—Hizo un gesto con la mano señalando una enorme jeringa colocada dentro de una caja negra con forma de corazón. En ella, junto a la jeringa, había un cuchillo con asa de teflón—. Sálvate.
El vietnamita cogió la jeringa y se la clavó, sin el menor titubeo, en su propio cuello. La aguja tenía unos diez centímetros de largo. Jude se estremeció y apartó la mirada, que giró de forma natural hacia la ventana. Los perros seguían al otro lado del cristal, saltando contra él, sin que se escuchara sonido alguno. Detrás de los animales, Georgia estaba sentada en un extremo de un balancín. Una niñita de pelo rubio pajizo, descalza y con un precioso vestido floreado estaba sentada en el otro extremo.
Georgia y la niña tenían los ojos vendados con telas rugosas, casi transparentes. El rubio y pálido cabello de la niña estaba recogido en una cola de caballo. Su rostro era totalmente inexpresivo. Aunque le resultaba vagamente conocida, pasó todavía un largo rato antes de darse cuenta, con un estremecimiento, de que estaba mirando a Anna cuando tenía nueve o diez años. Anna y Georgia subían y bajaban en el columpio.
Craddock hablaba ahora en inglés al prisionero.
—Voy a tratar de ayudarte. Estás metido en problemas, ¿me entiendes? Pero yo puedo ayudarte, y todo lo que tienes que hacer es escuchar atentamente. No pienses. Sólo escucha el sonido de mi voz. Se acerca el anochecer. Ya es casi el momento. Al llegar la noche es cuando encendemos la radio y escuchamos la voz. Hacemos lo que el hombre de la radio nos ordena hacer. Tu cabeza es una radio, y mi voz es la única emisión.
Jude volvió a mirar y Craddock ya no estaba allí. En su lugar, donde había estado sentado un momento antes, se veía ahora una radio pasada de moda, con la parte frontal iluminada por una luz verde. La voz del fantasma salía de ella:
—Tu única oportunidad de vivir es hacer lo que yo ordene. Mi voz es lo único que oyes.
Jude sintió frío en el pecho, no le gustaba el rumbo que tomaba todo aquello. Se levantó, y en tres pasos llegó junto a la mesa. Quería librarse y librar al prisionero de la voz de Craddock. Jude se apoderó del cable de alimentación de la radio, justo a la altura del enchufe en la pared, y tiró de él. Se produjo un chispazo de color azul, y sintió una descarga en la mano. Retrocedió, dejando caer el cable al suelo. De todas maneras, la radio continuó funcionando.
—Ha llegado el anochecer. Por fin ha llegado el anochecer. Ha llegado el momento. ¿Ves el cuchillo en la caja? Puedes cogerlo. Es tuyo. Tómalo. Feliz cumpleaños.
El vietnamita miró con cierta curiosidad la caja con forma de corazón y cogió el cuchillo. Lo miró por un lado y por el otro, girándolo de modo que la hoja lanzaba destellos al iluminarse.
Jude se acercó para mirar bien la parte frontal de la radio. Le molestaba la mano derecha, que aún le latía después del latigazo eléctrico que había recibido. Le resultaba difícil moverla. No vio ningún botón de encendido, de modo que hizo girar el dial, trató de silenciar la voz de Craddock cambiando de emisora. El aparato emitió un sonido que Jude creyó, en un primer momento, que eran interferencias, pero de inmediato se dio cuenta de que era el murmullo constante, monótono, de una gran multitud, mil voces haciéndose oír a la vez.
Luego escuchó la voz de un hombre que tenía el tono experimentado de los locutores famosos de la década de 1950:
—Stottlemyre los está hipnotizando hoy con esas bolas que lanza con efecto, y allá va Tony Conigliaro. Ustedes probablemente han oído decir que no se puede obligar a que las personas hagan cosas que no quieren hacer cuando están hipnotizadas. Pero aquí pueden ver que eso sencillamente no es verdad, porque hemos podido comprobar que Tony C. no quería realmente batear esa última bola. Cualquiera puede conseguir que otro haga algo horrible. Sólo hay que ablandarlos bien. Permítanme demostrar lo que quiero decir con Johnny Amarillo, que está aquí. Johnny, los dedos de tu mano derecha son serpientes venenosas. ¡No permitas que te muerdan!
El vietnamita se echó de golpe hacia atrás en la silla, retrocediendo sobresaltado. Las ventanas de su nariz se dilataron y sus ojos se entrecerraron, con un fiero y súbito aire de determinación. Jude se volvió. Sus talones hicieron crujir el suelo. Gritó, diciéndole que se detuviera, pero antes de que pudiera hablar el preso vietnamita ya había golpeado con el cuchillo.
Los dedos cayeron de su mano, pero en realidad eran cabezas de serpientes, negras, brillantes. El prisionero automutilado no gritó. Su cara húmeda y de color marrón estaba iluminada por una expresión de triunfo. Levantó la mano derecha para mostrar los muñones de sus dedos, casi con orgullo, mientras la sangre salía a borbotones para deslizarse hacia abajo por el brazo.
—Este grotesco acto de automutilación les ha sido presentado por cortesía de naranjas Moxie. Si usted no ha probado una Moxie, ha llegado el momento de acercarse a la fuente y descubrir por qué Mickey Mantle dice que son de lo mejor... Retiradas a un lado para...
Jude se volvió, se tambaleó hacia la puerta. Notó un sabor a vómito en la parte de atrás de su garganta, sintió olor a devuelto al soltar aire. En la periferia misma de su visión, pudo ver la ventana y el balancín. Todavía estaba subiendo y bajando. No había nadie en él. Los perros permanecían echados de lado, dormidos en el césped.
Empujó la puerta y bajó ruidosamente los dos peldaños torcidos, hacia el polvoriento patio delantero de la granja de su padre. Éste estaba sentado de espaldas a él, sobre una piedra, afilando su navaja recta con un afilador de cuero negro. El ruido sonaba como la voz del muerto, o tal vez era al revés, Jude ya no estaba seguro. Un cubo de acero lleno de agua estaba sobre la hierba, junto a Martin Cowzynski, y un sombrero de fieltro negro flotaba en su interior. La visión del sombrero en el agua era horrible. Al verlo, Jude sintió deseos de gritar.
La luz del sol era intensa, y un resplandor constante le daba directamente en la cara. Se tambaleó por el golpe de calor que recibió, giró sobre los talones y alzó la mano para protegerse los ojos. Martin apoyó la navaja sobre el afilador, y del cuero negro cayó sangre en espesas gotas. Cuando Martin pasó la navaja hacia delante, el afilador de cuero susurró la palabra «muerte». Al retirar la hoja, hizo un ruido entrecortado que sonó como la palabra «amor». Jude no se detuvo para hablar con su padre, sino que continuó avanzando hacia la parte posterior de la casa.
Martin le llamó, y el interpelado le dirigió una mirada de soslayo, sin poder evitarlo. Su padre tenía puestas unas gafas de sol para ciegos, dos lentes negras redondas con marcos de plata. Brillaban cuando les daba la luz del sol.
—Jude. Tienes que volver a la cama, muchacho. Estás ardiendo. ¿Adonde crees que vas disfrazado de esa manera?
Jude se miró a sí mismo y vio que llevaba puesto el traje del muerto. Sin alterar el paso, comenzó a tirar de los botones de la chaqueta, tratando de desabrocharlos mientras avanzaba. Pero su mano derecha estaba entumecida y torpe, sentía como si fuera él quien acababa de cortarse los dedos. Los botones no se soltaban. A los pocos pasos, desistió. Se sentía descompuesto, asándose al sol de Luisiana, hirviendo dentro de su traje negro. El padre habló de nuevo:
—Parece que vayas a un funeral. Ten cuidado. Podría ser el tuyo.
Un cuervo que se había posado en el cubo de agua donde había estado el sombrero levantó el vuelo moviendo furiosamente las alas y salpicó a Jude cuando pasó tambaleándose como un borracho. Dio un paso más y llegó junto al Mustang. Se dejó caer dentro del coche y cerró la puerta de golpe.
A través del parabrisas, veía la moderna carrocería moviéndose como una imagen reflejada en el agua. Efecto de la reverberación. Estaba empapado de sudor y jadeaba en busca de aliento, metido en el traje del muerto, que estaba demasiado caliente, era demasiado negro, demasiado rígido. Algo olía ligeramente a quemado. El calor era mayor en la mano derecha. La sensación que tenía en ella no podía ser descrita como dolor. Era, más bien, un peso envenenado, hinchado, no por acumulación de sangre sino de mineral licuado.
La radio digital XM había desaparecido. En su lugar estaba la radio original del Mustang, una AM de serie. Cuando la encendió, su mano derecha estaba tan caliente que dejó una borrosa huella de piel derretida del pulgar en el botón del dial.
—Si hay una palabra que puede hacer cambiar vuestras vidas, amigos míos —decía en la radio una voz, urgente, melodiosa, inconfundiblemente sureña—, si hay sólo una palabra, permítanme decírsela. ¡Esa palabra es «Divinoyeternojesús!».
Jude apoyó la mano en el volante. El plástico negro empezó a reblandecerse de inmediato, derritiéndose para adaptarse a la forma de sus dedos. Observó aturdido, curioso. El volante comenzaba deformarse, fundiéndose.
—Sí, si conservas esa palabra en tu corazón, la abrazas junto a tu corazón, la acunas como lo haces con tus hijos, puede salvar tu vida, realmente puede salvarla. Yo lo creo. ¿Escucharás mi voz ahora?
Una vez más, la voz radiofónica tomó súbitamente derroteros siniestros:
—¿Escucharás sólo mi voz? He aquí otra palabra que puede hacer que tu mundo se revolucione y abras los ojos a las infinitas posibilidades del alma viviente. Esa palabra es «anochecer». Permíteme repetirla otra vez. «Anochecer». Finalmente, el anochecer. Los muertos arrastran a los vivos hacia el fondo. Recorreremos el camino de la noche, el sendero de la gloria juntos, aleluya.
Jude quitó la mano del volante y la puso sobre el asiento, que comenzó a echar humo. Alzó el brazo y lo agitó, pero entonces el humo negro ya estaba saliendo de la manga, del interior de la chaqueta del muerto. El viejo coche marchaba por un extraño camino, un trecho largo, recto y asfaltado que avanzaba por el bosque del sur, con los árboles estrangulados por enredaderas que ahogaban todos los espacios entre troncos y ramas. El asfalto parecía torcido y distorsionado a lo lejos, visto entre las ondas de calor que subían desde el suelo.
El sonido de la radio se interrumpía por momentos, y a veces podía escuchar el fragmento de alguna otra cosa, superponiéndose la música a la voz del predicador de la radio, que en realidad no era un predicador, sino Craddock, que usaba la boca de otra persona. Se oía una canción doliente y arcaica, quizá de un disco de música folclórica, triste y dulce al mismo tiempo, interpretada con una sola guitarra que sonaba en modo menor. «Puede hablar, pero no puede cantar», pensó Jude, que razonaba sin sentido aparente.
El olor reinante en el automóvil era cada vez peor, un tufo de lana que comenzaba a chisporrotear y a quemarse. Jude también entraba en combustión. El humo ya salía de las dos mangas y del interior del cuello. Apretó los dientes y empezó a gritar. Siempre supo que terminaría de esa manera: quemado. Siempre supo que la rabia es inflamable, difícil de conservar indefinidamente bajo presión, como la había mantenido toda su vida. El Mustang avanzaba por interminables caminos secundarios, con el humo negro saliendo del capó, escapando por las ventanillas, de modo que apenas podía ver a través de semejante nube. Los ojos le ardían, la visión se hizo borrosa, obstaculizada también por las lágrimas. No importaba. No necesitaba ver hacia dónde se encaminaba. Pisó el pedal.
Jude se despertó de un salto, con una sensación muy desagradable de calor en la cara. Estaba echado sobre el brazo derecho, y cuando se incorporó no sentía la mano. Aunque ya despierto, aún podía percibir el hedor de algo que se estaba quemando, un olor como de pelo chamuscado. Se miró a sí mismo, medio esperando verse vestido con el traje del muerto, como en su pesadilla. Pero no, todavía llevaba su viejo y descuidado albornoz sobre la ropa interior.
El traje. La clave era el traje. Todo lo que tenía que hacer era venderlo otra vez. Tanto al traje como al fantasma. Resultaba tan obvio que no supo por qué había tardado tanto en llegar a esa conclusión. Alguien lo querría; tal vez mucha gente querría poseerlo. Había visto a sus admiradores patalear, gritar, morder y arañar, peleándose por los palillos de percusión arrojados a la multitud. Estaba seguro de que desearían hacerse con un fantasma de la casa de Judas Coyne. Algún estúpido desgraciado se lo quitaría de las manos, y el fantasma partiría. Lo que le ocurriera al comprador después no afectaba demasiado a la conciencia de Jude. Su propia supervivencia, y la de Georgia, le preocupaban más que cualquier otra cosa.
Se levantó, tambaleándose, y flexionó la mano derecha. La sangre empezaba a circular de nuevo, causándole una sensación de helado escozor. Iba a dolerle mucho.
La luz, pálida y débil después de atravesar los visillos, era distinta ahora. Se había desplazado a otro lado de la habitación. Era difícil precisar cuánto tiempo había dormido.
El olor, aquel hedor a algo que se estaba quemando, le impulsó a ir abajo, a la oscurecida sala principal, a la cocina y a la despensa. La puerta que daba al patio trasero estaba abierta. Allí se encontraba Georgia, visiblemente muerta de frío, con una chaqueta vaquera negra y una camiseta de Los Ramones que dejaba a la vista la curva suave y blanca de su abdomen. Tenía unas tenazas en la mano izquierda. Su aliento se transformaba en vapor al contacto con el aire frío.
—Sea lo que fuere lo que estés cocinando, lo estás echando a perder —le dijo Jude, señalando el humo con un movimiento de la mano.
—De ninguna manera —replicó ella, y le dedicó una sonrisa orgullosa y desafiante. En ese instante, la chica estaba tan hermosa que era un poco sobrecogedora: la blancura de su garganta, el hueco que aparecía en ella, la delicada línea de sus apenas visibles clavículas—. Comprendí lo que teníamos que hacer. He descubierto la manera de hacer que el fantasma se vaya.
—¿Y cómo es eso? —quiso saber Jude.
Ella recogió algo con las tenazas y luego lo levantó. Era una solapa de tela negra, en llamas.
—El traje —explicó—. Lo he quemado.
Una hora después ya había anochecido. Jude estaba sentado en el estudio, mirando cómo desaparecía del cielo la última luz del día. Tenía una guitarra en el regazo. Necesitaba pensar. Guitarra, reflexión. Las dos cosas iban juntas.
Estaba en una silla, orientada para mirar hacia una ventana que daba al cobertizo, la caseta de los perros y los árboles situados al otro lado. Jude la había abierto un poco. El aire que entraba llevaba en su seno una sensación punzante. No le molestó. Necesitaba aire fresco, agradecía el olor a manzanas pasadas y hojas caídas, típico de mediados de octubre. Era un alivio, comparado con el hedor de los gases de tubo de escape. Incluso después de una ducha y cambiarse de ropa, todavía notaba en sí mismo aquella desagradable peste.