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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

El traje del muerto (14 page)

BOOK: El traje del muerto
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Los perros se lanzaban contra la pared de tela metálica de la caseta, con un estrépito regular, aullando como locos al vehículo vacío. Jude miró hacia la entrada, en dirección al camino. Los portones estaban cerrados. Había que conocer un código de seguridad de seis dígitos para poder abrirlos.

Era el vehículo del muerto. Jude lo supo en el preciso momento en que lo vio. Tuvo una certeza total y tranquila. Su siguiente pensamiento fue: «¿Adonde vamos, viejo?».

Sonó el teléfono, junto a la cama. Jude dio un respingo y soltó la cortina. Se volvió y miró. El reloj colocado junto al teléfono marcaba las 3:12. El teléfono sonó otra vez.

Jude se dirigió a él, caminando de puntillas, rápidamente, sobre las frías tablas del suelo. Lo miró. Sonó por tercera vez. No quería responder. Tenía la certeza de que era el muerto, y no quería hablar con él. Jude no quería escuchar la voz de Craddock.

—Mierda —dijo, reponiéndose, y descolgó—. ¿Quién es?

—Hola, jefe. Soy Dan.

—¿Dánny? Son las tres de la mañana.

—Oh. No sabía que fuera tan tarde. ¿Estaba dormido?

—No.

—Jude se quedó en silencio, esperando.

—Lamento haberme ido como lo hice.

—¿Estás borracho? —preguntó Jude. Volvió a mirar por la ventana. La intensa luz azul de los reflectores hacía brillar los bordes de las cortinas—. ¿Me llamas a estas horas, ebrio, porque quieres recuperar tu trabajo? Porque si es así, no es éste precisamente el mejor momento, maldición.

—No. No puedo... No puedo volver, Jude. Sólo llamaba para decir que lo lamento. Que lamento haber hablado del fantasma en venta. Tenía que haber mantenido la boca cerrada.

—Vete a la cama.

—No puedo.

—¿Qué demonios te ocurre?

—Estoy fuera, caminando en la oscuridad. Ni siquiera sé dónde estoy.

Jude sintió que se le erizaba la piel de los brazos. La mera imagen de Danny en la calle, en algún lugar, yendo de un lado a otro en la oscuridad, le perturbó más de lo debido, más de lo razonable.

—¿Cómo has llegado ahí?

—Simplemente, salí a caminar. No sé por qué.

—Jesús, estás muy borracho. Mira a tu alrededor, busca algún cartel con el nombre de la calle y llama a un maldito taxi —dijo Jude, y colgó.

Se alegró de soltar el aparato. No le había gustado el tono de confusión mórbida y desdichada de Danny.

No es que el muchacho hubiera dicho nada increíble o improbable. Lo que pasaba era que nunca antes habían tenido una conversación como aquélla. Danny jamás había llamado a esas horas de la noche, y nunca bebido, a ninguna hora. Era difícil imaginarlo yendo a dar un paseo a las tres de la mañana, o alejándose tanto de su casa como para perderse. A pesar de todos los defectos que pudiera tener, el joven poseía la virtud de enfrentarse a los problemas para resolverlos. Por eso mismo Jude lo había retenido en la nómina durante ocho años. Incluso estando borracho, Danny no habría llamado a Jude si no supiera dónde estaba. Antes se habría acercado a algún establecimiento abierto para buscar información. Habría detenido a un coche-patrulla policial. Habría hecho cualquier cosa.

No. Allí había gato encerrado. La llamada telefónica y el vehículo del muerto en el caminillo de la entrada debían ser dos partes de la misma cosa. Jude lo sabía. Sus nervios se lo decían. La cama vacía se lo confirmaba.

Volvió a mirar la cortina, iluminada desde atrás por aquellos reflectores. Los perros se estaban volviendo locos en su encierro.

Georgia. Lo que importaba en ese momento era encontrar a Georgia. Luego podrían pensar sobre la presencia de aquella furgoneta. Juntos serían capaces de entender la situación.

Jude miró la puerta que daba al pasillo. Movió los dedos, pues tenía las manos entumecidas por el frío. No deseaba salir, no quería abrir la puerta y ver a Craddock sentado en aquella silla, con el sombrero sobre las rodillas y la navaja prendida en una cadena colgando de la mano.

Pero la idea de ver al muerto otra vez, de enfrentarse a lo que viniese después, sólo le frenó un momento más. Luego se liberó del miedo para dirigirse a la puerta, y la abrió.

—Vamos —dijo hacia quien estuviera en el pasillo, sin antes comprobar siquiera si había alguien allí.

No había nadie.

Jude se detuvo, escuchando su propia respiración, ligeramente agitada, en el siniestro silencio de la casa. El largo pasillo estaba envuelto en sombras, la silla colonial colocada junto a la pared seguía vacía. No. No estaba vacía. Sobre ella había un sombrero de fieltro negro.

Unos ruidos amortiguados y distantes atrajeron su atención. Era un murmullo de voces procedente de un televisor, y el estrépito distante de las olas. Apartó los ojos del sombrero de fieltro y miró al final del pasillo. Una luz azul parpadeaba en las rendijas de la puerta del despacho. Seguramente Georgia estaba allí viendo la televisión, después de todo.

Jude vaciló ante la puerta, escuchando. Oyó una voz que gritaba en español, una voz de la televisión. El sonido de las olas era más fuerte. Jude tuvo entonces la intención de llamarla por su nombre, Marybeth, no Georgia, sino Marybeth, pero algo terrible ocurrió cuando quiso hacerlo: su respiración le abandonó. Sólo podía emitir un resuello con el débil sonido de su nombre.

Abrió la puerta.

Georgia estaba al otro lado de la habitación, en el sillón reclinable, delante de la pantalla plana de televisión. Desde donde estaba, sólo podía verle la nuca, la esponjosa madeja de su pelo negro, rodeada por un nimbo de luz azul. La cabeza impedía ver lo que había en la televisión, aunque distinguió palmeras y cielo azul tropical. Por lo demás, reinaba la oscuridad. Las luces de la habitación estaban apagadas.

No respondió cuando él habló.

—Georgia —dijo, y su siguiente idea fue que estaba muerta. Cuando llegara a ella, descubriría que tenía los ojos extrañamente abiertos.

Comenzó a acercarse, pero había avanzado solamente un par de pasos cuando sonó el teléfono del escritorio.

En ese momento la pantalla del televisor le resultaba lo suficientemente visible como para poder ver a un mexicano regordete, con gafas de sol y ropa deportiva de color beige, de pie junto a un camino de tierra, en algún lugar boscoso. Jude supo entonces lo que ella estaba contemplando, aunque no lo había visto en varios años. Era la película pornográfica del asesinato.

Cuando sonó el teléfono, la cabeza de Georgia pareció moverse un poco y creyó escuchar que soltaba, tensa, un suspiro contenido. No estaba muerta, por tanto. Pero no tuvo otra reacción, no miró, no se levantó para responder.

Dio un paso hacia el escritorio y cogió el teléfono al segundo tono.

—¿Eres tú, Danny? ¿Sigues todavía perdido? —preguntó Jude.

—Sí —respondió el otro con una risa débil—. Todavía perdido. Estoy en un teléfono público, quién sabe dónde. Es gracioso, casi ya no se ven teléfonos públicos.

Georgia no giró la cabeza al oír la voz de Jude, no apartó la mirada del televisor.

—Supongo que me has llamado porque quieres que vaya a buscarte —dijo Jude—. Estoy muy ocupado en este momento. Si tengo que ir a buscarte, lo mejor será que sigas perdido.

—Ya lo he descubierto, jefe. Ya sé cómo he llegado a este lugar. A esta carretera en la oscuridad.

—¿Cómo ha sido?

—Me he matado. Me he colgado hace unas horas. Esta carretera oscura..., esto está muerto.

El cuero cabelludo de Jude se erizó, con una sensación de temblor, helada, casi dolorosa. La voz del secretario siguió sonando:

—Mi madre se colgó precisamente de la misma manera. Pero lo hizo mejor. Se rompió el cuello. Murió en el acto. Yo he perdido la calma en el último momento. No he caído con la fuerza suficiente. Me he estrangulado lentamente, hasta morir.

Del televisor, al otro lado de la habitación, llegaban ruidos ahogados, como si alguien estuviera siendo estrangulado hasta morir. Y de eso se trataba. El difunto Danny continuó explicándose:

—Ha durado bastante, Jude. Recuerdo haber estado balanceándome durante mucho tiempo. Mirando mis pies. Estoy recordando muchas cosas ahora.

—¿Por qué lo has hecho?

—El me obligó. El muerto. Vino a mí. Yo iba a volver a la oficina, a buscar esas cartas para usted. Creía que por lo menos tenía que hacer eso. Empezaba a pensar que no debía haberme apartado de usted como lo hice. Pero cuando entré en mi dormitorio para buscar el abrigo, el fantasma me estaba esperando allí. Ni siquiera sabía cómo hacer el nudo corredizo, hasta que él me enseñó. Va a hacer lo mismo con usted. Hará que se suicide.

—No. No lo hará.

—Es difícil no escuchar su voz. Yo no pude luchar contra ella. Él sabía demasiado. Sabía que yo le había dado a mi hermana la heroína con la que murió por sobredosis. Dijo que ésa había sido la razón por la que mi madre se había matado, porque no podía vivir sabiendo lo que yo había hecho. Me dijo que en realidad debería haberme suicidado yo, no mi madre. Me dijo que si me quedaba algo de dignidad tenía que hacerlo, pues debería estar muerto hacía mucho tiempo. Tenía razón.

—No, Danny —dijo Jude—. No. No tenía razón. No tenías que...

A Danny pareció faltarle el aliento.

—Ya lo he hecho. He tenido que hacerlo. No había manera de discutir con él. No se puede discutir con una voz como ésa.

—Ya lo veremos —replicó Jude.

Danny no tuvo respuesta para ese comentario. En la película pornográfica con asesinato incluido, dos hombres discutían acaloradamente en español. Los ruidos de la asfixia continuaban. Georgia todavía seguía sin darse la vuelta. Apenas se movía, sólo los hombros se agitaban de forma regular, espasmódicamente, cada cierto tiempo.

—Tengo que colgar, Danny. —El interlocutor siguió sin decir nada. Jude escuchó los leves crujidos de la línea por un momentó, con la sensación de que el desdichado joven estaba esperando algo, alguna palabra final—. Sigue caminando, muchacho —masculló al fin—. Ese camino debe llevar a alguna parte.

Danny se rió.

—Usted no es tan malo como piensa, Jude. ¿Lo sabía?

—Sí. Pero no lo divulgues.

—Su secreto está a salvo, téngalo por seguro. Adiós.

—Adiós, Danny.

Jude se echó hacia delante y colgó el teléfono con suavidad. Al inclinarse sobre el escritorio, miró abajo por detrás del mueble, y vio que la caja fuerte estaba abierta. En un primer momento pensó que el fantasma la había abierto, pero lo descartó casi de inmediato. Habría sido Georgia, más probablemente. Ella conocía la combinación.

Giró sobre sí mismo, le miró la nuca, el halo de parpadeante luz azul y el televisor, situado más allá.

—¿Georgia? ¿Qué estás haciendo, querida?

No respondió.

Se adelantó, acercándose en silencio sobre la gruesa alfombra. La película proyectada en la pantalla se le hizo visible finalmente. Los asesinos estaban matando al muchacho blanco y flaco. Luego iban a llevar a su novia a una casucha de piedra volcánica, cerca de una playa. Pero en ese momento se encontraban en un camino abandonado, entre la maleza, en las colinas situadas sobre el golfo de California. El chico estaba boca abajo, con las muñecas atadas por unas esposas blancas, de plástico. Su piel era pálida como el vientre de un pez expuesto a la luz del sol ecuatorial. Un diminuto norteamericano estrábico, con un bufonesco peinado afro, de pelo rojo rizado, plantaba una bota de vaquero sobre el cuello del muchacho. Estacionada en el camino, se veía una camioneta negra, con las puertas traseras abiertas. Junto al guardabarros trasero había un mexicano, con ropa deportiva y una expresión preocupada en el rostro.

—Nos estamos pasando —dijo en español el hombre de las gafas de sol—. Dejemoslo ya.

El pelirrojo estrábico hizo un gesto raro y sacudió la cabeza, como si no estuviera de acuerdo. Luego apuntó el pequeño revólver a la cabeza del muchacho flaco y apretó el gatillo. Hubo un destello en la boca del arma. La cabeza del chico saltó hacia delante, golpeó el suelo y rebotó. El aire alrededor de la cabeza se vio envuelto de pronto en una nube de gotitas de sangre.

El norteamericano quitó el pie del cuello del muchacho y se apartó con cuidado, para no manchar de sangre sus flamantes botas de vaquero.

La cara de Georgia estaba pálida, rígida, inexpresiva. Tenía los ojos muy abiertos, la mirada clavada en la televisión. Llevaba la misma camiseta de Los Ramones que horas antes, pero estaba sin ropa interior y tenía las piernas abiertas. Con una mano, la del dedo herido, sostenía con torpeza la pistola de Jude, con el cañón profundamente metido en la boca. La otra mano la tenía entre las piernas, y movía el índice hacia arriba y hacia abajo.

—Georgia —dijo él, y por un instante ella le dirigió una mirada de soslayo, indefensa e implorante, para luego volver de inmediato los ojos hacia el televisor. La mano herida hizo girar el arma, para apuntar el cañón al cielo del paladar. Al hacerlo emitió un débil sonido ahogado.

El mando a distancia estaba sobre el brazo del sillón. Jude apretó el botón rojo y el televisor se apagó. Los hombros de ella se sobresaltaron con un encogimiento nervioso, en un acto reflejo. La mano izquierda siguió moviéndose entre las piernas. La muchacha tembló y su garganta dejó escapar un gemido tenso y desdichado.

—Basta —dijo Jude.

La joven tiró hacia atrás del percutor con el pulgar. Provocó un brusco y fuerte ruido en el silencio del estudio.

Jude se acercó a ella y le quitó suavemente el arma de la mano. El cuerpo de la muchacha se calmó de pronto. Su respiración se alteró. Su boca, húmeda, brillaba ligeramente. Jude se dio cuenta de que tenía una erección incipiente. Su pene había empezado a ponerse duro al percibir en el aire el olor de la mujer excitada y al ver sus dedos jugueteando con el clítoris. Y estaba precisamente a la altura adecuada. Si se colocaba frente a la silla, podía hacerle una felación mientras él apoyaba el revólver contra su cabeza. Le pondría el cañón en la oreja mientras empujaba con su miembro...

Vio un atisbo de movimiento en la parcialmente abierta ventana del otro lado del escritorio, y su mirada se clavó en ese punto. Podía verse a sí mismo allí reflejado, y al muerto junto a él, encorvado y susurrándole algo al oído. En el vidrio Jude pudo ver que su propio brazo se había movido y estaba apuntando el revólver contra la cabeza de Georgia.

El corazón le saltó en el pecho. Toda la sangre se precipitó hacia él, en una súbita explosión de adrenalina. Miró hacia abajo y vio que era verdad, que estaba apoyando el arma contra el cráneo de la joven. Vio que el dedo apretaba el gatillo. Trató de detenerse, pero ya era demasiado tarde. Lo pulsó y esperó con horror que el percutor cayera.

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