—¿Y queréis que yo…?
—Es probable que, llegado el momento, tengáis que hacerlo, sí. Después de nuestra reunión os lo comunicaremos. Deberéis actuar con rapidez. Si os damos la orden pediréis ver a vuestro amigo antes de vuestra partida. Un barco que os espera en Edimburgo os llevará a La Rochelle y de allí a Palestina, a Jerusalén, donde continuaréis con vuestros estudios de hebreo y con vuestro camino a la gnosis. Hay grandes expectativas puestas en vos. Tendréis que coordinar a un grupo de traductores. Hay mucho trabajo que hacer.
A Rodrigo no le agradó la idea de tener que eliminar a su amigo Robert.
—Pero… ¿cómo lo haré?
—Usad algún veneno que no deje rastro. Vos sabéis de eso. Debe parecer una muerte natural, que quede claro —añadió De Rossal—. Es importante.
—Y ahora dejadnos solos. Tenemos cosas que hablar —dijo De Montbard, dando la entrevista por terminada.
Rodrigo estaba en un apuro. Le iban a pedir que eliminara a Robert, sin duda. Era cuestión de horas, quizá de días. Si no eliminaba al joven Saint Claire caería en desgracia; si lo hacía, en cambio, iría a Jerusalén y podría averiguar el secreto del Temple, de las familias, del proyecto.
Aquellos dos hombres fundadores del Temple le habían reconocido abiertamente que la orden era una tapadera, un brazo armado de una organización formada por unas pocas familias europeas que pretendían cambiar el orden establecido y sustituir a la Iglesia por una suerte de culto universal que aunara todas las grandes religiones. Pero ¿por qué? ¿Qué sabían? ¿Qué habían averiguado? ¿Qué extraños arcanos del Templo de Salomón habían logrado desvelar?
Nunca había sido demasiado religioso, pero aquello comenzaba a darle miedo. Había avanzado mucho, sin duda, pero aún le quedaba un largo camino y estaba cansado. Por otra parte, si eliminaba a Robert se abría ante él un futuro lleno de posibilidades, la gnosis. ¿Qué sería tal cosa? De Montbard, De Rossal y Bernardo de Claraval eran iluminados que caminaban por el mundo como levitando, como si estuvieran en poder de grandes secretos que los acercaban a Dios. ¿Qué tenían que ver con los nazareos? ¿Era Jesús uno de ellos? ¿Qué sabían sobre la vida del Salvador que asustaba a los papas de Roma? ¿Qué era ese
Baphomet
? ¿De dónde salían las riquezas de la orden? ¿Por qué secuestraron a los sabios judíos? ¿Por qué los llevaron a La Rochelle? ¿Por qué construir un puerto tan grande lejos de las grandes rutas que llevaban a Tierra Santa?
No Je agradaba aquella gente. Eran muy espirituales, sí, pero no dudaban en planear eliminarse unos a otros si aquello beneficiaba al proyecto. ¿Y esa iba a ser la nueva religión que dominara el mundo? No lo veía claro.
¿Cómo iba a salir de aquel atolladero?
Podía hablar con Henry Saint Claire, pero De Rossal y André de Montbard no deberían saber que los había traicionado.
Estaba confuso. Le hubiera gustado abandonar aquella historia, recoger a Beatrice y perderse con ella en sus tierras de los Pirineos. Tener hijos, envejecer.
¿Qué iba a hacer? Estaba metido en un avispero, pero en el fondo le picaba la curiosidad.
La gran celebración por el retorno de Robert Saint Claire se desarrolló en dos escenarios. Uno, el salón de la casa principal donde se dieron cita unos cincuenta invitados entre los asistentes de las familias, amigos de la nobleza local, curas, algún obispo y varios hidalgos escoceses. El otro, el patio en el que los lugareños, todos vasallos de Henry Saint Claire, bailaron, bebieron y comieron alrededor de una enorme hoguera a la salud de su joven amo. Sonaban las gaitas en el exterior.
En el Salón Grande, como lo llamaban en Rosslyn, se sirvieron multitud de platos que iban desde el estofado de liebre con setas hasta las mollejas de ternera en rebozo; se pudo degustar también un buen solomillo de cerdo a la mermelada de arándanos, rabo de toro, buñuelos de alcachofa, cordero a la miel, jabalí en salsa de almendras y otros alimentos que denotaban una procedencia más exótica debido a los viajes de los templarios, como palomas moriscas en escabeche y filetones a la Gran Maestre.
Rodrigo observó que De Rossal, André de Montbard, Henry Saint Claire y los dos perfectos comían igual de frugalmente que durante el almuerzo.
A los postres, Robert Saint Claire fue bajado de una silla que portaban dos criados. Estaba mucho peor físicamente. Rodrigo llegó a la conclusión de que las sangrías habían terminado por debilitar su cuerpo y quizá la humedad de la
Grande Tour
de París le había emponzoñado los pulmones, pues respiraba y tosía como un tuberculoso. Todos acudieron a saludar al hijo pródigo. Rodrigo se tranquilizó un tanto cuando vio que Robert lo reconocía.
—Vaya, mi salvador —dijo, alegrándose al verle.
Arriaga notó al darle la mano que estaba demasiado caliente, y que su respiración era agitada; era evidente que tenía fiebre. Entonces el pobre demente dijo:
—¿Sabes, Rodrigo, que la Virgen María me visita en mi cuarto y que no era mocita cuando se casó con san José?
Estaba peor que nunca. Aquella mente se había ido para siempre. Se hizo a un lado y dejó que otros invitados se acercaran a presentar sus respetos al joven Saint Claire. Menuda blasfemia había soltado, desvariaba. Vio a Lorena y se acercó a ella.
—Vuestro hermano tiene fiebre, debería ir a la cama.
—¿Acaso sois médico? —dijo ella retadoramente, apurando el vino de su vaso.
Él se giró y dio por terminada la conversación.
—¡Esperad! —exclamó ella—. Vayamos afuera.
Se cubrieron con prendas de abrigo y salieron al patio, donde el vulgo bailaba al son de la música. Se apoyaron sobre unos toneles, en el rincón que había junto a la inmensa torre redonda.
—Perdonad, Rodrigo. No os merecéis que os hable así.
—No importa.
—Sí.
—¿Cómo? —preguntó él.
—Que sí, que está enfermo. Esta mañana ha venido a verlo el médico de la familia. Cree que tiene una infección en la sangre, reúma lo ha llamado, por el frío que debió de pasar en aquel maldito calabozo…
Rodrigo lamentó haberle dado tanta adormidera al reo durante su traslado. Quizá lo había debilitado aún más.
—¿Le ha recetado algo el médico?
Ella ladeó la cabeza:
—Vahos con eucalipto y corteza de sauce. Dice que es un joven fuerte y que en verano mejorará. Es evidente que este clima no le beneficia. Habrá que trasladarlo a un lugar más cálido y seco.
—Pero, Lorena, me temo que eso va a ser imposible.
—Lo sé —dijo ella—. Ellos y su maldito proyecto.
Alguien tomó a la joven por el brazo y cuando Rodrigo se giró notó que los llevaban en volandas en medio del gentío donde todos bailaban. La música sonaba en su cabeza y el vino surtía efecto. Comprobó que muchos de los nobles se hallaban danzando junto a la hoguera, a su lado. Lorena parecía divertirse, lejos de las penas que la asolaban un instante antes. Estaba bella. Aquellos bárbaros danzaban dando palmas, haciendo flotar sus faldas de cuadros al viento y saltando como posesos sobre las ascuas, al ritmo del sonido de las gaitas. La música transportó a Rodrigo a un lugar ancestral, verde y tranquilo, como en otra vida. No quiso pensar cuántos capítulos de la regla violaba. Se dejó llevar.
Era casi medianoche cuando Tomás le dio un golpe en el brazo discretamente. Rodrigo recordó el plan y salió inadvertidamente de entre el gentío. Los nobles habían salido del Salón Grande y se habían mezclado con la plebe, que cantaba y bailaba al son de la música de dos bardos y varios gaiteros. Se habían encendido dos inmensas hogueras más, así que, pese al frío, se estaba bien en el patio.
Tomás y Rodrigo salieron del recinto del castillo sin llamar la atención. El muchacho llevaba una bolsa de piel de vaca colgada en bandolera con todo lo necesario. Tomaron el camino a la capilla tras asegurarse de que nadie los seguía. La sombra de la pequeña iglesia se distinguía sobre el cielo pleno de estrellas, arriba, en la loma. Desde allí se oía el jolgorio, la música, las risas; se entreveía el titileo de los fuegos entre las ramas de los árboles del bosque.
Abrieron la puerta de la pequeña capilla y entraron.
Era un recinto de escasas dimensiones con apenas cuatro hileras de bancos y una talla de gran tamaño de una virgen negra presidiendo el altar. Rodrigo encendió un candil y caminaron despacio, con calma, examinando el suelo y las paredes en detalle. El único lugar en que podía ubicarse un posible pasadizo era bajo una lápida que había tras el altar. Era de pequeño tamaño, y, al parecer, contenía los restos de un neonato de la familia Saint Claire muerto a los pocos días de vida, treinta años antes.
—Tiene que ser aquí, Tomás, no hay otro sitio.
El joven sacó una palanca de hierro de la bolsa y Rodrigo metió su daga en el escaso espacio que quedaba entre la lápida de mármol y las recias losas de piedra. Logró separarlas un poco para que Tomás insertara la palanca. Hicieron fuerza y lograron levantarla lo suficiente para acceder a la supuesta tumba. Corrieron la lápida a un lado. No pesaba demasiado.
Se asomaron al interior del pequeño mausoleo iluminándose con la tenue luz del candil y comprobaron que no había restos de caja mortuoria, ni huesos, ni nada que se le pareciera. Unas escaleras empinadas bajaban en la oscuridad.
—Lo sabía. Los pañuelos —dijo Rodrigo.
Tomás sacó dos pañuelos húmedos de la bolsa y se embozaron con ellos. No querían correr la misma suerte que Giovanno de Trieste. Era posible que si Jacques de Rossal había traído un
Baphomet
en el cofre, éste estuviera allí abajo.
Llegaron al final de las escaleras y se encontraron con una recia puerta.
—Las antorchas.
Tomás sacó dos antorchas de la bolsa. Tras encender la primera apagaron el candil. Rodrigo, rememorando sus tiempos de espía, introdujo un pequeño hierro fino y flexible y jugueteó con la cerradura hasta que la hizo girar. Entonces empujó la puerta, que se abrió con un chirrido agudo y estridente que les heló el alma. Delante de ellos se extendía la oscuridad de una amplia sala en la que, al fondo, se adivinaba una especie de pequeño habitáculo donde brillaba el tenue reflejo de una vela.
—Vaya, esto encoge el alma —dijo Arriaga alargando el brazo para que su antorcha iluminara el camino—. No te separes de mí, hijo.
Llevaba la daga en la mano.
Comprobó que se hallaban en una amplia sala rectangular, cuyo techo era bastante alto para ser una estancia subterránea. Justo delante de ellos había dos gruesas columnas. Detrás de cada una de ellas surgía una hilera de pilastras de menor diámetro que llegaban hasta el fondo de la sala.
Rodrigo se entretuvo en echar un vistazo a la de la derecha. Estaba formada por cuatro cilindros, dos de ellos labrados profusamente con motivos vegetales y caracteres hebraicos. Pensó que el que la había tallado desconocía dicho idioma, pues no pudo leer ni una sola palabra.
—Esto… —dijo Tomás.
Rodrigo se giró y vio al muchacho examinando la otra columna. Era más bella que la anterior y los motivos vegetales formaban cuatro cordones que rodeaban la columna en espiral, dándole un aspecto demasiado recargado.
—Esto me suena… —siguió diciendo el criado—. Sujetad mi antorcha.
Mientras Arriaga sujetaba las dos teas, Tomás escarbó en su bolsa y sacó su libro apresuradamente. Pasó las páginas con determinación y exclamó:
—¡En efecto! ¡Aquí están!
Dieron un paso atrás y contemplaron las dos columnas. Luego miraron una ilustración del libro de notas que Tomás había ido completando.
—Boaz y Jaquín, las dos columnas del Templo de Salomón, —leyó el joven.
—Vaya —dijo Rodrigo con la boca abierta.
Tomás comenzó a avanzar por la amplia sala, entre la balaustrada de columnas, mientras miraba el libro y Rodrigo lo seguía iluminando el camino con las dos antorchas.
—Y todo esto es… todo esto es… una réplica a escala del mismísimo Templo de Salomón. Mirad.
Echaron un vistazo al plano de la sección del Templo que Tomás había copiado en Clairvaux y comprobaron que todo coincidía.
—Entonces —comentó Rodrigo—, ese habitáculo del fondo es…
—El
santasanctórum
, el lugar donde se guardaba el Arca de la Alianza.
—Guarda tu libro, Tomás, y por nada del mundo te quites el paño de la boca.
Se acercaron caminando con aprensión hacia el único habitáculo que había al fondo de la amplia sala. No tenía puerta y se adivinaba una especie de mesa o altar con algo depositado en el centro.
Rodrigo se acercó apenas unos pasos y adelantó la antorcha.
—¡Es horrible! —exclamó.
Ante ellos había un busto de un hombre barbado, de aspecto siniestro y ojos saltones. Entraron en la pequeña habitación y rodearon la macabra escultura.
—¡Mirad, por este lado tiene cara de mujer! —exclamó Tomás, asombrado.
—Es cierto, ¿qué querrá decir esto?
Examinaron la tétrica figura durante un rato sin decir palabra.
En la base del lado femenino de la figura había tres letras.
—Mira, Tomás. Y, H, V…
—Yahvé.
—Estos tipos están locos. ¿Para qué construir una réplica del Templo en estas tierras perdidas?
—¿Para guardar sus tesoros?
—Pero esto… esto está vacío.
—Sí, eso es cierto.
—Sea como fuere, Lorena me dijo que pronto empezarían las reuniones, los cánticos y las túnicas blancas. Se creen descendientes de los nazareos. Debemos aprender más sobre dicha secta pero ¿cómo? ¿Cómo?
—Clairvaux. Guior. Quizás él pueda ayudarnos.
—Sí, debes ir allí cuanto antes, mañana si es preciso. Diré que tienes que ver a tu madre enferma y…
—Descubrirán que he estado allí.
—No si no revelas tu identidad. Intenta hablar en secreto con Isaías Guior o, mejor, hospédate cerca y hazle llegar una esquela. Él o sus compañeros sabrán ayudarnos. Necesitamos pruebas. Sabemos que esta gente trama hacerse con el poder que ostenta la Iglesia, se creen herederos de una verdadera fe que aunará los tres grandes credos. Son herejes…
—Y luego… ¿dónde nos encontraremos?
—Os haré llegar un mensaje como sea. Sigamos mirando.
Dieron la vuelta y salieron de la estancia. Detrás de la misma quedaba un hueco entre ella y el inmenso muro de contención del fondo. De allí, partía un túnel que descendía hacia la más negra oscuridad.