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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

El traje del muerto (39 page)

BOOK: El traje del muerto
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—Tú le vas a cortar el cuello a esa mujer. Y ella será feliz cuando lo hagas. Sólo para terminar con todo. Debiste mantenerte alejado de mis niñas, Jude.

El cantante hizo girar el pomo de la puerta, Marybeth presionó hacia dentro con el hombro y se abalanzaron hacia la oscuridad del recibidor. La joven empujó con el pie la puerta, para cerrarla, en cuanto entraron. Jude echó una última mirada por la ventana que estaba al lado de la puerta... y comprobó que la furgoneta había desaparecido. Sólo se veía el Mustang en el caminillo de entrada. Marybeth se volvió hacia él y le obligó a moverse otra vez.

Empezaron a avanzar por el pasillo, uno junto a otro, sosteniéndose mutuamente. Ella chocó con la cadera contra una mesa de pared, que se tambaleó y cayó estrepitosamente al suelo. Un teléfono que reposaba sobre ella cayó sobre la tarima y el receptor se salió de su lugar.

En un extremo del salón había una puerta que daba a la cocina, cuyas luces estaban encendidas. Era la única fuente de luz que habían visto en toda la casa. Desde fuera, las ventanas se veían oscuras, y una vez que estuvieron dentro, todo fueron sombras en el salón principal. Una oscuridad cavernosa esperaba en la parte de arriba de las escaleras.

Una anciana, que llevaba una blusa de tela estampada con flores de color pastel, apareció en la puerta de la cocina. Tenía alborotado el pelo blanco, y sus gafas aumentaban el color azul de sus ojos asombrados, haciéndolos parecer enormes, cómicamente grandes. Jude reconoció a Arlene Wade de inmediato, aunque no recordaba cuánto tiempo hacía desde la última vez que la vio. Fuera cual fuera el tiempo transcurrido, lo cierto es que ella siempre había sido así: escuálida, vieja, con una constante, por no decir eterna, expresión de sobresalto.

—¿Qué es todo esto? —gritó. La mano derecha voló hacia la cruz que pendía del cuello, enredándose en su cadena. La mujer retrocedió, asustada, mientras ellos llegaban a la puerta, para entrar—. Dios mío —dijo, reconociéndolo al fin—, Justin. En el nombre de María y José, ¿qué te ha ocurrido?

La cocina era amarilla. Linóleo amarillo, encimeras de azulejo amarillas, cortinas de cuadros amarillos y blancos, platos decorados con margaritas que se secaban en el escurreplatos junto al fregadero. Cuando Jude vio todo eso, escuchó mentalmente aquella canción, la que había sido un éxito del grupo Coldplay hacía algunos años, la que decía que todo era amarillo.

Se quedó sorprendido, después de haber visto la casa desde el exterior, al encontrar la cocina tan llena de vivos colores, tan bien cuidada. Nunca había sido así de acogedora cuando él era niño. Lo recordaba muy bien. La cocina era el lugar en que su madre pasaba la mayor parte del tiempo, viendo la televisión y buscándose mil ocupaciones. Allí permanecía, silenciosa, casi en trance, mientras pelaba patatas o lavaba judías. Se diría que su permanente tristeza, su agotamiento emocional, había matado la vida de la estancia, convirtiéndola en un lugar donde era importante hablar en voz baja, si es que se hablaba, un espacio privado y triste por el que uno no podía pasar corriendo. De niño, la cocina era para él una especie de velatorio.

Pero habían transcurrido treinta años desde la muerte de su madre y la cocina era ahora territorio de Arlene Wade. Llevaba en la casa más de un año y muy probablemente pasaba la mayor parte de su tiempo de vigilia en aquella habitación, que ella había revivido con la simple actividad cotidiana. Le había devuelto el calor hogareño por el procedimiento de ser, simplemente, ella misma, una mujer mayor con amigos con los que hablar por teléfono, una señora que horneaba pasteles para los parientes y tenía un hombre moribundo que cuidar. A decir verdad, la cocina era tal vez un poco demasiado acogedora. Jude se sintió mareado ante tanto calor de hogar, ante el aire templado que parecía encerrado allí artificialmente. Marybeth le condujo hacia la mesa de la cocina. Él sintió una garra huesuda hundiéndose en su brazo derecho. Era Arlene, que le sujetaba con mucha energía. Le sorprendió la fuerza rígida de los dedos de la anciana.

—Tienes un calcetín en la mano —le dijo.

—Tiene un dedo amputado —explicó Marybeth.

—¿Qué estáis haciendo aquí, entonces? —preguntó Arlene—. Deberías llevarlo a un hospital.

Jude se dejó caer en una silla. Curiosamente, incluso sentado, quieto, se sentía como si estuviera moviéndose, le parecía que las paredes de la habitación se deslizaban lentamente junto a él, que la silla que ocupaba se proyectaba hacia delante, como el aparato de un parque de atracciones. «El paseo loco del señor Jude», podría llamarse. Marybeth se instaló en una silla junto a él. Las rodillas de ambos se rozaban. La joven tiritaba. Tenía la cara brillante a causa del sudor, y el pelo parecía la cabellera de una loca furiosa, todo revuelto y erizado. Algunos mechones se le habían quedado pegados a las sienes, por el sudor, en ambos lados de la cara y en la parte posterior del cuello.

—¿Dónde están sus perros? —preguntó Marybeth.

Arlene empezó a desatar el calcetín que envolvía la muñeca de Jude, mirando por encima de la nariz, a través de las gruesas lentes de aumento de sus gafas. Puede ser que considerase que aquella pregunta era rara o sorprendente, pero no dio señal alguna de que fuera así. Estaba concentrada en el trabajo que hacían sus manos.

—Mi perro está ahí—dijo al fin, inclinando la cabeza hacia un rincón de la cocina—. Y como puedes ver, es mi gran protector. Es un amigo viejo y feroz. Si lo conocieras, no querrías contrariarlo.

Jude y Marybeth miraron al rincón. Un rottweiler viejo y gordo estaba echado en un almohadón para perros, dentro de una cesta de mimbre. El animal era demasiado grande para ese recinto, y su culo sonrosado y ralo sobresalía por un lado. Levantó la cabeza débilmente, los miró con atención con sus ojos húmedos, inyectados en sangre, para luego bajar otra vez la cabeza y suspirar sin apenas hacer ruido.

—¿Es eso lo que te ha pasado en la mano? —preguntó Arlene—. ¿Te ha mordido un perro, Justin?

—¿Qué ha sido de los pastores alemanes de mi padre? —preguntó Jude, en lugar de responder.

—Hace ya tiempo que dejó de estar en condiciones de cuidar ningún perro. Envié a Clinton y a Rather a vivir con la familia Jeffery. —En ese momento sacó por fin el calcetín y respiró hondo cuando vio la venda que había debajo. Estaba empapada, saturada de sangre—. ¿Estás participando en alguna estúpida carrera con tu padre para ver quién se muere primero? —La vieja enfermera puso la mano del herido sobre la mesa, sin quitar las vendas, para verla mejor. Luego echó una mirada a la mano izquierda, igualmente vendada, de Jude—. ¿Te falta algún trozo en ésa también?

—No. A ésa sólo le he hecho una gran raja.

—Llamaré a una ambulancia —decidió Arlene. Había vivido en el sur toda su vida y pronunció la palabra «ambulancia» alargando las vocales.

Cogió el teléfono que estaba en la pared de la cocina. Sonó un ruido áspero y repetitivo en el auricular. La vieja apartó la oreja rápidamente y colgó.

—El teléfono del salón se ha quedado descolgado cuando has tirado el aparato —dijo, y se fue a la parte delantera de la casa.

Marybeth observó la mano de su compañero. Él la levantó con esfuerzo, descubrió que había dejado su silueta roja y húmeda sobre la mesa... y volvió a bajarla con claros signos de debilidad.

—No debíamos haber venido aquí —dijo la joven.

—No tenemos otro lugar adonde ir.

Marybeth giró la cabeza, y miró al gordo perro de Arlene.

—Dime que ese bicho va a ayudarnos.

—Está bien. Te lo digo: Va a ayudarnos.

—¿Lo dices en serio?

—No. —Marybeth le dirigió una mirada inquisitiva—. Lo siento —dijo Jude—. Tal vez no he sido del todo claro con el asunto de los perros. No sirve cualquier perro. Tienen que ser míos, de mi propiedad. Ocurre como con las brujas, que cada bruja tiene un gato negro.
Bon
y
Angus
eran eso para mí, mis talismanes. No pueden ser reemplazados.

—¿Cuándo descubriste eso?

—Hace cuatro días.

—¿Por qué no me lo dijiste?

—Esperaba desangrarme hasta morir antes de que
Angus
muriera junto a nosotros. Entonces tú estarías bien. El fantasma tendría que dejarte tranquila. Su problema con nosotros estaría liquidado. Si mi cabeza, hubiera estado más clara, no me habría vendado tan bien.

—¿Crees que todo se arreglará si te dejas morir? ¿Crees que está bien darle lo que quiere? Maldito seas. ¿Crees que he llegado hasta aquí para ver cómo te mueres? Maldito seas.

Arlene entró por la puerta de la cocina, frunciendo el ceño, con las cejas unidas en una expresión de fastidio, o de estar pensando profundamente, o de ambas cosas a la vez.

—Algo anda mal en ese teléfono. No da tono para marcar. Todo lo que consigo cuando levanto el auricular es oír alguna emisora de radio local de onda media. Algún programa agrícola. Un tío que habla sobre cómo descuartizar animales. Tal vez el viento haya derribado algún poste y se han estropeado las líneas.

—Tengo un teléfono móvil... —comenzó a decir Marybeth.

—Yo también —replicó Arlene—. Pero no hay cobertura por esta zona. Que Justin se acueste y yo veré lo que puedo hacer por su mano ahora mismo. Luego iré en coche a casa de los McGee, para llamar desde allí.

Sin ninguna advertencia, estiró el brazo y cogió la muñeca de Marybeth, levantándole la mano vendada durante unos instantes. El vendaje estaba rígido y marrón, con manchas de sangre seca.

—¿Qué diablos habéis estado haciendo vosotros dos? —preguntó.

—Es mi pulgar —explicó Marybeth.

—¿Has intentado cambiártelo por un dedo suyo? ¿Algún diabólico jueguecito rockero?

—Sólo tengo una infección.

Arlene dejó la mano vendada y miró la otra, que estaba descubierta, muy blanca y con la piel arrugada.

—Nunca he visto una infección semejante. Tienes las dos manos infectadas... ¿Algún otro lugar del cuerpo afectado?

—No.

Puso una mano en la frente de Marybeth.

—Estás ardiendo. ¡Dios mío, qué dos! Puedes descansar en mi habitación, querida. Pondré a Justin con su padre. Coloqué una cama adicional en su cuarto hace dos semanas, para así poder dormitar allí y vigilarlo más de cerca. Vamos, niño grande. Tendrás que caminar un poco más. Levántate.

—Si quieres que me mueva, será mejor que traigas la carretilla y me lleves en ella —dijo Jude.

—Tengo morfina en la habitación de tu padre.

—Bien. Eso es otra cosa —dijo Jude, y puso la mano izquierda sobre la mesa, esforzándose por ponerse de pie.

Marybeth se puso de pie de un salto y le cogió por el codo.

—Tú te quedas donde estás —ordenó Arlene. Hizo un gesto con la cabeza en dirección a su rottweiler y la puerta abierta más allá de él, que daba a lo que alguna vez había sido un cuarto de costura, pero que se había convertido en un pequeño dormitorio—. Ve y descansa allí. Yo puedo hacerme cargo de esto.

—Está bien —dijo Jude a Marybeth—. No te preocupes, Arlene me sostiene.

—¿Qué vamos a hacer con Craddock? —preguntó Marybeth.

Estaba de pie, apoyada en él. Jude se inclinó hacia delante, acercó la cara al pelo de la chica y la besó en la parte superior de la cabeza.

—No sé —respondió el hombre—. Demonios. Ojalá no estuvieras metida en este lío conmigo. ¿Por qué no te fuiste? ¿Por qué no te alejaste de mí cuando todavía podías hacerlo? ¿Por qué tenías que ser tan terca e insistente con todo?

—Llevo a tu lado nueve meses —dijo. Se puso de puntillas y colocó los brazos alrededor del cuello de Jude, buscándole la boca con la suya—. Supongo que algo se me ha pegado.

Y entonces, por un momento, se mecieron dulcemente, casi bailando, uno en brazos del otro.

Capítulo 42

Cuando Jude se apartó de Marybeth, Arlene le ayudó a darse la vuelta y le obligó a caminar. Creía que la anciana le llevaría de regreso al vestíbulo, para así poder subir al dormitorio principal, en el piso de arriba, donde suponía que estaba su padre. Sin embargo, para su sorpresa, siguieron hacia delante, a lo largo de toda la cocina, en dirección al pasillo trasero, el que conducía al viejo dormitorio de Jude.

Por supuesto, su padre estaba allí, en la planta baja. El cantante recordaba vagamente que Arlene le había dicho, en alguna de sus pocas conversaciones telefónicas, que iba a trasladar a Martin abajo, al antiguo dormitorio de Jude, porque le resultaba más fácil que subir y bajar las escaleras mil veces al día para atenderlo.

Se volvió para dedicar una última mirada a Marybeth. Ella le contemplaba desde la puerta del dormitorio de Arlene, con sus ojos febriles y exhaustos..., y así continuó hasta que Jude y Arlene se alejaron, dejándola sola. A él no le gustaba la idea de estar tan lejos de Marybeth en el oscuro y deteriorado laberinto que era la casa de su padre. No parecía muy descabellado pensar en la posibilidad de que nunca pudieran volver a encontrarse.

El pasillo que llevaba a su habitación era angosto y tortuoso y tenía las paredes visiblemente torcidas. Pasaron junto una puerta cubierta con tela metálica, clausurada con clavos en el marco. La rejilla estaba oxidada y deformada hacia fuera. Daba a un embarrado corral, una pocilga habitada en ese momento por tres cerdos de tamaño mediano. Los animales miraron a Jude y a Arlene mientras pasaban, con gesto benevolente y sabio en sus caras de nariz aplastada.

—¿Todavía tenemos cerdos? —preguntó Jude—. ¿Quién se ocupa de ellos?

—¿Quién se te ocurre que puede hacerlo?

—¿Por qué no los has vendido?

La veterana enfermera se encogió de hombros.

—Tu padre ha cuidado cerdos toda su vida. Así puede escucharlos desde donde está acostado. Supongo que pensé que eso le ayudaría a mantenerse en contacto con la realidad. A seguir siendo mínimamente quien era. —Levantó la vista hacia el rostro de Jude—. ¿Crees que soy tonta?

—No —respondió Jude.

Arlene empujó hacia dentro la puerta del viejo dormitorio de Jude y penetraron en un ambiente de calor sofocante, con un olor tan fuerte a mentol que los ojos de Jude lagrimearon inmediatamente.

—Espera —dijo Arlene—. Primero voy a sacar mi costura.

Le dejó apoyado contra la puerta y fue rápidamente hacia la pequeña cama pegada a la pared, a la izquierda. Jude miró al otro lado de la habitación, a un catre idéntico. Su padre estaba en él.

Los ojos de Martin Cowzynski no eran más que unas hendiduras angostas que sólo dejaban ver una parte estrecha y vidriosa del globo ocular. Tenía la boca abierta, como congelada en un amago de bostezo. Sus manos eran garras demacradas, encogidas contra el pecho, con las uñas torcidas, amarillas, afiladas. Siempre había sido flaco y fibroso. Pero Jude calculó que había perdido tal vez un tercio de su masa corporal, y apenas quedaban unos cincuenta kilos de él. Las mejillas del enfermo eran cuevas hundidas. Daba la impresión de estar ya muerto, aunque el aliento todavía brotaba tenuemente de su boca. Había hilos de espuma blanca en la barbilla. Arlene lo había estado afeitando. El tazón de la espuma reposaba en la mesilla de noche, con una brocha de mango de madera apoyada en él.

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