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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

El traje del muerto (31 page)

BOOK: El traje del muerto
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—¿Es éste el lugar? —preguntó Jude.

—¿Qué lugar?

—No te hagas la tonta. El sitio donde aquel tipo abusó de ti y te trató como si fueras una puta.

—Él no... No fue... No diría exactamente que él...

—Yo sí. ¿Éste es el lugar?

Ella miró las manos de Jude apretadas sobre el volante, con los nudillos blancos por la fuerza con que lo agarraban.

—Probablemente él ni siquiera esté aquí —dijo.

Jude abrió la puerta del automóvil y se bajó. Los coches pasaban a toda velocidad y la caliente estela con olor a gasolina de los tubos de escape se pegaba a su ropa.

Georgia se bajó por el otro lado y le miró por encima del Mustang.

—¿Adonde vas?

—Voy a buscar a ese tipo. Recuérdame su nombre.

—Sube al coche.

—¿A quién debo buscar? No me obligues a ir golpeando a vendedores de coches al azar.

—No entrarás ahí tú solo para darle una paliza a un tipo que ni siquiera conoces.

—No. No voy solo. Me llevo a
Angus
.

—Miró hacia el Mustang. La cabeza del perro ya estaba saliendo por el espacio que dejaban libre los dos asientos delanteros, y miraba expectante a Jude—. Vamos,
Angus
.

El enorme perro negro saltó al asiento del conductor y luego a la carretera. Jude cerró la puerta de un golpe, pasó por la parte delantera del coche, con el denso y ágil torso de
Angus
apretado contra su costado.

—No voy a decirte quién fue —dijo ella.

—Muy bien. Preguntaré por ahí.

Ella lo agarró del brazo.

—¿Qué quieres decir con eso de que preguntarás por ahí? ¿Qué vas a hacer? ¿Te vas a poner a preguntar a los vendedores si tenían el hábito de follarse a niñas de trece años?

Entonces le volvió a la memoria, le vino a la cabeza sin previo aviso. Estaba pensando en que le gustaría ponerle un arma en la cara a aquel hijo de puta, y recordó:

—Ruger. Su nombre era Ruger. Como la pistola.

—Acabarás en la cárcel. No vas a entrar ahí.

—Esa es la razón por la que los tipos como él se salen con la suya. Porque gente como tú sigue protegiéndolos, aunque sabe que debería actuar de otra manera.

—No lo estoy protegiendo a él, estúpido. Te estoy protegiendo a ti.

Liberó su brazo de la mano de ella y empezó a volverse, dispuesto a abandonar, furioso por ello..., y en ese momento se dio cuenta de que
Angus
había desaparecido.

Lanzó una rápida mirada por todas partes y lo descubrió un instante después, en medio del negocio de venta de coches usados, trotando entre filas de furgonetas, para luego doblar y desaparecer detrás de una de ellas.

—¡
Angus
! —gritó, pero un enorme camión de dieciocho ruedas pasó con estruendo, y la voz de Jude desapareció bajo el tremendo ruido del motor diésel

Jude fue tras el animal. Miró hacia atrás y vio a Georgia, que le seguía, con la cara blanca y los enormes ojos muy abiertos, alarmados. Estaban en una autopista importante, en una tienda de venta de coches de segunda mano muy activa. Un sitio pésimo para perder a uno de los perros.

Llegó a la fila de vehículos donde había visto a
Angus
por última vez y torció. Y allí estaba, a tres metros, sentado sobre sus patas traseras, dejando que un hombre flaco y calvo, con una chaqueta azul, le rascara detrás de las orejas. El individuo era uno de los vendedores. La etiqueta que llevaba sobre el bolsillo superior decía Ruger. Ruger estaba acompañado por una familia de gordos que llevaban camisetas con lemas publicitarios. Sus abdómenes enormes hacían las veces de carteleras. La barriga del padre vendía una marca de cerveza; los pechos de la madre hacían un poco persuasivo anuncio de un producto para mantener la línea y la buena salud; y el hijo, de unos diez años, llevaba una camiseta de la cadena de restaurantes Hooter, atendidos por atractivas camareras de grandes pechos. Junto a ellos, Ruger parecía casi enano, una impresión que se reforzaba gracias a sus delicadas y arqueadas cejas y a sus orejas puntiagudas, de peludos lóbulos. Llevaba mocasines con borlas. Jude odiaba los mocasines con borlas. Decididamente, era un tipo repulsivo.

—Es un buen muchacho —comentaba Ruger—. Miren, miren qué buen muchacho.

Jude aflojó el paso, dejando que Georgia llegara hasta él. La joven estaba a punto de alcanzarle, pero en ese momento vio a Ruger y se detuvo de golpe.

El vendedor alzó la mirada, con una sonrisa cortés, grande, de agente comercial.

—¿Es su perro, señora? —Sus ojos se entornaron y enseguida un gesto de reconocimiento perplejo le atravesó la cara—. Es la pequeña Marybeth Kimball, ya muy crecida. ¡Mírate! ¿Estás de visita? Me contaron que vivías en Nueva York.

Georgia no habló. Miró a Jude de soslayo, con ojos azules brillantes y afligidos.
Angus
los había conducido directamente a él, como si hubiera sabido a quién estaban buscando. Tal vez el perro lo sabía de algún modo. Quizá el animal de humo negro que vivía dentro de
Angus
lo sabía. Georgia comenzó a sacudir la cabeza mirando a Jude.

—No, no lo hagas. —Pero él no le prestó atención, dio la vuelta alrededor de ella, y se acercó a
Angus
y Ruger.

El tipo calvo dirigió la mirada al cantante. Su cara se iluminó por la sorpresa y por el placer.

—¡Dios mío! Usted es Judas Coyne, el famoso intérprete de rock. Mi hijo adolescente tiene todos sus discos. No puedo decir que me agrade mucho el volumen al que los pone —se llevó un dedo a la oreja, como si en sus tímpanos todavía resonara la música de Jude—, pero le diré qué usted ha causado un gran impacto en mi muchacho.

—Estoy a punto de hacer un gran impacto sobre ti, estúpido —dijo Jude, y lanzó su puño derecho a la cara de Ruger. Se oyó nítidamente el ruido que hizo la nariz al ser aplastada.

El vendedor se tambaleó, se inclinó a medias, con una mano cubriéndose la cara. La pareja de gordos se apartó para dejarlo pasar, trastabillando. El niño sonreía y se ponía de puntillas para mirar la pelea por encima del hombro de su padre. Jude propinó un golpe con la izquierda en el abdomen de Ruger, haciendo caso omiso del estallido de dolor que atravesó la herida abierta en la palma de su mano. Agarró al vendedor de coches cuando éste comenzaba a caer sobre sus rodillas y lo lanzó sobre el capó de un Pontiac que tenía un cartel pegado en el parabrisas con la leyenda: «¡¡¡Es suyo si lo quiere!!! ¡¡¡Barato!!!».

Ruger trató de incorporarse y Jude le agarró por la entrepierna, encontró el escroto y apretó. Sintió la masa de los testículos de Ruger que crujía en su puño. El hombre calvo se encogió y chilló, mientras un hilo de oscura sangre salía por sus fosas nasales. Tenía los pantalones levantados, dejando las espinillas al aire.
Angus
saltó, gruñendo, y clavó sus mandíbulas en el pie de Ruger, tiró y le arrancó un mocasín.

La gorda se tapó los ojos, pero mantuvo dos dedos separados para poder espiar entre ellos.

Jude sólo tuvo tiempo de dar un par de golpes más antes de que Georgia le cogiera por el codo y lo arrastrara. A mitad de camino hacia el coche ella empezó a reírse, y en cuanto estuvieron en el Mustang se abalanzó sobre él, mordiéndole el lóbulo de la oreja, besándole la barba, temblando pegada a él, a su lado.

Angus
todavía tenía en la boca el mocasín de Ruger, y una vez que estuvieron en la carretera interestatal, Georgia se lo cambió por un bocadillo de carne y lo colgó del espejo retrovisor, atándolo con las borlas.

—¿Te gusta? —preguntó.

—Mejor que los perros de peluche —dijo Jude.

PARTE 3
HERIDO
Capítulo 35

La casa de Jessica McDermott Price estaba en una urbanización nueva. Había multitud de edificios de estilos coloniales de diversas épocas, con revestimientos de vinilo de varios colores, alineados a lo largo de calles que se retorcían y daban vueltas y más vueltas, como laberintos. Pasaron delante de ella dos veces antes de que Georgia descubriera el número sobre el buzón. Era una construcción de color amarillo brillante. Parecía un gigantesco helado de mango y no era de ningún estilo arquitectónico en particular, a menos que las casas suburbanas estadounidenses grandes e insulsas constituyan un estilo. Jude pasó lentamente delante de ella y continuó unos cien metros por la misma calle. Entró por un camino sin asfaltar y avanzó sobre el barro amarillo y seco hasta una casa en construcción.

La estructura del garaje acababa de ser levantada y se veían las vigas de pino nuevo que salían de los cimientos. También eran visibles vigas que se entrecruzaban por encima de ellos. El techo estaba cubierto con planchas de plástico. La casa levantada junto al garaje estaba apenas un poco más avanzada, con paneles de contrachapado clavados entre las vigas. Había rectángulos abiertos para mostrar dónde irían las ventanas y las puertas.

Jude dio la vuelta con el Mustang, para que la parte delantera quedara mirando a la calle, y retrocedió hacia el espacio vacío y sin puertas del garaje. Desde ese lugar tenían una buena vista de la casa de Price. Era lo que quería. Desconectó la llave de contacto. Se quedaron allí sentados durante un rato, escuchando el decreciente ruido del ventilador enfriando el motor.

Habían corrido lo suyo en el viaje hacia el sur desde la casa de Bammy. Habían llegado antes de lo que pensaban. Era apenas la una de la mañana.

—¿Tenemos algún plan? —preguntó Georgia.

Jude señaló el otro lado de la calle, hacia un par de grandes cubos de basura que había junto al bordillo. Luego la hizo fijarse en otros lugares en los que se veían otros grandes cubos de plástico verde.

—Parece que mañana es día de recogida de basura —dijo Jude. Movió la cabeza hacia la casa de Jessica Price—. No ha sacado sus desperdicios todavía.

Georgia le miró atentamente. Una farola de la calle lanzaba un rayo pálido de luz delante de sus ojos, que emitieron destellos, como el agua en el fondo de un pozo. La chica no dijo nada.

—Esperaremos hasta que salga con la basura, y luego la metemos en el coche con nosotros.

—¡La metemos!

—Pasearemos con ella un rato, en coche. Hablaremos de algunas cosas... los tres.

—¿Y si el que saca la basura es el marido?

—No será así. Era reservista y se lo cargaron en Irak. Es una de las pocas cosas que Anna me contó sobre su hermana.

—Tal vez ahora tenga novio.

—Si tiene novio y es mucho más grande que yo, esperamos y buscamos otra oportunidad. Pero Anna nunca dijo nada sobre un novio. Por lo que sé, Jessica vivía sola aquí, con su padrastro, Craddock, y su hija.

—¿Su hija?

Jude miró significativamente hacia una bicicleta de color rosa apoyada en el garaje de los Price. Georgia siguió su mirada.

—Es la razón por la que no vamos a entrar esta noche —explicó Jude—. Pero mañana la niña se va al colegio. Tarde o temprano Jessica se quedará sola.

—¿Y entonces?

—Entonces podemos hacer lo que tenemos que hacer, sin preocuparnos por lo que su hija vea o deje de ver.

Permanecieron en silencio durante un rato. Desde los arbustos y las palmeras que había detrás de la casa sin terminar salía el canto de los insectos, un palpitar rítmico, animal.

Por lo demás, la calle estaba silenciosa.

—¿Qué le vamos a hacer a esa mujer? —preguntó Georgia.

—Lo que sea necesario.

La joven reclinó el asiento totalmente y fijó la mirada en la oscuridad del techo.
Bon
se echó hacia delante y gimió con ansia en su oreja.

Georgia le acarició la cabeza.

—Estos perros están hambrientos, Jude.

—Tendrán que esperar —replicó, mirando hacia la casa de Jessica Price.

Le dolía la cabeza, y también le molestaban los nudillos. Además, estaba excesivamente cansado, y su agotamiento hacía difícil iniciar cualquier razonamiento. Su mente, en cambio, se ocupaba de perros negros que perseguían sus propios rabos, dando vueltas una y otra vez, en círculos exasperantes, sin llegar nunca a ninguna parte.

Había hecho algunas cosas malas en su vida —como poner a Anna en aquel tren, para empezar, enviándola a morir junto a sus parientes—, pero nada se parecía a lo que imaginaba que podría llegar a hacer en el futuro. No estaba seguro de lo que iba a tener que hacer, de si aquel feo asunto terminaría o no en una muerte —y desde luego eso le parecía muy posible—, mientras en su cabeza resonaba la voz de Johnny Cash cantando
Folsom Prison blues
: «Mi madre me dijo que fuera un buen niño, que no jugara con armas de fuego». Pensó en la pistola que había dejado en su casa, en su enorme calibre 44, estilo John Wayne. Habría sido más fácil conseguir respuestas de Jessica Price si hubiera llevado el arma consigo. Pero, si hubiera tenido la pistola, Craddock ya lo habría persuadido para que disparara a Georgia, a sí mismo e incluso a los perros. Jude pensó en las armas de fuego que había poseído, en los perros que había tenido, y se vio corriendo descalzo, con los animales, por las grandes extensiones de colinas que había detrás de la granja de su padre. Pensó en la emoción de correr con los perros a la luz del amanecer; en el estruendo de la escopeta de su padre al disparar a los patos; en cómo su madre y él mismo habían escapado juntos cuando Jude tenía nueve años, y en cómo ella se había acobardado al llegar a la estación de autobuses. Llamó a sus padres y lloró al teléfono. Ellos le dijeron que devolviera al niño a su padre y que se reconciliara con su marido y con Dios. Recordó que su padre los estaba esperando en el porche cuando regresaron y que la golpeó en la cara con la culata de la escopeta, para luego ponerle el cañón del arma sobre el lado izquierdo del pecho, diciéndole que la mataría si trataba de escaparse otra vez. Ella nunca más volvió a intentar fugarse. Cuando Jude, es decir, Justin, pues así se llamaba entonces, trató de entrar en la casa, su padre le dijo: «No estoy enfadado contigo, hijo, no es tu culpa». Le abarcó con un brazo y lo apretó contra su pierna. Se inclinó para darle un beso y Justin le respondió automáticamente que él también le quería. Era un recuerdo ante el cual aún retrocedía, un acto tan moralmente repugnante, tan vergonzoso que no podía soportar ser la persona que lo había cometido; por eso había necesitado al final convertirse en otra persona. ¿Había sido aquello lo peor que había hecho en su vida, dar aquel beso de Judas en la mejilla de su padre mientras su madre sangraba? ¿aceptar la devaluada moneda del cariño paterno? No había sido peor que echar de su lado a Anna. Y de pronto estaba de regreso en el mismo lugar donde había empezado, preguntándose sobre lo que ocurriría al día siguiente por la mañana, dudando si podría, cuando llegara el momento, obligar a la hermana de Anna a subir a la parte de atrás de su coche, alejarla de su hogar y luego hacer lo que tenía que hacer para que hablase.

BOOK: El traje del muerto
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