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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

El traje del muerto (33 page)

BOOK: El traje del muerto
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La prisión no le asustaba particularmente. Tenía muchos admiradores allí. No era tan mal sitio.

La puerta del garaje, al final del sendero de hormigón de Jessica McDermott Price, comenzó a hacer ruido. Se abría. Una niña flacucha, de unos once o doce años, con el pelo dorado y corto, con cintas, arrastró un cubo de basura hasta un lado de la calle. Al verla sintió un escalofrío por su gran parecido con Anna. Con su fuerte y afilado mentón, el pelo rubio pajizo y aquellos ojos azules muy separados, parecía que Anna hubiera saltado desde su infancia en la década de los ochenta directamente hasta la brillante y plena mañana de aquel día.

Dejó el cubo de basura, cruzó el jardín en dirección a la puerta principal y volvió a entrar. Una vez en el interior, se encontró con Jessica. La niña dejó la puerta abierta, lo cual permitió a Jude y Marybeth ver a la madre y la hija juntas.

Jessica McDermott Price tenía más estatura que la difunta Anna, su pelo era un poco más oscuro y su boca estaba enmarcada por las arrugas que suelen acompañar a los labios siempre fruncidos. Vestía una blusa campesina, con mangas holgadas, de volantes, y una arrugada falda de flores estampadas, vestimenta que Jude supuso que tenía el propósito de proclamar que era un espíritu libre, una especie de hippy sencilla y comprensiva. Pero su cara había sido cuidadosa y profesionalmente maquillada, demasiado, y lo que se podía ver del interior de la casa eran muebles oscuros, lustrados, costosos. La mujer libre vivía muy bien. Eran la casa y el rostro de una ejecutiva de banca de cuarenta años, no de una vidente.

Jessica entregó a la niña una mochila pequeña, de brillantes colores rosa y granate, que hacía juego con la chaqueta y las zapatillas, así como con la bicicleta que estaba fuera, y le dio un rápido beso en la frente. La pequeña salió, cerró la puerta con un alegre golpe y aceleró el paso por el jardín, mientras se cargaba la mochila en los hombros. Pasó frente a Jude y Marybeth por el otro lado de la calle, y al hacerlo les lanzó una mirada curiosa. Arrugó la nariz, como si hubiera descubierto desperdicios tirados en el jardín de algún vecino. Luego dio vuelta a la esquina y desapareció.

En cuanto estuvo fuera de la vista, Jude empezó a sentir extraños picores en el torso, bajo los brazos, y notó que un abundante sudor hacía que se le pegase la camisa a la espalda.

—Allá vamos —dijo.

Sabía que sería peligroso dudar, tomarse tiempo para pensarlo una vez más. Bajó del coche.
Angus
saltó detrás de él. Marybeth salió por el otro lado.

—Espera aquí —ordenó Jude.

—Demonios, no.

El hombre se dirigió al maletero.

—¿Cómo vamos a entrar? —quiso saber Marybeth—. ¿Simplemente llamamos a la puerta de entrada y le decimos: «Hola, hemos venido a matarla» ?

Levantó el capó y cogió una llave de cruz, de las que se usan para cambiar la rueda del coche. Con ella señaló el garaje, que había quedado abierto. Cerró el maletero y empezó a cruzar la calle.
Angus
corrió por delante, dio la vuelta, volvió a adelantarse a la carrera, levantó una pata y orinó en un buzón.

Todavía era temprano. El sol calentaba la nuca y el cuello de Jude. Sostenía un extremo de la llave con el puño. Era la parte ajustable, el resto lo apoyaba en el interior del antebrazo, tratando de esconderla junto al cuerpo. Detrás de Jude se cerró de golpe la puerta de un coche.
Bon
pasó corriendo junto a él. Entonces Marybeth llegó a su altura, casi sin aliento, trotando para mantener el paso rápido del cantante.

—Jude. Jude. ¿Qué te parece si nosotros..., si simplemente tratamos de hablar con ella? Tal vez podamos persuadirla... de que nos ayude voluntariamente. Decirle que tú nunca..., nunca quisiste hacer daño a Anna. Que nunca quisiste que ella se matara.

—Anna no se suicidó, y su hermana lo sabe. No se trata de eso. Nunca se ha tratado de eso.

—Jude miró a Marybeth y vio que se había quedado unos pasos detrás de él, mirándolo con una expresión de sorpresa y desaliento—. Siempre ha habido en esto mucho más de lo que imaginamos al principio. Desde luego, no estoy muy seguro de que nosotros seamos los villanos en esta historia.

Avanzó por el camino de entrada, con los perros moviéndose a ambos lados, como una guardia de honor. Miró rápidamente la fachada frontal de la casa, las ventanas con cortinas de encaje blancas y, dentro, la oscuridad. Era imposible saber si ella los estaba observando. No tardaron en llegar a la oscuridad del garaje, donde había un descapotable de dos puertas, de color cereza, con placas que decían: «Hipnótico», aparcado sobre un suelo de hormigón bien barrido.

Encontró la puerta de acceso a la casa, puso la mano sobre el pomo, inclinó la cabeza hacia dentro, y escuchó. La radio estaba encendida. La voz más aburrida del mundo decía que las acciones de rentabilidad segura estaban bajando, las de empresas tecnológicas también lo hacían y los títulos a largo plazo se desplomaban... Luego escuchó tacones que golpeaban sobre las baldosas, al otro lado de la puerta, e instintivamente saltó hacia atrás. Pero era demasiado tarde. La puerta se abrió y allí estaba Jessica McDermott Price.

Estuvo a punto de chocar con él. La mujer no los había visto. Tenía las llaves del coche en una mano y un bolso de colores llamativos en la otra. Cuando ella levantó la vista, Jude la cogió por la pechera de la blusa y la empujó hacia el interior sin darle tiempo a que pudiera reaccionar, ni siquiera para emitir una protesta.

Jessica retrocedió, a punto de caerse, intentando mantener el equilibrio sobre los tacones. Se le torció un tobillo y el pie se salió de un zapato. Soltó el pequeño y llamativo bolso, que cayó a sus pies. Jude lo hizo a un lado de una patada y siguió avanzando.

Atravesaron la estancia y entraron en una cocina llena de sol, que estaba en la parte de atrás de la casa. Fue entonces cuando las piernas de ella cedieron. La blusa se le rompió al caer y los botones saltaron rebotando por todas partes. Uno de ellos golpeó el ojo izquierdo de Jude..., que sintió como si le hubiese alcanzado un rayo negro de dolor. Lagrimeó y parpadeó furiosamente para aclararlo.

La mujer se golpeó fuertemente contra la mesa colocada en el centro de la cocina, y se agarró del borde para frenar la caída. Los platos hicieron ruido. La encimera estaba detrás de ella y la mujer permaneció cara a cara con Jude. Estiró la mano hacia atrás, sin mirar, y cogió un plato con la intención de romperlo sobre la cabeza, de su atacante cuando éste se acercaba. Lo hizo.

Jude apenas lo sintió. Era un plato sucio. Restos de tostadas y huevos revueltos volaron por todas partes. El cantante estiró el brazo derecho y dejó que la llave de cruz para cambiar ruedas de coche se deslizara hasta cogerla por el mango y, sosteniéndola como si fuera un garrote, la golpeó en la rodilla izquierda, justo debajo del dobladillo de la falda.

La mujer cayó, como si ambas piernas le hubieran sido arrancadas de repente. Cuando comenzó a levantarse,
Angus
la derribó otra vez al echarse sobre ella. Con las patas delanteras parecía escarbar en el pecho de Jessica.

—Sal de ahí —ordenó Marybeth, y cogió a
Angus
por el collar. Lo arrastró con tanta fuerza hacia atrás que le hizo girar sobre sí mismo, dando vueltas ligeramente ridículas, con las patas moviéndose en el aire un instante, antes de volver a caer sobre ellas.

Angus
intentó precipitarse sobre Jessica de nuevo, pero Marybeth lo sujetó.
Bon
entró en la habitación, dirigió una nerviosa mirada culpable a Jessica Price, y luego se dirigió a los trozos de plato roto y empezó a devorar una corteza de tostada.

En la radio, una pequeña caja de color rosa colocada sobre la encimera de la cocina, se escuchaba una voz que sonaba como un murmullo: «Los clubes de lectura infantil tienen éxito entre los padres, que consideran la palabra escrita un buen recurso para proteger a sus hijos de los contenidos sexuales gratuitos y la violencia explícita que saturan los videojuegos, los programas de televisión y las películas».

La blusa de Jessica estaba rota y abierta hasta la cintura. Llevaba un delicado sostén de color melocotón, que dejaba expuesta la parte superior de los pechos, que subían y bajaban con la agitada respiración. Enseñó los dientes —¿estaba sonriendo?— y se pudo ver que los tenía manchados de sangre.

—Si ha venido a matarme —le advirtió ella—, debe saber que no tengo miedo a la muerte. Mi padre estará en el otro lado para recibirme con los brazos abiertos.

—Seguro que está ansiosa esperando ese momento —replicó Jude—. Tengo la impresión de que usted y él tenían una relación muy estrecha. Por lo menos hasta que Anna fue lo suficientemente mayor como para que él comenzara a hacer el amor con ella en lugar de con usted.

Capítulo 37

Uno de los párpados de Jessica McDermott Price temblaba de manera irregular. Gotas de sudor pendían de sus pestañas, listas para caer. Los labios, pintados de un color rojo profundo, casi negro, seguían estirados, mostrando los dientes, pero ya no dibujaban una sonrisa. Era más bien una mueca que expresaba rabia y confusión.

—Usted no tiene derecho a hablar de mi padre. Él estaba por encima de porquerías y despojos humanos como usted.

—Eso es verdad en parte —dijo Jude. El también respiraba agitadamente, y estaba un poco sorprendido por la serenidad de su propia voz—. El muerto y usted se buscaron serios problemas cuando se metieron conmigo. Dígame algo, ¿usted le ayudó a matarla, para evitar que hablara sobre lo que le había hecho? ¿Estuvo usted presente mientras su propia hermana se desangraba hasta morir?

—La mujer que regresó a esta casa no era mi hermana. No se parecía nada a la Anna que yo conocía. Mi hermana ya estaba muerta cuando usted terminó su trabajo con ella. Usted la destruyó. La niña que volvió a nosotros llevaba veneno dentro. Había que oír las cosas que decía, las amenazas que profería. Quería enviar a nuestro padre a prisión. Deseaba mandarme a mí a la cárcel. Y mi padre no le tocó ni un maldito pelo de su cabeza desleal. Mi padre la quería. Era el mejor de los hombres, el mejor.

—A su padre le gustaba follar con niñas pequeñas. Primero usted, luego Anna. Tuve esa asquerosa realidad delante de mis ojos todo el tiempo, pero no acerté a verla.

Al decir esas palabras se estaba inclinando sobre ella, amenazador. Se sentía un poco mareado. La luz del sol entraba a través de la ventana, por encima del fregadero de la cocina. El aire era tibio, denso, y olía fuertemente al perfume de Jessica, a jazmín. Más allá de la cocina, una puerta corredera de vidrio estaba parcialmente abierta y daba a un porche techado en la parte de atrás, con suelo de madera de pino y presidido por una mesa cubierta con un mantel de encaje. Un gato de pelo largo, gris, observaba con temor, con el lomo erizado y las uñas medio sacadas. La radio seguía siendo un runrún que ahora hablaba de cosas que se podían descargar de Internet. Era como el zumbido de las abejas en una colmena. Una voz como aquélla era capaz de dormir a cualquiera.

Jude miró hacia la radio, con ganas de darle un golpe con la llave de cruz para silenciarla. Entonces vio la fotografía que estaba al lado del aparato y se olvidó de su intención de apagar la radio. Era una fotografía de unos quince por treinta centímetros, colocada en un marco de plata. Craddock sonreía desde ella. Llevaba su traje negro, con los botones del tamaño de un dólar de plata brillando en la chaqueta. Tenía una mano puesta sobre su sombrero de fieltro, como si estuviera a punto de levantarlo para saludar. La otra mano reposaba sobre el hombro de una niña pequeña, de frente ancha y ojos azules bien separados, la hija de Jessica, que tanto se parecía a Anna. La cara de la pequeña, bronceada por el sol en la fotografía, era inexpresiva e inmutable, el rostro de alguien que espera salir de un ascensor que agobia por demasiado lento. Era una expresión por completo carente de sentimientos. Tal ademán hacía que la niña se pareciera más a Anna, cuando ésta se encontraba en el punto máximo de una de sus depresiones. La enorme semejanza perturbaba a Jude.

Aprovechando su distracción, Jessica se estaba arrastrando hacia atrás por el suelo, intentando poner más distancia entre los dos. Cuando vio que trataba de apartarse, Jude la cogió por la blusa otra vez, y voló otro botón. La camisa de la mujer colgaba de sus hombros, abierta hasta la cintura. Con el dorso de uno de los brazos, Jude se secó el sudor de la frente. Era un simple respiro. No había terminado de hablar todavía.

—Anna nunca entró en detalles, pero me contó que había sufrido abusos sexuales cuando era pequeña. Se esforzaba tanto por evitar cualquier pregunta, que resultaba obvio. En la última carta que me escribió, confesaba que estaba cansada de guardar sus terribles secretos, que no podía soportarlo más. A primera vista, parecían palabras de una persona con impulsos suicidas. Tardé un tiempo en darme cuenta de lo que realmente quería decir. Anhelaba sacar a la luz las verdades que había escondido tanto tiempo en su interior. Contar cómo su padrastro la ponía en trance, y así él podía hacer lo que quisiera con ella. Era un buen hipnotizador, pero nadie es perfecto... Podía hacerle olvidar lo ocurrido durante un tiempo, pero le resultaba imposible eliminar completamente los recuerdos de lo sucedido. Todo reaparecía cada vez que Florida sufría uno de sus ataques emocionales. Al final, siendo ya una adolescente, supongo, ella lo vio, comprendió lo que él había hecho. Anna pasó muchos años huyendo de esa terrible verdad. Escapando de él. Pero yo la puse en el tren y la envié de regreso, con lo que terminó otra vez ante su verdugo. Llegó y vio lo viejo que estaba, lo cerca de la muerte que se encontraba el monstruo. Y tal vez decidió que ya no tenía por qué seguir huyendo. —Jude había pensado mucho en el asunto. No tenía intención de guardarse nada—. Así que amenazó con contar lo que Craddock había hecho. ¿No es cierto? Dijo que se lo contaría a todo el mundo, que haría que la ley cayese sobre él. Por eso la mató. La puso en trance una vez más y le cortó las venas en el baño. Se las rajó y observó tranquilamente cómo se desangraba, se sentó allí y vio cómo se le iba la vida...

—Basta ya de decir esas cosas de él —exclamó Jessica, con voz aguda, punzante, chillona—. Aquella última noche fue terrible. Las cosas que le hizo y le dijo fueron horribles. Le escupió. Trató de matarlo, intentó empujarlo para que se cayese por las escaleras; a él, un anciano débil. Nos amenazó, a todos nos amenazó. Dijo que nos iba a quitar a Reese. Juró que usaría el dinero y los abogados que usted podía proporcionarle para enviar a mi padre a la cárcel. Rezumaba odio.

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