Jude la interrumpió para preguntarle cómo pensaba llegar a Búfalo. Dijo que se había quedado sin dinero para el autobús ya en la Estación Penn, y pensaba hacer el resto del camino a dedo.
—¿Sabes que son casi quinientos kilómetros?
Reese le miró con los ojos muy abiertos y luego sacudió la cabeza.
—Una mira el mapa y este estado no parece demasiado grande. ¿Está seguro de que son casi quinientos kilómetros?
Marybeth recogió su plato vacío y lo dejó en el fregadero.
—¿Hay alguien a quien quieras llamar? ¿Alguien de tu familia? Puedes usar nuestro teléfono.
—No, señora.
Marybeth esbozó una sonrisa al escuchar eso, y Jude se preguntó si alguna vez alguien la habría llamado señora.
—¿Y tu madre? —preguntó Marybeth.
—Está en la cárcel. Espero que no salga nunca —respondió Reese, y bajó la vista para mirar el chocolate. Empezó a jugar con un largo mechón de pelo amarillo, rizándolo alrededor de su dedo, algo que Jude le había visto hacer a Anna mil veces—. Ni siquiera quiero pensar en ella. Prefiero fingir que está muerta. No le deseo a nadie tenerla cerca. Es una maldición, eso es lo que es. Si alguna vez llego a pensar que puedo ser una madre como ella, me haré esterilizar de inmediato.
Cuando terminó su chocolate, Jude se puso un chubasquero y le dijo que lo acompañara, que él la llevaría a la estación de autobuses.
Durante un rato viajaron sin decir nada, con la radio apagada. El único sonido audible era el producido por la lluvia que golpeaba sobre los cristales y por los limpiaparabrisas del Charger, que iban y venían. Jude la miró una vez y vio que tenía echado el asiento hacia atrás y llevaba los ojos cerrados. Se había quitado la chaqueta vaquera y se la había echado encima, como si fuera una manta. Le pareció que estaba durmiendo.
Pero al poco, ella abrió un ojo y le miró.
—Usted quería de verdad a mi tía Anna, ¿no?
Él asintió con la cabeza. Los limpiaparabrisas seguían con su incansable tictoc-tictoc.
—Hay cosas que mi madre hizo y que nunca debió haber hecho —dijo Reese—. Algunas de ellas no se me quitan de la cabeza, daría un brazo para olvidarlas. A veces pienso que mi tía Anna descubrió algunas de las cosas que mi madre hacía, mi madre y mi abuelito..., y que fue por eso por lo que se mató. Porque ella no podía seguir viviendo con lo que sabía, pero tampoco podía decírselo a nadie. Sé que ya era muy desdichada antes. Pienso que tal vez a ella también le pasaron cosas feas cuando era pequeña. Muchas de las cosas que me pasaron a mí. —En ese momento le estaba mirando directamente.
Bien. Reese, por lo menos, no sabía todo lo que su madre había hecho, lo cual llevó a Jude a pensar que realmente se podía encontrar un poco de piedad en el mundo.
—Lamento mucho lo que hice con su mano —dijo la jovencita—. Lo digo en serio. A veces tengo sueños, sueños sobre mi tía Anna. Vamos a pasear juntas. Ella tiene un hermoso automóvil viejo, como éste, pero negro. Ya no está triste, en mis sueños. Vamos a pasear por el campo. Escucha su música en la radio. Me cuenta que usted no fue a nuestra casa para hacerme daño. En mi sueño asegura que usted vino para terminar con todo aquello, para hacer que mi madre rindiera cuentas por lo que había permitido que me ocurriera a mí. Sólo quería decirle que lo siento y que espero que usted sea feliz.
Asintió con la cabeza, pero no respondió. En verdad, no confiaba en su propia voz.
Entraron en la estación de autobuses juntos. Jude la dejó en un muy gastado y pintarrajeado banco de madera, fue a la ventanilla y compró un billete para Búfalo. Le dijo al empleado que lo metiera en un sobre. Deslizó doscientos dólares dentro, junto con el billete de autobús, y también puso una hoja de papel doblada, con su número de teléfono y una nota que decía que lo llamara si tenía algún problema en el camino. Cuando regresó junto a ella, metió el sobre en un compartimento lateral de la mochila, en lugar de dárselo a ella, para evitar que lo abriera de inmediato y tratara de devolverle el dinero.
La jovencita lo acompañó a la calle, donde la lluvia caía con más fuerza que unos minutos antes. Las últimas luces del día habían desaparecido, haciendo que todo adquiriese un tono azulado y frío. Jude se volvió para decir adiós, y la chica se puso de puntillas y le besó en la mojada y gélida cara. Hasta ese momento, él había pensado en ella como en una mujer joven, pero notó que aquél era el beso inocente de una niña. La idea de que viajara cientos de kilómetros hacia el norte, sin nadie que la cuidara, le pareció de pronto todavía más preocupante.
—Buena suerte —dijeron ambos, exactamente al mismo tiempo, al unísono, y se rieron. Jude le apretó la mano y movió la cabeza, pero no tenía otra cosa que decirle, más que adiós.
Ya había oscurecido del todo cuando regresó a casa. Marybeth sacó dos botellas de cerveza de la nevera y buscó un abridor en los cajones.
—Ojalá hubiera podido hacer algo por ella —dijo Jude.
—Es un poco joven —comentó Marybeth—. Incluso para ti. ¿Por qué no piensas en otra cosa? Sería lo mejor.
—Santo cielo. No quería decir eso.
Marybeth se rió, encontró un paño de cocina y se lo puso en la cara.
—Sécate. Cuando estás mojado pareces todavía más un miserable vagabundo.
Se pasó el trapo por el pelo. Marybeth le abrió una cerveza y la puso delante de él. Y entonces vio que él estaba haciendo muecas, y se rió otra vez.
—Vamos, Jude. Si no me tuvieras a mí para avivarte las brasas de vez en cuando, no quedaría nada de fuego en tu vida —dijo. Estaba al otro lado de la encimera de la cocina, observándolo con una mirada irónica y tierna—. De todos modos, le has dado un billete de autobús para Búfalo y... ¿qué más? ¿Cuánto dinero?
—Doscientos dólares.
—Pues ya ves, claro que has hecho algo por ella. Has hecho mucho. ¿Qué se supone que podrías hacer?
Jude estaba sentado en mitad de la cocina, sosteniendo la cerveza que Marybeth le había puesto delante, pero no hizo amago de beber. Se sentía cansado, todavía húmedo y con frío en todo el cuerpo. Un camión grande, o un autobús tal vez, rugió por la autopista, rumbo al frío túnel de la noche, y se perdió en él. Pudo escuchar a los cachorros en su caseta lanzando agudos ladridos, excitados por aquel ruido.
—Espero que lo consiga —dijo Jude.
—¿Llegar a Búfalo? No veo por qué no iba a conseguirlo —replicó Marybeth.
—Sí —confirmó Jude, aunque no estaba seguro de que fuera eso lo que realmente había querido decir.
Alzad vuestros mecheros para una última balada sentimental de rock duro, y permitidme cantar las alabanzas de aquellos que han hecho tanto para ayudarme a dar vida a El traje del muerto. Mi agradecimiento para mi agente, Michael Choate, que conduce mi embarcación profesional con cuidado, discreción y un poco habitual sentido común. Debo mucho a Jennifer Brehl, por todo el esfuerzo que ha dedicado a la edición de mi novela, por guiarme a través de la versión final, y especialmente por apostar la primera por El traje del muerto. Maureen Sugden ha hecho un trabajo extraordinario de corrección de mi novela. También debo dar las gracias a Lisa Gallagher, Juliette Shapland, Kate Nintzel, Anna Maria Allessi, Lynn Grady, Rich Aquan, Lorie Young, Kim Lewis, Seale Ballenger, y a todos los demás que se han ocupado del libro en William Morrow.
Mi gratitud más profunda para Andy y Kerri, por su entusiasmo y amistad, y a Shane, que no sólo es mi compadre, sino también la persona que se ocupa de mi web, joehillfiction.com, navegando con ingenio e imaginación.
Y no soy capaz de expresar lo agradecido que estoy a mis padres y mis hermanos por su tiempo, ideas, apoyo y amor.
Sobre todo, mi amor y agradecimiento para Leanora y los niños. Leanora ha pasado no sé cuántas horas leyendo y releyendo los originales, en todas sus diversas formas, y hablándome de Jude, Marybeth y los fantasmas. Por decirlo de otro modo: ella ha leído un millón de páginas y las ha evaluado todas. Gracias, Leanora. Estoy muy feliz y me siento muy afortunado por tenerte como mi mejor amiga.
Eso es todo. Y gracias a todos por venir a mi espectáculo. ¡Buenas noches, pueblo de Shreveport, en Luisiana!