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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

El traje del muerto (25 page)

BOOK: El traje del muerto
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»Después de un par de noches —siguió diciendo la chica—, se presentaron visiones de niñitas con los ojos en llamas. No pude ir al colegio el lunes, porque me estaban esperando fuera, bajo el roble. Yo estaba demasiado asustada como para salir. Se lo conté a Jessie. Le dije que tenía que pedirle a papá que regresara a casa, porque yo estaba teniendo ideas malas y veía cosas raras otra vez. Ella me dijo que estaba cansada de mi locura de mierda, que él estaba ocupado y que yo tenía que portarme bien hasta que volviera. Trató de obligarme a ir al colegio, pero no lo logró. Me quedé en mi cuarto, viendo la televisión. Pero, de pronto, las niñas muertas comenzaron a hablarme a través de la pantalla del televisor. Me decían que yo estaba muerta, como lo estaban ellas. Que debía estar bajo tierra con ellas. Generalmente, Jessie volvía del colegio a las dos o a las tres. Pero aquel día se retrasó. Se iba haciendo tarde, muy tarde, y cada vez que miraba por la ventana veía a las niñas, que me observaban. Se encontraban justamente al otro lado del cristal. Mi padrastro telefoneó y le conté que tenía problemas y que por favor regresara a casa. Me respondió que vendría lo más pronto que pudiera, pero que aún faltaba mucho para eso. También me dijo que le preocupaba que pudiera hacerme algún daño a mí misma y que llamaría a alguien para que me acompañara. Después de colgar, llamó por teléfono a los padres de Philip, que vivían calle arriba, no lejos de nosotros.

—¿Philip? ¿Ése era tu novio? ¿El muchacho judío?

—El mismo. Phil vino de inmediato. No lo reconocí. Me escondí debajo de la cama y grité cuando trató de tocarme. Le pregunté si estaba con las niñas muertas. Le conté todo lo que sabía sobre ellas. Al poco rato, apareció Jessie, y Philip salió corriendo tan rápidamente como pudo. Después de aquello, quedó tan asustado que no quiso tener nada que ver conmigo. Mi padrastro sólo dijo que era una vergüenza, que él creía que Philip era mi amigo y que de él, más que de cualquier otra persona, podía haberse esperado que se ocupara de mí cuando lo estaba pasando mal.

—¿Así que eso es lo que te preocupa? ¿Que tu padre me revele que estás loca y que yo me sorprenda tanto que nunca más quiera tener nada que ver contigo? Debo decirte, Florida, que si él me cuenta que haces cosas raras de vez en cuando, no será nada nuevo para mí.

Dejó escapar un resoplido, una suave risa que parecía un suspiro.

—No, él nunca diría que estoy loca. No sé lo que diría. Pero seguramente encontrará algo que haga que yo te guste un poco menos. Si es que puedo gustarte menos todavía.

—No empecemos con eso.

—No. No, pensándolo bien, tal vez sea mejor que llames a mi hermana y no a él. Es una bruja desagradable, no nos llevamos demasiado bien. Nunca me ha perdonado que yo fuera más guapa que ella y que recibiera mejores regalos de Navidad. Después de la muerte de mi madre, ella tuvo que hacerse cargo de la casa, pues yo todavía seguía siendo una niña. A los doce años Jessie se ocupaba de lavarnos la ropa y hacernos la comida, y nunca nadie le reconoció lo mucho que trabajaba o lo poco que se divertía. Pero se las arreglaba para tenerme siempre en casa, sin discusión posible. Le encantará tenerme otra vez con ella, así podrá darme órdenes y obligarme a hacer lo que quiera.

Pero cuando Jude llamó a casa de su hermana, quien descolgó fue, a fin de cuentas, el padrastro. Respondió al tercer tono:

—¿Qué puedo hacer por usted? Vamos, hable. Le ayudaré en lo que pueda.

Jude se presentó. Dijo que Anna quería volver a casa durante un tiempo. Presentó la situación como si se tratara de una idea de ella más que de él. Jude se debatía mentalmente, pensando en la manera en que podía describir el estado de la chica, pero Craddock acudió en su auxilio.

—¿Qué tal está durmiendo últimamente? —preguntó Craddock.

—No demasiado bien —respondió el cantante, aliviado, seguro de que, de algún modo, con eso estaba todo dicho.

Jude ofreció un chófer para que llevara a Anna de la estación de tren, en Jacksonville, hasta la casa de Testament, pero Craddock dijo que no era necesario. Él mismo iría a buscarla.

—Un paseo en coche a Jacksonville me va a encantar. Cualquier excusa es buena para salir con mi camioneta durante unas horas. Con las ventanillas bajadas. Haciendo muecas a las vacas.

—Entiendo —dijo Jude, olvidándose de sí mismo y entusiasmándose con el anciano. Conocía bien ese deseo.

—Le agradezco que se haya ocupado tanto de mi pequeña. ¿Sabe que, cuando era apenas una niña, tenía carteles suyos en todas las paredes? Ella siempre quiso conocerlo. A usted y ese tipo de... ¿Cómo se llamaban? Motley Crüe. Vaya, sí que quería a esos tipos. Los siguió durante medio año. No se perdió ninguna de sus actuaciones. Llegó a conocer a algunos, incluso. No a los de la banda, supongo, sino a los del equipo de la gira. Aquéllos fueron sus años de desenfreno. Aunque supongo que aún no está del todo asentada, ¿verdad? Sí, ella adoraba todos sus discos. Le encantaba toda esa música heavy metal. Siempre supe que acabaría consiguiendo una estrella del rock para ella.

Jude tuvo una sensación seca, como de extrañas cosquillas, que se expandió por el pecho. Entendía lo que Craddock le estaba diciendo, que la chica se había acostado con los asistentes para poder estar cerca de Motley Crüe; que tenía la obsesión de hacer el amor con estrellas musicales y que si no estuviera acostándose con él se encontraría en la cama con Vince Neil o Slash. Y también sabía por qué Craddock le estaba contando esas cosas. Por la misma razón que había hecho que el amigo judío de Anna la viera cuando ella estaba fuera de sí: para levantar un muro entre los dos.

Lo que Jude no había previsto era que, aunque él supiera lo que Craddock estaba haciendo, el resultado fuera el deseado por el viejo. Apenas Craddock dijo lo que tenía que decir, Jude empezó a pensar en el lugar en que él y Anna se habían conocido, entre bastidores, en una presentación de Trent Reznor. ¿Cómo había llegado ella allí? ¿A quién conocía y qué tuvo que hacer para que la dejaran estar entre bastidores? ¿Si Trent hubiera entrado en la habitación en aquel momento, ella se habría sentado a los pies de él en vez de a los suyos y le habría hecho las mismas preguntas dulces y sin sentido?

—Yo me ocuparé de ella, señor Coyne. Envíela, que la estaré esperando —remató Craddock.

Jude la llevó a la estación Penn. La joven estuvo del mejor ánimo toda la mañana. Él sabía que estaba haciendo grandes esfuerzos por ser la persona que había conocido tiempo atrás, no el ser desdichado que realmente era. Pero en cuanto la miraba sentía otra vez aquella sensación seca y de frío en el pecho. Sus sonrisas de duende, la manera en que se colocaba el pelo para dejar al descubierto los muy decorados y rosados lóbulos de sus orejas, su última ráfaga de preguntas tontas, todo eso le parecían ahora frías manipulaciones que sólo conseguían alejarle aún más de ella.

Sin embargo, Anna no daba la menor señal de sospechar que él la estaba repudiando, y en la estación Penn se puso de puntillas y se apretó alrededor del cuello de Jude, en un abrazo fuerte, un abrazo sin ninguna connotación sexual. Cuando lo besó, fue con un roce de labios sobre la mejilla, como el de una hermana.

—Nos hemos divertido mucho, ¿no? —preguntó. Siempre con sus preguntas.

—Sí —respondió él. Podía haber dicho algo más..., que la llamaría pronto, que se cuidara más..., pero no le salió nada, no podía ofrecerle buenos deseos. Cuando le llegó el impulso de ser tierno, de ser compasivo, escuchó la voz del padrastro en su cabeza, cálida, amigable, persuasiva: «Siempre supe que acabaría consiguiendo una estrella de rock para ella».

Anna sonrió, como si él hubiera respondido con algo muy ingenioso, y le apretó la mano. Se quedó lo suficiente como para verla subir al vagón, pero no esperó la partida del tren. El andén estaba lleno de gente y había mucho ruido. Se sentía acosado, y se abrió paso casi a empujones. Además, el hedor de aquel lugar —olor a hierro caliente, orina rancia y cuerpos tibios y sudorosos— le oprimía.

Pero fuera no se sentía mucho mejor, empapado por la fría lluvia otoñal de Manhattan. La sensación de ser empujado, de estar apretado por todas partes, siguió con él todo el camino de regreso al hotel Pierre, todo el camino de regreso a la tranquilidad y soledad de su suite. Se sentía con ánimo belicoso, necesitaba hacer algo, tenía que desahogarse de alguna manera.

Cuatro horas después estaba precisamente en el lugar adecuado, en el estudio de la emisora de Howard Stern, donde insultó, intimidó y humilló a los acompañantes del locutor, tontos aduladores, cuando tuvieron la osadía de interrumpirlo. Allí pronunció su encendido sermón de perversión y odio, caos y ridículo. A Stern le encantó. Su equipo sólo quería saber cuándo podía Jude hacerles el favor de regresar.

Ese fin de semana estaba todavía en la ciudad de Nueva York, y con el mismo humor, cuando aceptó encontrarse con algunos de los tipos del equipo de Stern en un club de strip-tease de Broadway. Eran precisamente las mismas personas de las que se había burlado delante de una audiencia de millones de individuos. No consideraron que fuera algo personal. Ser objetos de burla era su trabajo. Estaban locos por él. Pensaban que había estado maravilloso.

Su humor, sin embargo, no había mejorado. Pidió una cerveza que no bebió y se sentó al final de una pasarela que parecía un largo panel de vidrio congelado, iluminado desde abajo con suaves luces azules. Las caras, en sombras, alrededor de la pasarela tenían todas mal aspecto para él, le resultaban antinaturales, enfermizas, desagradables, como rostros de ahogados. Le dolía la cabeza. Cuando cerró los ojos, vio el chocante y deslumbrante espectáculo de fuegos artificiales que era el preludio de una migraña.

Cuando abrió los ojos, una muchacha cayó de rodillas frente a él, con un cuchillo en una mano. Tenía los ojos cerrados. Se inclinó lentamente hacia atrás, hasta que la parte posterior de la cabeza tocó el suelo de vidrio y su pelo negro, suave y ligero se extendió por la pasarela. Todavía estaba de rodillas.

Movió el arma sobre su cuerpo, un cuchillo indio de caza, con un filo ancho y dentado. Llevaba un collar de perro con anillos plateados, un body con encaje por delante, que apretaba los pechos uno contra otro, y medias negras.

Cuando el mango del cuchillo estuvo entre las piernas, con la hoja apuntando al techo —haciendo sin duda la parodia de un pene—, lo lanzó al aire, sus ojos se abrieron de golpe y lo atrapó al caer. Lo hizo mientras arqueaba la espalda, levantando los senos hacia el techo, como si hiciese una ofrenda.

Cortó el encaje negro por la mitad, abriendo una cuchillada roja, oscura, como si se hubiera abierto ella misma desde la garganta hasta la entrepierna. Rodó y se quitó el traje. Debajo estaba desnuda, sólo llevaba los anillos de plata que le atravesaban los pezones y colgaban de los pechos, y un taparrabos que cruzaba sobre los huesos de la cadera. Su torso flexible y de piel delicada estaba pintado de color morado.

AC/DC estaba tocando
If you want blood you got it
, y lo que más excitó a Jude no fue el cuerpo joven y atlético de la chica, ni la manera en que sus pechos se balanceaban con las argollas de plata atravesando los pezones, ni siquiera su mirada directa y serena.

Fueron los labios que apenas se movían. Dudó que alguien más en todo el lugar, aparte de él, lo hubiera notado. Estaba cantando para sí misma, cantando junto con AC/DC. Se sabía todas las letras. Fue la cosa más excitante que había visto en meses.

Levantó su cerveza hacia ella, pero descubrió que la copa estaba vacía. No recordaba haberla bebido. La camarera le llevó otra unos minutos después. Ésta le informó de que la bailarina del cuchillo se llamaba Morphine y era una de las muchachas más conocidas del lugar. Le costó un billete de cien dólares conseguir su número de teléfono y enterarse de que estaba bailando allí desde hacía unos dos años, casi desde el día en que se había bajado del autobús de Georgia. Y le costó otros cien saber que, cuando no trabajaba desnudándose, respondía al nombre de Marybeth.

Capítulo 27

Jude se puso al volante justo antes de que entraran en Georgia. Le dolía la cabeza. Notaba una incómoda sensación opresiva, en los ojos más que en ninguna otra parte. El malestar era agravado por la luz del sol sureño, que refulgía prácticamente en todo lo que tocaba: guardabarros, parabrisas, señales de tráfico, carteles publicitarios, postes metálicos. Si no hubiera sido por la jaqueca, aquel cielo luminoso le habría deleitado, proporcionándole placer. No en vano estaba de un profundo, oscuro, color azul sin nubes.

Al acercarse al límite con el estado de Florida, empezó a experimentar una sensación de ansiedad expectante, un creciente cosquilleo nervioso en el estómago. A esas alturas, Testament estaba apenas a cuatro horas de viaje. Llegarían esa noche a la residencia de Jessie Price, de soltera McDermott, hermana de Anna, hijastra mayor de Craddock. Y no sabía qué iban a hacer cuando llegaran al sitio en cuestión.

Se le había pasado por la cabeza la idea de que, cuando la encontrara, el asunto podría terminar con la muerte de alguien. Incluso pensó, medio en serio, que quizá estaría bien matarla. Se lo merecía, desde luego, pero por primera vez, ahora que se acercaba el momento de estar cara a cara con ella, la idea se convirtió en algo más que una simple imaginación de un hombre enfadado.

Había matado pequeños cerdos cuando era niño. Los agarraba por las patas y les aplastaba los sesos contra el suelo de hormigón de uno de los cobertizos de la granja de su padre. La técnica consiste en voltearlos en el aire para luego golpear el suelo con ellos, haciendo cesar sus desagradables chillidos con el violento y hueco sonido de algo que se parte, el mismo ruido que hace una sandía cuando se la deja caer desde gran altura. A otros cerdos les había disparado con una pistola, imaginando que mataba a su padre.

Jude había decidido hacer lo que fuera necesario, aunque aún no sabía en qué consistiría eso exactamente. Y cuando lo pensaba con detenimiento, temía llegar a alguna conclusión. Le daba casi tanto miedo su propio poder destructivo como la extraña cosa que iba persiguiéndolo, el ser que alguna vez había sido Craddock McDermott.

Pensaba que Georgia dormitaba, no se dio cuenta de que estaba despierta hasta que la chica habló.

—Es la próxima salida —dijo con voz áspera.

Su abuela. Jude no se acordaba de ella, había olvidado que había prometido detenerse a visitarla.

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