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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (54 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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De modo que no aflojó.
Si por lo menos me hubiera dado tiempo a coger la pistola narcotizante que llevaba en la bolsa…

Vio el Volvo en el mismo lugar en que lo había dejado. Un pequeño alivio, pero no sabía si habría sido manipulado. En ese caso, sería la última burla. Pero no podía abandonar ahora. Le faltaban pocos metros para llegar cuando uno de los lobos decidió intentar un asalto. Le asestó una patada y, a pesar de no acertarle de lleno, lo persuadió para que se mantuviera a distancia.

El coche no era sólo un espejismo. Era real.

Empezó a pensar que, si lo conseguía, iban a cambiar muchas cosas. De repente se dio cuenta de lo mucho que le importaba su propia vida. No le daba miedo la muerte, sino más bien la idea de morir en ese lugar, y de un modo que ni siquiera podía imaginar.

No, así no, te lo ruego.

Cuando alcanzó el vehículo, no podía creérselo. Abrió la puerta y vio que los lobos se detenían. Habían comprendido que no iban a conseguirlo y se disponían a retirarse al abrigo de las tinieblas. Buscó febrilmente las llaves que había dejado en el salpicadero. Cuando las encontró tuvo miedo de que el coche no arrancara. Pero se puso en marcha. Se rió, incrédulo. Giró rápidamente para invertir el sentido de la marcha. Todo funcionaba a la perfección. La adrenalina todavía estaba a flor de piel, pero comenzaba a notar los signos del cansancio. El ácido láctico fermentaba y le dolían las articulaciones. Tal vez estaba empezando a relajarse.

Una última mirada por el retrovisor: vio sus ojos todavía asustados y la ciudad fantasma alejándose. Y la sombra de un hombre que emergía del asiento de atrás.

Antes de que el cazador pudiera completar un pensamiento, una dolorosa oscuridad se cernió sobre él.

Lo despertó el ruido del agua. Pequeñas gotas que manaban de la roca. Podía imaginar el lugar sin necesidad de abrir los ojos. No quería mirar. Pero al final lo hizo.

Estaba tendido sobre una mesa de madera. La luz era débil y provenía de tres bombillas colgadas del techo. Los hilos incandescentes temblaban con las variaciones de tensión. Podía oír el zumbido del grupo electrógeno que las mantenía con vida.

No podía moverse, lo tenía atado. Pero de todos modos tampoco lo habría intentado. Estaba bien así.

¿Se encontraba en una caverna? No, en un sótano. Vaharadas de moho impregnaban la estancia. Pero había algo más. Era un olor metálico, de soldadura. Cinc. Y los miasmas inconfundibles de la muerte.

Volvió con esfuerzo la cabeza y lo vio mejor. Estaba en una cripta. Las paredes eran un mosaico ordenado. Había algo bonito y, al mismo tiempo, maldito en aquella visión.

Eran huesos.

Amontonados o encajados los unos en los otros. Fémures, cúbitos, omoplatos. Fundidos con el cinc que revestía los ataúdes y protegía el lugar de la contaminación.

No podría haber utilizado otra cosa para construir su nido. Había sido astuto. En el lugar en que cualquier objeto llevaba consigo el contagio de las radiaciones, lo único que no estaba envenenado eran los muertos. Debía de haberlos desenterrado del cementerio y usado para construirse un refugio.

Reconoció tres calaveras oscurecidas por el tiempo que lo observaban veladas por las sombras. Dos adultos y un niño. «El verdadero Dima y sus padres», pensó.

Lo oyó acercarse. No hacía falta que se volviera. Lo sabía.

Notó su respiración calmada, rítmica. Él le pasó una mano por la frente para apartarle el pelo pegajoso de sudor. Una caricia. A continuación, dio la vuelta en torno a él hasta encontrar su mirada. Llevaba un chándal militar y un andrajoso jersey rojo de cuello alto. Tenía el rostro cubierto por un pasamontañas por el que sólo asomaban unos ojos inexpresivos y mechones de barba descuidada.

En aquella porción de cara no se traslucía ninguna emoción. Sólo parecía curioso. Inclinó la cabeza como hacen los niños cuando quieren entender algo. Había un interrogante en su mirada. Al observarlo, se dio cuenta de que no tenía escapatoria.

Él no conocía la piedad. No porque fuera malvado, sino porque nadie se había preocupado de enseñársela.

Apretaba entre las manos el conejito de trapo. Le acariciaba la cabecita, despreocupado. Después se alejó. Lo siguió con la mirada. En un rincón había un jergón con mantas y andrajos. Puso el conejo en él, se sentó con las piernas cruzadas y siguió mirándolo.

Le hubiera gustado preguntarle muchas cosas. Podía imaginar su destino: no saldría vivo de allí. Pero lo que más lo amargaba era no llegar a saber las respuestas. Había invertido tanta energía en la caza que se las merecía. Era una especie de medalla al honor.

¿Cómo se producía la metamorfosis? ¿Por qué el transformista necesitaba dejar unas gotas de su sangre —una especie de firma— cada vez que robaba la identidad de alguien?

—Por favor, háblame.

—Por favor, háblame —repitió.

—Di algo.

—Di algo.

El cazador se puso a reír. Él también se rió.

—No juegues conmigo.

—No juegues conmigo.

Y entonces lo comprendió. No estaba jugando.
Se estaba entrenando.

Lo vio levantarse y, al mismo tiempo, sacar algo del bolsillo del chándal. Un objeto largo y brillante. Al principio no interpretó de qué se trataba. Mientras se acercaba notó la lama afilada.

Apoyó el bisturí en su mejilla, trazando lentamente las líneas que después recorrería más a fondo. Un peligroso cosquilleo sobre su piel. Placentero y escalofriante.

«Existe sólo el infierno —pensó—. Y está aquí.»

El transformista no quería simplemente matarlo: pronto la presa iba a convertirse en cazador.

Pero antes de que esto tuviera lugar, ocurrió algo. Una respuesta. Se quitó el pasamontañas y, por primera vez, le vio bien la cara. Nunca habían estado tan cerca. En el fondo, podía decir que lo había conseguido. El cazador había logrado su objetivo.

Pero había algo en el rostro del transformista, algo de lo que ni siquiera parecía darse cuenta.

Al final comprendió el origen de lo que creía que era una firma.

Era el síntoma de su fragilidad. El cazador comprendió que enfrente no tenía a un monstruo, sino a un ser humano. Y como todos los seres humanos, el transformista también tenía una señal distintiva, algo que lo hacía único a pesar de ser especialista en esconderse en múltiples identidades.

El cazador pronto estaría muerto, pero en ese momento se sintió aliviado.

Su enemigo todavía podía ser detenido.

Ahora

La lluvia cae sobre Roma como un funeral nocturno. No se puede saber si está oscuro o si es de día.

Sandra cruza la fachada anónima detrás de la cual se esconde, insospechadamente, la única iglesia gótica de Roma. Con sus mármoles suntuosos, sus techos esbeltos, sus magníficos frescos: Santa María sopra Minerva la acoge, desierta.

El ruido de sus pasos se pierde en el eco de la nave de la derecha. Avanza hacia el último altar. El más pequeño, el más desangelado.

San Raimundo de Peñafort la está esperando. Sólo que, en las ocasiones anteriores, ella no lo sabía. Es como si ahora expusiera su caso al
Cristo juez entre dos ángeles.

El Tribunal de las Almas.

El fresco sigue rodeado de velas votivas dejadas por los fieles y que chorrean cera en el suelo. A diferencia de las otras capillas de la iglesia, sólo en ésta, la más miserable, existe tal aglomeración de cirios. Diligentes llamas que a cada soplo de aire inclinan la cabeza al unísono y vuelven a erguirse.

«Quién sabe por qué pecados están encendidas», se había preguntado Sandra las otras veces que había estado allí. Ahora tiene la respuesta. Por los pecados de todos.

Coge la última fotografía de la Leica del bolso, la mira. En la oscuridad representada en aquella instantánea negra se esconde una prueba de fe. El último indicio de David, el más misterioso y a la vez el más elocuente.

No tiene que buscar el veredicto fuera, sino dentro de sí misma.

Durante los últimos cinco meses se ha preguntado dónde está David ahora y cuál es el significado de su fin. Ante la duda, se ha sentido perdida. Es fotógrafa forense, busca la muerte en los detalles, convencida de que sólo de ese modo puede explicarse todo.

«Yo veo las cosas a través de mi cámara fotográfica. Me confío a los detalles para que me desvelen cómo han ocurrido los hechos. Pero para los penitenciarios existe algo que va más allá de lo que tenemos delante. Algo igualmente real, pero que una cámara de fotos no puede percibir. Por eso debo aprender que a veces hay que entregarse al misterio y aceptar que no se nos ha concedido el don de entenderlo absolutamente todo.»

Ante las grandes preguntas sobre la existencia, el hombre de ciencia se atormenta; el de fe, se reafirma. Y, en ese momento, en aquella iglesia, Sandra siente que ha llegado a una línea fronteriza. No por casualidad le vuelven a la cabeza las palabras del penitenciario: «Hay un lugar en el cual el mundo de la luz se encuentra con el de las tinieblas. Es allí donde sucede todo: en la tierra de las sombras, donde todo está enrarecido y resulta confuso, incierto.»

Marcus lo dijo claramente. Pero Sandra no lo había entendido hasta ahora. No son las tinieblas el verdadero peligro, sino la condición intermedia, donde la luz se vuelve engañosa. Donde lo bueno y lo malo se confunden y no se pueden diferenciar.

El mal no se esconde en la oscuridad.
Está en las sombras.

Es allí donde consigue falsearlo todo. «No existen monstruos —se recuerda a sí misma—, sino personas normales que cometen crímenes horrendos. Por eso el secreto es no tener miedo de la oscuridad —piensa Sandra—. Porque en el fondo de ella están todas las respuestas.»

Sujetando la foto oscura entre las manos, se inclina sobre las velas votivas. Empieza a soplarlas y las apaga. Son decenas y tarda un rato. A medida que lo hace, la oscuridad avanza como una marea. A su alrededor, todo se desvanece.

Cuando termina, da un paso hacia atrás. Ya no ve nada. Tiene miedo, pero se repite que sólo debe esperar y, al final, sabrá. Como cuando de pequeña, en la cama antes de dormirse, la oscuridad le parecía amenazadora, pero en cuanto los ojos se acostumbraban, todo reaparecía mágicamente —el dormitorio con los juguetes, las muñecas— y podía dormir tranquila. Lentamente, la mirada de Sandra se adapta a la nueva situación. El recuerdo de la luz se desvanece y, de repente, se da cuenta de que puede volver a ver.

Empiezan a emerger figuras a su alrededor. En el retablo del altar, san Raimundo de Peñafort surge resplandeciente. Así como el Cristo juez y los dos ángeles se visten de una luminosidad distinta, brillante. Sobre la pintura tosca de las paredes, ennegrecidas por el hollín, empiezan a delinearse formas. Son frescos. Representan escenas de devoción y penitencia, pero también de perdón.

El milagro se desarrolla delante de sus ojos y Sandra no puede creérselo. La más pobre de las capillas, carente de mármoles y frisos, se convierte en magnífica.

Una luz nueva aflora de las paredes desnudas, formando incrustaciones turquesas que irradian su luz hasta la bóveda. Centelleantes filamentos trepan por las columnas, que parecían desnudas. El efecto total es un fulgor azul, parecido a la tranquila profundidad de un océano. Sigue estando oscuro, pero es una oscuridad resplandeciente.

Sandra sonríe. Pintura fosforescente.

Aunque existe una explicación lógica, el paso que ha dado en su interior para descubrirla no tenía nada de racional. Ha sido puro abandono, aceptación de su propia limitación, una agradable rendición a lo insondable, a lo incomprensible. La fe.

Ése era el último regalo de David. Su mensaje de amor para ella. «Acepta mi muerte sin preguntarte por qué nos ha tocado precisamente a nosotros este destino. Sólo así todavía podrás ser feliz.»

Sandra mira hacia arriba y le da las gracias.

—No hay ningún archivo aquí. El único secreto es toda esta belleza.

Los pasos se acercan a sus espaldas. Sandra se da la vuelta, Marcus se le aparece.

—El descubrimiento del fenómeno de la fosforescencia se remonta al siglo XVII y se debe a un zapatero de Bolonia que recogió unos guijarros, los coció con carbón y observó que después de exponerlos a la luz del día, continuaban emitiendo luz en la oscuridad durante horas —señala a su alrededor—. Lo que ves se llevó a cabo unas décadas más tarde, de la mano de un artista que quedó en el anonimato y que utilizó la sustancia del zapatero para pintar la capilla. Piensa en el estupor de la gente de la época, que nunca había visto nada parecido. Hoy ya no nos sorprende como entonces, porque conocemos las razones del fenómeno. En cualquier caso, cada uno puede elegir si está viendo una más de las singularidades de Roma, o bien algún tipo de prodigio.

—Me gustaría conseguir ver el prodigio, me gustaría de veras —admitió Sandra con un poco de tristeza—. Pero se me impone la razón. La misma que me dice que Dios no existe y que David no está en un paraíso donde la vida continúa y siempre será feliz. Pero cómo me gustaría equivocarme.

Marcus no se alteró.

—Lo entiendo. La primera vez que alguien me trajo aquí me dijo que podía encontrar la respuesta a la pregunta que me había hecho cuando, después de la amnesia, me dijeron que era sacerdote —se toca la cicatriz de la sien—. Me pregunté: «Si es cierto que soy cura, ¿dónde está mi fe?»

—¿Y cuál fue la respuesta?

—Que no es simplemente un don. Sino que siempre tienes que buscarla —baja la mirada—. Yo la busco en el mal.

—Qué extraño destino nos une. Tú tienes que vértelas con el vacío de la memoria, yo con demasiados recuerdos de David. Yo estoy obligada a recordar, y tú, condenado a olvidar —hace una pausa, lo mira—. Y ahora, ¿continuarás?

—Todavía no lo sé. Pero si lo que me preguntas es si tengo miedo de que un día llegue a corromperme, sólo puedo decirte que sí. Al principio pensaba que era una maldición poder mirar el mundo con los ojos del mal. Pero después de encontrar a Lara le he dado un sentido a mi talento. A pesar de que no recuerdo quién era en el pasado, gracias a lo que hago por fin sé quién soy.

Sandra mueve la cabeza afirmativamente, pero se siente en deuda con él.

—Tengo que revelarte algo —hizo una larga pausa, escogiendo las palabras—. Hay un hombre que está buscándote. Creo que quiere encontrar el archivo, pero después de lo que he visto aquí, he comprendido que su objetivo es otro.

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