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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

El traje del muerto (40 page)

BOOK: El traje del muerto
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Jude no había visitado a su padre desde hacía treinta y cuatro años, y verlo así —debilitado, feo, perdido en su propio sueño de muerte— le produjo una nueva sensación de vértigo, casi de mareo. No sabía bien por qué, pero le parecía horrible que Martin siguiera respirando. Habría sido más fácil mirarlo si estuviera muerto, y no en el estado en que se encontraba en ese momento. Jude lo había odiado durante tanto tiempo que no estaba preparado para experimentar ninguna otra emoción ante él. Y menos para la lástima. Para el horror. El horror tenía sus raíces en la compasión, después de todo, en la capacidad de comprender la naturaleza del peor sufrimiento. Jude no había imaginado que podría sentir compasión o comprensión por el hombre que estaba en la cama, en el otro extremo de la habitación.

—¿Puede darse cuenta de que estoy aquí? —preguntó Jude.

Arlene miró de reojo al padre de Jude.

—Lo dudo. No ha respondido a ningún estímulo visual desde hace varios días. Por supuesto, hace meses que perdió la facultad de hablar, pero hasta no hace mucho, en ocasiones, hacía muecas, gestos, o daba alguna señal cuando quería algo. Le gustaba que le afeitara, de modo que lo hago todos los días. Le encantaba sentir el agua caliente en la cara. Tal vez en algún profundo nivel de la conciencia todavía le guste. No lo sé. —Hizo una pausa, mirando la figura demacrada y agónica en la otra cama—. Me da pena verlo morir de esta manera, pero es peor mantener vivo a alguien cuando se traspasa cierto límite. Eso es lo que creo. Cuando llega el momento, los muertos tienen derecho a lo suyo. A irse en paz, sin sufrimientos innecesarios.

Jude asintió con la cabeza.

—Los muertos reclaman lo suyo. Sí que lo hacen.

Observó lo que Arlene tenía en las manos, el costurero que acababa de sacar de debajo de la cama vacía. Era el viejo tesoro de su madre: una colección de dedales, agujas e hilos, amontonados en desorden en una de las grandes cajas de bombones, amarillas, con forma de corazón, que su padre solía comprar para ella. Arlene apretó la tapa para cerrarla y la puso sobre el suelo, entre las dos camas. Jude miró con cautela, pero la caja no hizo ningún movimiento amenazador.

Arlene volvió junto a él y le llevó agarrado por el codo hasta la cama vacía. Había un flexo con un brazo articulado, atornillado a la mesilla de noche. La mujer movió la lámpara, que emitió un desagradable chirrido cuando el resorte oxidado se estiró. La encendió. Cerró los ojos para acostumbrarse a la súbita luminosidad.

—Veamos esa mano.

Acercó un taburete pequeño a la cama y empezó a retirar la gasa empapada de sangre, usando un par de pinzas quirúrgicas. Cuando sacó la última capa adherida a la piel, una oleada de cosquilleo helado recorrió toda la mano del herido, y luego el dedo ausente empezó, increíblemente, a arderle. Era como si estuviera todavía allí, cubierto de hormigas rojas picándolo de una forma salvaje.

La anciana enfermera clavó una aguja en la herida, inyectándolo varias veces en distintos lugares, mientras él maldecía. Luego llegó una corriente de frío intenso, gratificador, que circulaba por sus venas y se extendía hasta la muñeca, convirtiéndolo casi en un hombre de hielo.

La habitación se oscureció, luego se iluminó. El sudor que cubría su cuerpo se enfrió rápidamente. Estaba echado sobre la espalda. No recordaba haberse acostado. Vagamente, sentía tirones en la mano derecha. Cuando se dio cuenta de que los tirones eran porque Arlene estaba haciendo algo sobre el muñón de su dedo —poniéndole grapas, o ganchos, o suturándolo—, habló:

—Voy a vomitar.

Contuvo el vómito hasta que ella pudo colocar un recipiente de plástico junto a su mejilla. Luego giró la cabeza y vació el estómago.

Cuando Arlene terminó, le puso la mano sobre el pecho, para que reposara.

Envuelta en capas colocadas sobre otras capas de vendas y algodones, tenía al menos el triple de su tamaño normal. Parecía una pequeña almohada. Estaba aturdido. Le latían las sienes. La mujer volvió la fuerte y brillante luz hacia los ojos de Jude y se inclinó para observar el corte de la mejilla. Encontró una gran venda de color carne y la colocó cuidadosamente en el rostro del hombre.

—Has sangrado mucho. ¿Sabes qué grupo sanguíneo tienes? Les pediré que la ambulancia —pronunció otra vez esta palabra alargando las vocales— traiga la sangre adecuada.

—Ocúpate de Marybeth. Por favor.

—Iba a hacer eso precisamente.

Apagó la luz antes de irse. Era un alivio sumirse en la oscuridad de nuevo.

Cerró los ojos, y cuando los volvió a abrir no sabía si había pasado un minuto, una hora o un año. La casa de su padre era un lugar de quietud y silencio apacible. No se oía nada, salvo el súbito sonido del viento, el crepitar de la leña, el suave golpeteo de la lluvia en las ventanas. Se preguntó si Arlene habría ido a buscar la ambulancia y si Marybeth también estaría durmiendo. Se preguntó si Craddock andaría por la casa, sentado al otro lado de la puerta. Jude giró la cabeza y vio que su padre le estaba mirando.

La mandíbula del anciano colgaba, con la boca abierta, y enseñaba los pocos dientes que le quedaban, llenos de manchas marrones debidas a la nicotina. Las encías estaban visiblemente enfermas. Martin lo miraba fijamente, con sus pálidos ojos grises. Era una mirada confusa. Poco más de un metro de suelo desnudo separaba a los dos hombres.

Martin Cowzynski habló con una extraña voz, que era un resuello:

—Tú no estás aquí.

—Creía que no podías hablar —replicó Jude.

El padre parpadeó lentamente. No dio ninguna señal de haberle escuchado.

—Te habrás ido cuando me despierte.

El tono de su voz parecía reflejar deseo. Empezó a toser débilmente. Voló saliva, y su pecho pareció vaciarse, hundiéndose, como si con cada dolorosa expectoración estuviera escupiendo las tripas. Se diría que empezaba a desinflarse.

—Te equivocas, viejo —le dijo Jude—. Tú eres mi pesadilla, no al revés.

Martin continuó mirándolo con la misma expresión de asombro estúpido durante unos momentos más, y luego dirigió los ojos al techo otra vez. Jude miró con preocupación a aquel anciano en su catre monacal, con la respiración resonando penosamente en la garganta y el rostro lleno de restos secos de espuma de afeitar.

Los ojos de su padre se fueron cerrando gradualmente. Al poco rato, los de Jude hicieron lo mismo.

Capítulo 43

No tenía claro lo que le había despertado, pero lo cierto es que Jude abrió los ojos, espabilándose en un instante, y encontró a Arlene al pie de la cama. No sabía cuánto tiempo llevaba la enfermera allí. Tenía puesto un chubasquero de color rojo brillante, con la capucha quitada. Las gotitas de agua brillaban sobre el plástico. Su cara vieja y huesuda tenía una expresión inerte, casi de robot, que Jude al principio no reconoció. Necesitó algunos momentos para interpretarla como señal de miedo. Se preguntaba si ella se había ido y vuelto después, o si aún no había salido.

—Estamos sin electricidad —informó.

—¿Sí?

—Salí, y cuando volví, ya no teníamos luz.

—Ya.

—Hay una furgoneta en la entrada. Está allí. De ningún color en especial, un cacharro viejo. No sé quién está sentado dentro. Iba a acercarme para ver si era alguien que tal vez pudiera ir a algún lugar y hacernos el favor de llamar a emergencias..., pero entonces me he asustado. Me ha asustado lo que pudiera encontrar allí, y he vuelto a la casa sin acercarme, sin verle.

—Mejor mantente alejada.

La mujer continuó, como si Jude no hubiera dicho nada:

—Cuando he vuelto adentro, estábamos sin corriente eléctrica, pero de todas maneras seguía escuchándose algún estúpido programa de radio en el teléfono. Un montón de cosas religiosas sobre la necesidad de recorrer el camino de la gloría. La televisión estaba encendida en el salón delantero. Estaba encendida, sencillamente. Sé que no puede ser, porque no hay electricidad, pero de todos modos estaba encendida. Se veía algo en la televisión. En el telediario. Hablaban de ti. Se referían a todos nosotros. Contaban que todos estábamos muertos. Mostraron una imagen de la granja. Se veía cómo cubrían mi cuerpo con una sábana. No me identificaban, pero yo vi mi mano, que sobresalía, y mi brazalete. Era yo, estoy segura. Había policías por todas partes. Y esa cinta amarilla bloqueando la entrada. Y Dennis Woltering contaba, como cosa segura, que tú nos habías matado a todos.

—Es una alucinación, una mentira. Nada de eso va a ocurrir realmente.

—Hasta que no he podido soportarlo más y he apagado la televisión. Pero ha vuelto a encenderse de inmediato, y la he apagado otra vez y he quitado el enchufe de la pared. Eso ha sido suficiente.

—Hizo una pausa y luego siguió—: Tengo que irme, Justin. Pediré la ambulancia en casa de los vecinos. Tengo que irme... Pero me da miedo pasar cerca de esa camioneta. ¿Quién la conduce?

—Nadie a quien quieras conocer. Llévate mi Mustang. Las llaves están dentro.

—No, gracias. Ya he visto lo que hay en el asiento trasero.

—Oh.

—Iré en mi coche.

—Por favor, no hagas nada con respecto a esa furgoneta. Ni te acerques. Conduce sobre el césped y rompe la cerca si es preciso. Haz lo que sea necesario para mantenerte alejada de él. ¿Le has echado un vistazo a Marybeth?

Arlene asintió con la cabeza.

—¿Cómo está?

—Durmiendo. Pobre niña.

—Así es. Pobre niña.

—Adiós, Justin.

—Ten cuidado.

—Llevo mi perro conmigo.

—Muy bien.

Dio medio paso, deslizándose hacia la puerta.

Entonces, antes de salir, Arlene se detuvo y habló de nuevo:

—Tu tío Pete y yo te llevamos a Disneyworld cuando tenías siete años. ¿Lo recuerdas?

—Me temo que no.

—En toda tu vida no te había visto sonreír, ni una vez, hasta que estuviste encima de los elefantes, dando vueltas y vueltas. Aquello me hizo sentirme muy bien. Cuando te vi sonreír, supe que aún tenías una oportunidad de ser feliz. Lamenté mucho que luego te volvieras así. Tan triste. Siempre con ropa negra y diciendo todas esas cosas terribles en tus canciones. Me sentí terriblemente mal por ti. ¿Adonde se fue aquel niño, el pequeño que sonreía dando vueltas sobre un elefante?

—Se murió de hambre. Yo soy su fantasma.

Ella asintió con la cabeza y dio un paso hacia atrás. Levantó la mano, en ademán de despedida, dio media vuelta y desapareció.

Después, Jude prestó atención a los ruidos de la casa, a los débiles crujidos que provocaba aquí y allá el viento, a las salpicaduras de la lluvia que caía sobre el tejado. Una puerta de vaivén, de tela metálica, golpeó con fuerza en alguna parte. Podía haber sido Arlene al partir. Podía haber sido la puerta suelta del gallinero situado junto a la casa.

Aparte de una sensación de calor áspero en el lado herido de su cara, donde Jessica Price le había clavado el trozo de plato, no sentía gran dolor. Su respiración era lenta y regular. Miró la puerta, esperando que Craddock apareciera en cualquier momento. No apartó la mirada de allí hasta que escuchó un golpeteo procedente de su derecha.

Miró. La enorme caja amarilla en forma de corazón seguía en el suelo. Algo produjo dentro de ella un ruido sordo. Luego, la caja se movió, como si la sacudieran desde abajo. Se desplazó unos centímetros hacia delante, por el suelo, y saltó otra vez. Hubo otro golpe en la tapa, propinado desde dentro una vez más, y se levantó una esquina de la cubierta.

Cuatro flacos dedos surgieron del interior de la caja. Se produjo otro ruido sordo, la tapa quedó suelta y luego empezó a elevarse. Del interior del recipiente amarillo salió Craddock. Emergió como si brotase de un agujero en forma de corazón abierto en el suelo.

La tapa quedó sobre su cabeza, a modo de sombrero ridículo. Se la quitó, la dejó a un lado, luego se impulsó para salir de la caja hasta la cintura con un solo movimiento, sorprendentemente atlético para un hombre que no sólo era un anciano, sino que además estaba muerto. Puso una rodilla en el suelo, sacó el resto del cuerpo y se puso de pie. Las rayas de las perneras de sus pantalones negros eran perfectas.

Fuera, en la pocilga, los cerdos empezaron a chillar. Craddock extendió su largo brazo en el interior de la caja sin fondo, buscó hasta encontrar el sombrero de fieltro, y se lo puso. Los garabatos bailaron delante de sus ojos. Entonces el muerto se volvió y sonrió.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Jude.

Capítulo 44

Aquí estamos. Tú y yo. Ambos apartados de nuestro camino.

El fantasma hablaba, pero sus labios se movían sin emitir sonido alguno. Su voz sólo existía en la cabeza de Jude. Los botones de plata de la chaqueta de su traje negro brillaban en la oscuridad.

—Sí —dijo Jude—. La diversión no puede ser eterna, tiene que terminar en algún momento.

—¡Todavía lleno de bríos! Vaya, vaya.

Craddock puso una flaca mano sobre el tobillo de Martin y la pasó, sobre la sábana, a lo largo de la pierna. El moribundo tenía los ojos cerrados, pero su boca seguía abierta, con la mandíbula floja y el aliento todavía saliendo y entrando con silbidos agudos, más mecánicos que humanos.

—Mil quinientos kilómetros después, y sigues cantando la misma canción.

La mano de Craddock se deslizó sobre el pecho de Martin. Era algo que parecía estar haciendo casi sin pensar en ello. No miró ni una sola vez al anciano, que luchaba por conquistar sus últimos suspiros allí en la cama, junto a él.

—Nunca me gustó tu música. Anna solía escucharla con un volumen tan alto que haría que a una persona normal le sangraran los oídos. ¿Sabes que hay un camino que une este lugar y el infierno? Yo mismo lo he recorrido. Muchas veces ya. Y te diré una cosa, en ese camino hay sólo una estación, y lo único que tocan allí es tu música. Supongo que ésa es la manera que tiene el diablo de castigar a los pecadores.

El muerto reía con siniestras carcajadas.

—Deja tranquila a mi amiga —dijo Jude.

—Oh, no. Ella estará sentada entre nosotros mientras marchamos por el camino de la noche. Ya ha llegado demasiado lejos contigo. No podemos dejarla atrás ahora.

—Te digo que Marybeth no tiene nada que ver con esto.

—Pero no tienes nada que decirme, hijo. Soy yo quien te dice las cosas a ti. Vas a asfixiarla hasta que muera, y yo estaré observando. Dilo. Dime cómo va a ocurrir eso.

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