Read El Terror Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

El Terror (60 page)

BOOK: El Terror
9.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Peglar no dijo nada. El capitán de la cofa de trinquete se quitó el guante externo, luego el interno y levantó sus helados dedos hasta que rozaron la helada mejilla y la frente del mozo de suboficiales John Bridgens. El contacto fue muy ligero y ninguno de los hombres lo notó, debido a la congelación incipiente, pero de todos modos cumplió su objetivo.

Bridgens volvió a subir por la rampa. Sin mirar atrás, Peglar se metió los guantes e inició el frío camino de vuelta en la oscuridad hasta el
HMS Terror.

29

Irving

Latitud 70° 5' N — Longitud 98° 23' O

6 de febrero de 1848

Era domingo, y el teniente Irving había hecho dos guardias seguidas en cubierta entre el frío y la oscuridad, una de ellas cubriendo a su amigo George Hodgson, que estaba enfermo y tenía síntomas de disentería, y se había perdido su cena caliente en el comedor de oficiales como consecuencia y, por tanto, sólo había tomado una pequeña porción congelada de cerdo salado y un trozo de galleta llena de gorgojos. Pero ahora tenía ocho benditas horas seguidas antes de volver al trabajo. Podía meterse bajo la cubierta, acurrucarse entre las heladas mantas del coy de su camarote, deshelarlas un poco con el calor de su cuerpo y dormir durante las ocho horas seguidas.

Por el contrario, Irving le dijo a Robert Thomas, el primer oficial que vino a relevarle como oficial de cubierta, que iba a salir a dar un paseo y que volvería enseguida.

Entonces Irving pasó por encima de la borda, bajó la rampa de hielo y se dirigió hacia la oscura banquisa.

Iba buscando a
Lady Silenciosa
.

Irving se había sentido tremendamente conmocionado semanas antes cuando apareció el capitán Crozier dispuesto a arrojar a la mujer a la turba que se estaba formando después de que los tripulantes escucharan las insidiosas incitaciones al motín del ayudante de calafatero, y otros empezaran a gritar que aquella mujer traía mala suerte y que había que matarla o desterrarla. Cuando Crozier salió ante ellos, agarrando el brazo de
Lady Silenciosa
, y la arrojó hacia delante, a los hombres furibundos, como un antiguo emperador romano hubiese arrojado a un cristiano a los leones, el teniente Irving no supo qué hacer. Como teniente subalterno, sólo podía mirar a su capitan, aunque aquello significase la muerte de
Silenciosa
. Como joven enamorado, Irving estaba dispuesto a adelantarse y salvarla, aunque le costara su propia vida.

Cuando Crozier se ganó a la mayoría de los hombres con el argumento de que
Silenciosa
podía ser la única persona a bordo que supiera cómo cazar y pescar en el hielo, si tenían que abandonar el barco, Irving dejó escapar un silencioso suspiro de alivio.

No obstante, la mujer esquimal se fue del barco el día después de aquel enfrentamiento, y volvía sólo a la hora de la cena cada dos o tres días en busca de galleta o de un regalo ocasional, como una vela, y luego desaparecía de nuevo en el oscuro hielo. Dónde vivía o qué hacía allá afuera era un misterio.

El hielo no estaba demasiado oscuro aquella noche; la aurora bailaba y brillaba en el cielo, y la luna proyectaba la luz suficiente para arrojar unas sombras negras como la tinta detrás de los seracs. El tercer teniente John Irving no estaba, a diferencia de la primera vez que había seguido a
Silenciosa
, llevando a cabo aquella búsqueda por iniciativa propia. El capitán había sugerido de nuevo que Irving podía descubrir, sin ponerse a sí mismo en peligro, el escondite secreto de la muchacha esquimal en el hielo.

—Hablaba muy en serio cuando dije a los hombres que ella puede tener habilidades que nos mantengan vivos en el hielo —dijo Crozier bajito en la privacidad de su camarote, mientras Irving se acercaba mucho para oírle—. Pero no podemos esperar a estar todos en el hielo para averiguar dónde y cómo consigue la carne fresca que parece encontrar. El doctor Goodsir me dice que el escorbuto nos matará a todos si no encontramos una fuente de caza fresca antes del verano.

—Pero a menos que la espíe cazando, señor —susurró Irving—, ¿cómo puedo descubrir su secreto? Ella no habla.

—Use su iniciativa, teniente Irving. —Esa fue la única respuesta que le dio el capitán Crozier.

Era la primera oportunidad que tenía Irving de usar su iniciativa desde aquella conversación.

En una bolsa de piel colgada al hombro, Irving llevaba algunos señuelos por si encontraba a
Silenciosa
y hallaba una forma de comunicarse con ella. Llevaba galletas mucho más frescas que aquella que había comido él mismo al mediodía, llena de gorgojos. Estas iban envueltas en una servilleta, pero Irving también llevaba un precioso pañuelo oriental de seda que su rica novia londinense le había regalado poco antes de su... desagradable separación. Y la
piéce de résistance
iba envuelta en ese atractivo pañuelo: un pequeño botecito con mermelada de melocotón.

El cirujano Goodsir atesoraba y repartía la mermelada como antiescorbútico, pero el teniente Irving sabía que los dulces eran una de las pocas cosas por las que la chica esquimal había mostrado entusiasmo a la hora de aceptar la comida del señor Diggle. Irving había visto que le brillaban los ojos oscuros cuando conseguía un poquito de mermelada en la galleta. Él había ido apurando sus propias raciones de mermelada una docena de veces, durante el mes anterior, para conseguir la preciosa cantidad que ahora llevaba en un diminuto botecito de porcelana que en tiempos había sido de su madre.

Irving había rodeado completamente el costado de babor del buque y ahora avanzaba por la llanura helada entre un laberinto de seracs y pequeños icebergs que se alzaban como una versión helada de un bosque de Birnam avanzando hacia Dunsinane, a unos doscientos metros al sur del barco. Sabía que estaba corriendo un gran riesgo de convertirse en la siguiente víctima del ser del hielo, pero durante las últimas cinco semanas no había habido señal alguna de la criatura, ni siquiera un avistamiento a distancia. No se había perdido ningún tripulante ante aquel ser desde la noche del carnaval.

«Pues así es —pensó Irving—, nadie más que yo ha salido por aquí fuera solo, sin linterna siquiera, deambulando por el bosque de seracs.»

Era muy consciente de que la única arma que llevaba era la pistola, bien hundida en el bolsillo de su abrigo.

Cuarenta minutos de búsqueda entre los seracs, en ia oscuridad y a cuarenta y dos grados bajo cero y con viento, e Irving estaba a punto de decidir que ejercitaría su iniciativa otro día, preferiblemente al cabo de unas semanas, cuando el sol se quedase por encima del horizonte del sur durante algo más que unos pocos minutos.

Y entonces vio la luz.

Era una visión muy misteriosa; un montón de nieve acumulada durante una ventisca y situada en un barranco helado entre varios seracs parecía iluminarse con una luz divina desde dentro, como si dispusiera de una luz interior feérica.

O una luz de brujería.

Irving se acercó más, haciendo una pausa a la sombra de cada serac para asegurarse de que no era ninguna grieta en el hielo. El viento producía un sonido suave y susurrante entre las cumbres torturadas de los seracs y las columnas de hielo. La luz violeta de la aurora boreal danzaba por todas partes.

La nieve de la ventisca se había acumulado, o bien por efecto del viento o de las manos de
Silenciosa
, formando una baja cúpula lo bastante delgada para mostrar una débil luz amarilla y parpadeante que brillaba a su través.

Irving se dejó caer en el pequeño barranco de hielo, que en realidad era sólo una depresión entre dos placas de hielo empujadas por la presión y redondeadas por encima por la nieve, y se acercó a un pequeño agujero negro que parecía demasiado bajo para asociarlo con la cúpula situada más alta, a un lado del barranco.

La entrada, si es que era una entrada, apenas era igual de ancha que los hombros de Irving, envueltos en gruesas capas de ropa.

Antes de entrar se preguntó si debía sacar su pistola y amartillarla. «No sería un gesto muy amistoso de saludo», pensó.

Irving se introdujo en el agujero.

El estrecho pasaje bajaba a lo largo de la mitad de la longitud de su cuerpo, y luego formaba un ángulo hacia arriba durante dos metros y medio o más. Cuando la cabeza y los hombros de Irving surgieron por el extremo más lejano del túnel y a la luz, éste parpadeó, miró a su alrededor y abrió mucho la boca.

Lo primero que vio era que
Lady Silenciosa
estaba desnuda bajo sus ropas abiertas. Estaba echada en una plataforma formada en la nieve, a algo así como un metro y veinte centímetros del teniente Irving y de casi un metro de alto. Sus pechos eran bastante visibles y estaban bastantes desnudos: él podía ver el pequeño talismán de piedra del oso blanco que ella había retirado de su compañero muerto, colgando de una correa entre sus pechos, y ella no hizo esfuerzo alguno por cubrirse, mientras le miraba sin pestañear. No se había sobresaltado. Obviamente, le había oído llegar mucho antes de que él se introdujese por el pasaje de entrada a la cúpula de nieve. En la mano ella llevaba un cuchillo de piedra pequeño, pero muy afilado, que él había visto por primera vez en el pañol de cables de proa.

—Le ruego que me perdone, señorita —dijo Irving.

No sabía qué hacer a continuación. Los buenos modales exigían que retrocediera y se alejara del aposento de la dama, por muy extraña y desgarbada que pudiese resultar aquella acción, pero recordó que estaba allí con una misión.

No se escapó a la atención de Irving que, atrapado en la abertura de nieve como estaba,
Lady Silenciosa
podía acercarse a él con toda facilidad y cortarle la garganta con aquel cuchillo, y que él poco podría hacer por evitarlo.

Irving acabó de salir del pasaje de entrada, tiró de la bolsa de cuero que iba tras él, se puso de rodillas y luego de pie. Como el suelo de la casa de nieve se había excavado más bajo que la superficie de la nieve y el hielo exteriores, Irving tenía el espacio suficiente para permanecer de pie en el centro de la cúpula, y aún le sobraban varios centímetros. Se dio cuenta de que mientras la casa de nieve no parecía más que un montón de nieve de ventisquero resplandeciente desde el exterior, en realidad se había construido a base de bloques o losas de nieve en ángulo y arqueadas hacia dentro, con un diseño muy ingenioso.

Irving, educado en la mejor escuela de artillería de la Marina Real y siempre bueno en matemáticas, notó de inmediato la forma espiral ascendente que adoptaban los bloques y que cada bloque se inclinaba sólo ligeramente más que el anterior, hasta que se había colocado un bloque final de coronación en el vértice de la cúpula, empujándolo hasta meterlo en su sitio. Vio un agujerito diminuto para el humo, o chimenea, de no más de cinco centímetros, sólo a un lado de esa clave de bóveda.

Como matemático, Irving se dio cuenta al instante de que la cúpula no era una semiesfera perfecta, ya que una cúpula construida sobre un círculo se derrumbaría, sino que más bien era una catenaria: es decir, tenía la forma de una cadena sujeta por los extremos en ambas manos. John Irving, que era un caballero, sabía que estaba examinando el techo, los bloques, la estructura geométrica de aquel ingenioso alojamiento, todo con tal de no mirar los pechos y los hombros desnudos de
Lady Silenciosa
. Supuso que le había dado bastante tiempo para subirse las pieles y taparse, y volvió a mirar en dirección a la joven.

Pero sus pechos seguían desnudos. El amuleto de oso polar hacía que su piel morena pareciese mucho más morena todavía. Los ojos oscuros de la joven, concentrados y curiosos, pero no necesariamente hostiles, le seguían mirando sin parpadear. Tenía aún el cuchillo en la mano.

Irving suspiró y luego se sentó en la plataforma cubierta de pieles, al otro lado de la plataforma donde ella dormía, con el pequeño espacio central entre ambos.

Por primera vez se dio cuenta de que hacía calor dentro de aquella casa de nieve. No es que estuviera más caliente que la helada noche exterior, ni más caliente que la helada cubierta inferior del
HMS Terror,
sino «caliente» de verdad. En realidad, había empezado a sudar con sus muchas capas de ropa tiesa. Veía el sudor también en el suave pecho de la mujer, que estaba a poca distancia de él.

Apartándose de su mirada, Irving se desabrochó las ropas de abrigo y se dio cuenta de que la luz y el calor venían de una sola lata pequeña de queroseno que ella debía de haber robado del buque. Nada más pensar que ella había robado, se arrepintió. Sí, desde luego, era una lata de queroseno del
Terror,
pero vacía, una de los centenares de latas que habían arrojado por encima de la borda en la enorme zona de vertedero que habían excavado en el hielo, a menos de treinta metros del buque. La llama no ardía debido al queroseno sino a algún otro aceite..., no era aceite de ballena, lo podía afirmar por el olor. ¿Aceite de foca quizá? Un cordón hecho con un intestino de animal o tendón colgaba del techo, suspendía una tira de grasa de ballena encima de la lámpara de queroseno y dejaba caer el aceite en ella. Irving vio de inmediato que cuando el nivel del aceite bajase, la mecha, que parecía hecha de fibras de cáñamo procedentes de cable de ancla, se volvería más larga y la llama ardería más alto, fundiendo más grasa y dejando caer más aceite en la lámpara. Era un sistema muy ingenioso.

El contenedor de queroseno no era el único artefacto interesante en la casa de nieve. Por encima y a un lado de la lámpara, se alzaba un armazón muy elaborado que consistía en lo que parecían ser cuatro costillas de algo que podían ser focas (¿cómo habría capturado y matado
Lady Silenciosa
esas focas?, se preguntó Irving), colocadas verticalmente en la nieve de la repisa y conectadas mediante una compleja telaraña de tendones. Colgando de ese marco de hueso se encontraba una de las latas más grandes de comida Goldner, rectangular, también recogida, obviamente, del vertedero del
Terror,
con unos agujeros perforados en las cuatro esquinas. Irving comprendió que se trataba de una olla o una tetera perfecta que colgaba muy baja encima de la llama de aceite de foca.

Los pechos de
Lady Silenciosa
seguían sin cubrir. El amuleto de oso blanco se movía arriba y abajo con su respiración. La mirada de ella no abandonaba en ningún momento el rostro de él.

El teniente Irving se aclaró la garganta.

BOOK: El Terror
9.89Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

This Body of Death by Elizabeth George
The Disinherited by Steve White
East, West by Salman Rushdie
Kept by Carolyn Faulkner
Honour Be Damned by Donachie, David
Awake by Riana Lucas
Taking It All by Alexa Kaye