, Harry, ¿qué está ocurriendo en el
Terror!

—¿Has oído hablar de que casi hubo un motín hace tres días? —preguntó Peglar.

—¿Estuvo realmente tan cerca la cosa?

Peglar se encogió de hombros.

—Fue bastante feo. La pesadilla de cualquier oficial. El ayudante del calafatero, Hickey, y dos o tres agitadores más alteraron a todos los hombres. La mentalidad de la masa. Crozier los calmó con brillantez. Creo que nunca he visto a un capitán manipular a una masa con más delicadeza y seguridad que Crozier el miércoles.

—¿Y todo fue por esa mujer esquimal?

Peglar asintió; luego se ajustó más el gorro y la pañoleta. El viento era muy cortante ya.

—Hickey y gran parte de los hombres se enteraron de que la mujer había excavado un túnel a través del casco antes de Navidad. Hasta el día del carnaval, había entrado y salido a voluntad de su cubil en el pañol de cables de proa. El señor Honey y su carpintero arreglaron la brecha del casco y el señor Irving hizo que echaran abajo el túnel exterior el día después del fuego de carnaval, y corrió la voz.

—¿Y Hickey y los demás pensaron que ella tenía que algo que ver con el fuego?

Peglar se encogió de hombros una vez más. El movimiento, al menos, le mantenía caliente.

—Que yo sepa, pensaban que ella era la criatura del hielo. O al menos, su consorte. La mayoría de los hombres llevaban meses convencidos de que era una bruja pagana.

—La mayoría de la tripulación del
Erebus
está de acuerdo. —A Bridgens le castañeteaban los dientes. Los dos hombres volvieron a caminar hacia el buque inclinado.

—La multitud de Hickey tenía el plan de abordar a la chica cuando fuese a buscar la galleta y el bacalao, por la noche —dijo Peglar—, y cortarle el cuello. Quizá con alguna ceremonia formal.

—¿Y por qué no ocurrió así, Harry?

—Siempre hay alguien que habla. Cuando el capitán Crozier se enteró, posiblemente sólo unas horas antes del asesinato planeado, arrastró a la chica a la cubierta inferior y convocó una reunión con todos los oficiales y hombres. Incluso llamó a la guardia de abajo, cosa nunca vista.

Bridgens volvió su pálido rostro cuadrado hacia Peglar mientras caminaban. Estaba oscureciendo con rapidez y el viento soplaba desde el noroeste.

—Era justo a la hora de cenar —continuó Peglar—, pero el capitán hizo que se subieran de nuevo todas las mesas con los cabrestantes y que los hombres se sentaran en el suelo, sin barriles ni baúles, sólo el suelo desnudo. Y ordenó que los oficiales, armados con armas de mano, se quedasen de pie ante ellos. Cogió a la chica esquimal por el brazo, como si fuese una ofrenda que estuviese a punto de arrojar a los hombres. Como un trozo de carne para los chacales. En cierto sentido, eso fue lo que hizo.

—¿Qué quieres decir?

—Dijo a la tripulación que si iban a matarla, que tenían derecho a hacerlo entonces..., en aquel momento. Con los cuchillos. Allí mismo, en la cubierta inferior, donde comían y dormían. El capitán Crozier dijo que tendrían que hacerlo todos juntos, marineros y oficiales a la vez, porque el crimen en un buque es como un cáncer, y se extiende a menos que todo el mundo esté inoculado siendo cómplice.

—Qué extraño —dijo Bridgens—. Pero me sorprende que eso consiguiese disuadir a los hombres sedientos de sangre. La masa es algo sin cerebro.

Peglar asintió de nuevo.

—Entonces Crozier llamó al señor Diggle a proa desde su puesto en la estufa.

—¿El cocinero?

—El cocinero. Crozier le preguntó al señor Diggle qué había para cenar aquella noche... y durante todas las noches del mes siguiente. «Bacalao. Y las cosas enlatadas que no se hayan podrido o envenenado», dijo Diggle.

—Interesante —intervino Bridgens.

—Crozier entonces le preguntó al doctor Goodsir, que estaba en el
Terror
aquel día, cuántos hombres habían acudido a él por estar enfermos en los últimos tres días. «Veintiuno. Con catorce durmiendo en la enfermería hasta que usted los ha llamado para esta reunión, señor», dijo Goodsir.

Y entonces el que asintió fue Bridgens, como si pudiera ver adonde se encaminaba Crozier.

—Y entonces el capitán dijo: «Es el escorbuto, hombres». Era la primera vez que un oficial, cirujano, capitán, lo que sea, decía en voz alta aquella palabra a la tripulación en tres años —continuó Peglar—. «Vamos a caer todos con escorbuto, hombres del
Terror
—dijo el capitán—. Y todos conocéis los síntomas. O si no es así... o si no tenéis las pelotas de pensar en ello..., tenéis que escuchar.» Y entonces Crozier llamó al doctor Goodsir para que se adelantase y se colocase junto a la chica, e hizo que enumerase los síntomas del escorbuto. «Ulceras», dijo Goodsir. —Peglar continuó mientras se acercaban al
Erebus
—. «Ulceras y hemorragias por todo el cuerpo. Charcos de sangre debajo y a través de la piel. Que salen por todos los orificios antes de que la enfermedad siga su curso... La boca, los oídos, los ojos, el culo. Rictus de los miembros, que quiere decir que primero duelen los brazos y piernas, luego se ponen tiesos. No funcionan. Se vuelve uno tan torpe como un buey ciego. Luego se le caen a uno los dientes», dijo Goodsir, e hizo una pausa.

»Había tanto silencio, John, que no se podía oír ni la respiración de los cincuenta hombres, sólo los crujidos y gruñidos del buque en el hielo. «Y mientras se te caen los dientes —siguió el cirujano—, los labios se te ponen negros y se apartan de cualquier diente que os pudiera quedar. Como los labios de un muerto. Y las encías se hinchan... Y apestan. Y de ahí procede el terrible hedor del escorbuto. Las encías se pudren y se gangrenan desde dentro. Pero eso no es todo —siguió Goodsir—. La vista y el oído quedan dañados..., perjudicados..., igual que el juicio. De repente le parece a uno normal salir a pasear con cincuenta grados bajo cero, sin guantes ni sombrero. Se olvida uno de dónde está el norte o de clavar un clavo. Y no sólo te fallan los sentidos, sino que se vuelven contra ti. Si tuviéramos zumo de naranja fresco para vosotros cuando tuvierais el escorbuto, el olor de la naranja podría hacer que os retorcierais llenos de dolor o que os volvierais locos, literalmente. El sonido de un trineo sobre el hielo os haría caer de rodillas, llenos de dolor; el disparo de un mosquete podría ser fatal.»

»Entonces uno de los de Hyckey, en medio del silencio gritó: «¡Bueno, bueno!, ¡nosotros nos tomamos nuestro zumo de limón!»

»Goodsir meneó la cabeza, tristemente: «No nos durará mucho tiempo, y lo que tenemos ahora ya no vale demasiado. Por algún motivo que nadie comprende, los antiescorbúticos más sencillos, como el zumo de limón, pierden su potencia después de varios meses. Ahora que han pasado más de tres años casi ha desaparecido».

»Hubo un segundo silencio terrorífico entonces, John. Se podía oír la respiración allí dentro, y era entrecortada. Y un olor que salía de la multitud... Miedo, y algo peor. Muchos de los hombres que allí estaban, incluyendo a la mayoría de los oficiales, habían ido a ver al doctor Goodsir las dos últimas semanas con síntomas de escorbuto. De repente, uno de los compatriotas de Hickey gritó: «¿Y qué tiene que ver esto con librarnos de esa bruja maldita?».

»Crozier entonces dio un paso al frente, sujetando todavía a la chica como una cautiva, como si estuviera dispuesto a ofrecerla a la turba. «Hay muchos capitanes y cirujanos que intentan cosas distintas para aliviar o curar el escorbuto —dijo Crozier a los hombres—. Ejercicio violento, rezos, comida en lata... Pero ninguna de esas cosas funciona, a la larga. ¿Qué es lo único que funciona de verdad, señor Goodsir?»

»Todas las cabezas en la cubierta inferior se volvieron a mirar a Goodsir entonces, John. Hasta la chica esquimal. «Comida fresca —dijo el cirujano—. Especialmente, carne fresca. La deficiencia en nuestra alimentación que produce el escorbuto sólo se puede curar con carne fresca.»

»Todo el mundo miró a Crozier —prosiguió Peglar—. El capitán les echó encima a la chica: «Hay una persona en estos dos barcos moribundos que ha sido capaz de encontrar carne fresca este otoño e invierno —dijo—. Y está delante de vosotros. Esta chica esquimal..., apenas una niña..., pero que, de algún modo, sabe cómo encontrar y atrapar y matar focas y morsas y zorros, cuando los demás no somos capaces ni siquiera de encontrar un rastro en el hielo. ¿Y si tenemos que abandonar el barco..., nos encontramos ahí en el hielo y no nos quedan provisiones? Sólo hay una persona de las ciento nueve que quedamos vivas que sabe cómo conseguir carne fresca para sobrevivir..., y vosotros la queréis matar».

Bridgens enseñó sus propias encías sangrantes cuando sonrió. Estaban en la rampa de hielo del
Erebus.

—El sucesor de sir John puede que sea un hombre común, con poca educación formal, pero nadie podría acusar al capitán Crozier, al menos delante de mí, de ser un estúpido. Y comprendo que ha cambiado desde su grave enfermedad, hace unas semanas.

—Ha sufrido una metamorfosis —dijo Peglar, usando ufano una expresión que le había enseñado Bridgens dieciséis años antes.

—¿Y cómo es eso?

Peglar se rascó la helada mejilla por encima de la pañoleta. El guante raspó su barba de días.

—Es difícil de describir. Yo creo que ahora el capitán Crozier está completamente sobrio por primera vez en treinta años o más. El whisky nunca pareció poner en entredicho la competencia del hombre, que es un buen marinero y oficial, pero colocaba... una barrera entre él y el mundo. Ahora, está más «aquí» que nunca. No se pierde nada. No sé de qué otra forma describirlo.

Bridgens asintió.

—Supongo que ya no se ha vuelto a hablar más de matar a la bruja.

—Ni una sola vez —dijo Peglar—. Los hombres le dieron galleta extra durante un tiempo, pero luego ella se fue..., se trasladó a algún lugar sobre el hielo.

Bridgens miró la rampa y luego se volvió. Cuando habló, su voz sonaba tan baja que ninguno de los hombres de guardia a bordo podía oírle.

—¿Qué opinas de Cornelius Hickey, Harry?

—Creo que es una rata traicionera —dijo Peglar, sin preocuparse de que pudieran oírle.

Bridgens asintió de nuevo.

—Es verdad. Yo le conocía desde hace años, antes de navegar en esta expedición con él. Solía aprovecharse de los jovencitos durante los viajes largos, convirtiéndolos en esclavos para sus necesidades. Los últimos años he oído decir que prefiere a hombres mayores a su servicio, como el idiota...

—Magnus Manson.

—Sí, como Manson. Si fuera sólo por el placer de Hickey, no tendríamos que preocuparnos. Pero ese hombrecito es mucho peor, Harry..., peor que el típico marinero amotinador o listillo. Ten cuidado con él. Vigílale, Harry. Temo que pueda hacernos mucho daño a todos. —Entonces Bridgens se echó a reír—. Fíjate lo que digo, «hacernos mucho daño». Como si no estuviésemos condenados de todos modos. Cuando te vuelva a ver, podemos estar ya abandonando los buques y viajando por el hielo, nuestro último y largo paseo. Cuídate mucho, Harry Peglar.

BOOK: El Terror
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