—Sí, pero ¿por qué cinco escribas y no uno solo?
—Para que ninguno conociera la lista completa de los escondites en los que se encontraba el tesoro del Templo —respondió mi padre—. Y para que el secreto nunca fuera divulgado. En su huida, llegaban a los lugares en los que los objetos debían ser escondidos. En cada ocasión, Elías tomaba un camello o un asno y se alejaba de la caravana, porque nadie más que él debía saber dónde se encontraban exactamente los escondites.
»Un día, de madrugada, Elías había escondido los objetos correspondientes al vigésimo primer animal, y al volver junto a la caravana encontró a los dos falsos romanos discutiendo con auténticos romanos. Estos últimos empezaron a examinar la carga de los animales restantes. Eran nueve, cuatro asnos y cinco camellos, que transportaban pergaminos, porque todos los objetos del Templo ya habían sido escondidos. Los romanos empezaron a desenrollar los pergaminos… No comprendían qué era aquello, esperaban descubrir comida, oro o plata, y se encontraban con una caravana de pergaminos. Volvieron con su patrulla, que se encontraba justo enfrente: eran una decena de hombres. Elías siguió oculto durante todo ese tiempo, porque no sabía qué podía ocurrir. ¿Seguirían su camino? ¿Qué habían contado sus hombres, les habrían creído los romanos? Pasaron varios minutos en los que todos contuvieron la respiración. Pero en el desierto no había aire ni ruidos, sólo el sol que se desplomaba sobre las cabezas, que calentaba la sangre, que hacía enloquecer.
»De repente, los romanos se pusieron en formación. Unos instantes después, cargaron contra la caravana. Al ir montados sobre caballos, toda la ventaja estaba de su parte. Elías, impotente detrás de su roca, vio, horrorizado, cómo empezaba la batalla, cómo los romanos exterminaban a sus hombres sin piedad, los traspasaban con sus espadas, y no perdonaban tampoco a los falsos romanos, que habían intentado defender la caravana. Fue una matanza. Cuando la patrulla se alejó, sólo quedaban los camellos, los asnos y los rollos de pergamino. Los romanos no habían perdonado una sola vida humana.
»Entonces, Elías salió de su escondite. Soltó a los animales que no cargaban nada y se llevó a los otros, sobre cuyos lomos reposaban pesadas vasijas llenas de pergaminos. Reemprendió la marcha por el desierto, eligiendo caminos secundarios para no topar con los romanos. Los animales le seguían, sedientos, agotados como él mismo; lentamente avanzaban por el desierto, sobre la piedra y sobre la roca, y él los guiaba, y los manuscritos seguían su lento camino bajo el sol del desierto, para refugiarse, protegerse y eternizarse.
»Desde lo alto de una roca percibió el mar. Estaba en pleno desierto, pero no era un espejismo. Vio el mar, y supo que había llegado. Allí se encontraba un grupo distinto a todos los demás, un grupo de hombres fervientes que esperaban el Final de los Tiempos, que se purificaban, que se preparaban y que custodiarían los textos. Los llamaban "esenios". Elías fue recibido por un instructor, un hombre de edad avanzada, vestido con una túnica blanca, un antiguo sacerdote del Templo llamado Ithamar.
»—¿De dónde vienes, viajero? —le preguntó—. Pareces muy fatigado.
»—Vengo del Templo —dijo Elías—. Y el Templo será destruido. Los romanos están a punto de romper la muralla de la ciudad. Por ello he escapado llevando conmigo las copias de nuestros textos sagrados, para dároslos a vosotros y para que vosotros los guardéis.
»—¿Por qué copias?, —preguntó Ithamar.
»—Porque los sacerdotes del Templo no me han dejado tomar los originales.
»—Los sacerdotes del Templo —dijo Ithamar—… Los saduceos. El Templo será destruido por culpa de su rigidez.
»—También he traído un rollo en el que he hecho grabar todos los escondites en los que se encuentra el tesoro del Templo."
»—¿Has llevado contigo el tesoro del Templo?, —dijo Ithamar.
»Entonces Elías conoció a los esenios, y les entregó los manuscritos, y los esenios lo acogieron y le prometieron lo imposible: que aquellos escritos perdurarían. A pesar de las guerras, a pesar del tiempo que pasa y destruye, a pesar del sucederse de las generaciones de los hombres, prometieron constituirse en guardianes de los textos.
»Entonces Elías fue recibido en la Sala de Reunión y habló a los Numerosos:
»—Amigos —dijo—, cuando llegue el momento, será preciso reconstruir el Templo. Este es el rollo en el que he consignado los lugares en los que he enterrado el tesoro del Templo. Por éste y por los demás pergaminos, han muerto hombres. Han muerto para que un día podamos volver a ver el Templo. Os entrego este rollo, a vosotros que sois los guardianes del desierto, porque es en vuestro desierto donde se encuentra el tesoro del Templo, no lejos de vuestras grutas, y no lejos de Jerusalén. Y todos vosotros, antes de que el Templo sea reconstruido, seréis la llama eterna de la Historia, vosotros seréis el Templo.
Mi padre hizo una pausa. La concurrencia a nuestro alrededor era cada vez más numerosa. Grupos de estadounidenses y de italianos se habían unido a los demás. Todos, en silencio, escuchaban la palabra surgida del pasado en el amplio teatro de Masada.
—Ese mismo día, un soldado romano se acercó, solo, a la muralla del Templo; no había recibido ninguna orden de sus superiores. Nadie le había dicho que hiciera lo que iba a hacer. Con paso de lobo, se asomó a una de las aspilleras. Daba a una cámara recubierta de madera de cedro. Encendió la antorcha que tenía en la mano y la arrojó dentro. Cuando Elías volvió, el Templo estaba en llamas. En medio de la aflicción y las tinieblas sobre la tierra, con gran estrépito y polvo, el fuego había prendido en Jerusalén, y las osamentas descarnadas del valle fueron las de la Casa de Israel derrotada.
»Entonces Elías miró a Jerusalén desde el monte de los Olivos, Jerusalén rodeada de campos y de arenales. Sobre la torre de David había algunos árboles y un camino que llevaba a la muralla, y alrededor de ella, sólo montañas calvas. Jerusalén al borde del desierto, Jerusalén que ardía. El Templo ardía, el Templo en llamas era saqueado, miles de hombres, de mujeres y de niños intentaban escapar y eran degollados por los romanos. El oro, que reinaba en profusión, se fundía. Las placas de oro se escurrían por la fachada del Templo, del muro y de la puerta entre el vestíbulo y el sanctasanctórum. Todas las rocas duramente esculpidas, las terrazas y las tierras niveladas, se derrumbaban, ennegrecidas por el humo, ¡y nada sino ceniza quedaba de ellas! Ruinas de todas clases se acumulaban, cubriendo el Templo de ceniza y de polvo negro. El Pináculo había caído y la misma roca, que se elevaba majestuosamente, se hundió. La Explanada, de una belleza sin igual, la Explanada que dominaba el valle del Cedrón, frente al monte de los Olivos de follaje plateado, frente a las terrazas generosas, coronada por escalinatas, pórticos y jardines, la Explanada, maravilla de las maravillas, no era más que un gigantesco altar en el que ardía el fuego. Los altos pórticos de piedra maciza se derrumbaban uno a uno, y con ellos las murallas sostenidas por columnas. El pórtico real, desde donde el sacerdote anunciaba la llegada del sabbat con un toque de
shofar
, cayó a tierra y se rompió como un jarro en pedazos minúsculos.
»Los pavimentos de mármol se despegaban, los mosaicos se borraban, el domo de dos cúpulas se partió en pedazos, y todas las puertas caían, las bóvedas se hundían, los grandes arcos se derrumbaban y los muros se desmoronaban. El mármol blanco estaba negro por el hollín; el mismo cielo, ennegrecido, ya no enviaba más luz; la oscuridad era tan grande que hacía llorar. Las paredes revestidas de cedro, las paredes doradas con decoración floral, las paredes de palmas, todas las paredes del Templo ardían, y con ellas las puertas, con sus goznes y sus charnelas, los largos vestíbulos, las columnas y las estelas, los atrios y los escalones, todo se consumía en una hoguera sin fin. Las salas y los pisos se desplomaban sobre el altar del Holocausto, del que ascendían altas llamas; el bronce se fundía, el ladrillo se ennegrecía bajo el incienso incandescente, las murallas se desmoronaban como hojas de ceniza, los mercados y los depósitos y todos los barrios circundantes doblegaban, humillados, las torres; las ciudadelas, inexpugnables gracias a las tres murallas de la ciudad, se convertían en juguetes humeantes; los cuarteles y el palacio de Herodes, protegido por fortificaciones y murallas, el palacio formado por dos edificios principales, con sus salas de banquetes, sus baños y sus apartamentos reales rodeados por jardines, bosquecillos, lagos y fuentes, no era más que un montón de ruinas. La puerta de cobre de Nicanor, que había escapado milagrosamente al naufragio durante su transporte por mar y que comunicaba el patio de las Mujeres con los últimos patios interiores, la puerta se fundió sobre sus quince escalones y se escurrió como el vino. Allí en aquellos tiempos se colocaban los levitas y cantaban acompañados por instrumentos musicales.
»El patio de los Israelitas, los que no pertenecían a las familias sacerdotales o levíticas, la cámara de la Talla, de piedra tallada, donde se reunía el Sanedrín, y la sala del Hogar, donde pasaban la noche los sacerdotes de servicio, no eran más que brasas humeantes; el Altar de piedra encalada, virgen de todo contacto con el hierro, era violado por el fuego; el Lugar del Sacrificio, con las Tablas de mármol, los postes y las rocas, donde el sacerdote santificaba a la Vaca Roja, el mismo Lugar del Sacrificio se convertía en sacrificio.
»Los hombres huían por doquiera; miles y miles de hombres se empujaban, se precipitaban en el pánico, intentando escapar de las llamas; las mujeres llevaban a sus hijos que lloraban, los hombres llevaban a sus mujeres que lloraban, los sacerdotes llevaban a los hombres que lloraban. Pero todos ellos ardían en las llamas, todos caían bajo las piedras, todos se ahogaban en el polvo y el fuego. Y los que lograban escapar eran prendidos por los romanos, que mataban a hombres, mujeres y niños.
»Entonces Elías elevó la mirada al cielo, invocó al Dios del conocimiento del que proviene todo lo que es y lo que será, y rezó para que un día el Templo fuera reconstruido, para que llegara el día en el que acogiera de nuevo las ofrendas de las gentes llegadas de las cuatro partes del mundo.
Mi padre calló. Dio unos pasos para indicar a la concurrencia que la historia había terminado. La gente se dispersó poco a poco en un único murmullo, y nos quedamos solos.
—Dos mil años después —murmuró mi padre—, yo estuve allí. Formaba parte de una expedición de arqueólogos que realizaba prospecciones a partir del Pergamino de Cobre. En la columna 1 figura la descripción de un gran agujero encima de un muro. En el fondo de ese agujero, según el Pergamino de Cobre, hay algo azul. Una mañana, nos encontrábamos en las grutas cerca del mar Muerto, ante una cueva abierta en la parte superior de la montaña. Era la primera prospección que se hacía en el lugar. Desde la cima de la montaña, vi la cueva correspondiente al pasaje mencionado en el rollo. Entramos el jefe de la expedición y yo mismo. El suelo de la caverna estaba cubierto de piedras. Una de ellas atrajo mi atención: no era una piedra natural. Parecía esculpida, grabada por una mano humana. Comprendí que era allí donde había que excavar. Al cabo de unas horas, habíamos puesto al descubierto un bloque de granito que pesaba varias decenas de kilos. Lo empujamos a un lado, y vimos que ocultaba la entrada de un pasadizo que llevaba a una cámara gigantesca de la que partía un corredor que seguimos. Desembocaba en una sala circular.
Mi padre hizo una nueva pausa.
—¿Y bien? —pregunté—, ¿dónde estaba la cosa azul?
—Seguimos descendiendo a lo largo de un túnel tan estrecho que nos obligaba a reptar como serpientes. Y de repente, todo pareció extraño. Había… como un gran espejismo, al fondo del pasadizo. Al final del túnel, en la oscuridad más absoluta, vi de repente, a diez metros de mí, un aura de un azul resplandeciente sobre el suelo de una nueva sala. Llamé a mis compañeros, que se habían quedado detrás de mí, pero en voz baja, por miedo a provocar un derrumbamiento; no me oyeron. Entonces, solo, fui hacia ese resplandor, me sentí impelido a hacerlo como por una fuerza sobrenatural, una fuerza extraña que emanaba de esa luz azul, una luz traslúcida filtrada por la roca, de un azul evidente, de un azul más claro que el azul del mar, de un azul verde, turquesa y malva, índigo pastel, un coral negro de azul salvaje, un azul que no venía de arriba… ¡sino del centro de la Tierra! Cuando llegaron los demás, el fenómeno había terminado. Evidentemente, nadie me creyó. Pensaron que había sido víctima de una alucinación. Mucho más tarde comprendí qué había ocurrido. Un físico me explicó que se trataba de un fenómeno natural: cuando el sol en su apogeo emite un rayo filtrado por la roca situada encima de la cavidad, la intensidad del rayo es tan fuerte que proyecta su aura hasta la cueva situada abajo, de forma parecida a la cámara que proyecta una película.
»Pero nada podrá borrar esa impresión de fluorescencia sobrenatural, esa iluminación auténtica de la cámara. Durante largas noches, ese azul me ilumina y me embriaga. Era un efecto… astronómico. Podría ser una parte del tesoro, y quizá la única que aún permanece.
—¿Cree que el tesoro ya no se encuentra aquí? —preguntó Jane de repente.
—Lo que yo creo —dijo mi padre—… no tiene mucha importancia. En cuanto comprendieron cuál era el increíble contenido de ese texto, los investigadores consideraron improbable que ese tesoro existiera. La Escuela bíblica de Jerusalén, estrictamente católica, que se había apropiado de los textos de Qumrán durante casi veinte años con la intención de obtener la exclusiva del acceso a los pergaminos del mar Muerto, pretendió dejar establecido que se trataba de un texto fantasioso, y que era imposible que el tesoro existiera realmente.
—¿Por qué? —preguntó Jane.
—Siempre por la misma razón, Jane. Porque no quieren que se reconstruya el Templo.
—También el profesor Ericson creía que esas reservas de oro y plata procedían de Jerusalén y que pertenecían al Templo. Por ello formó el equipo.
—¿Qué habéis encontrado?
Jane se acercó a él.
—Hasta ahora, no mucho —murmuró—. Cerámica, reservas de incienso que realmente podrían haber pertenecido al Templo, ketorita. Ah, y también había una vasija en el suelo, muy grande, llena de cenizas de un animal…
Mi padre reflexionó un instante. Mis ojos se cruzaron con los suyos. Habíamos tenido la misma idea.