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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga

El Tribunal de las Almas (47 page)

BOOK: El Tribunal de las Almas
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Marcus se acercó a la silla y vio que sobre ella había un sobre cerrado. Lo cogió y lo abrió. Dentro estaban los planos originales del apartamento de Lara, con la ubicación de la trampilla oculta en el baño. Había una lista de los movimientos y horarios de la chica. Apuntes en los que se indicaba el plan para esconder el narcótico en el azúcar. Al final, una foto de la estudiante sonriendo. En su cara había un interrogante pintado en rojo. «Estás jugando conmigo», se dijo Marcus dirigiéndose al penitenciario. En el sobre estaban las pruebas de que Jeremiah realmente había secuestrado a la chica.

Pero no había rastro de Lara. Así como tampoco del misterioso compañero que lo había conducido hasta allí.

Marcus bullía de rabia. El penitenciario no había cumplido su palabra. Lo maldijo, se maldijo a sí mismo. La burla era insoportable. No quería permanecer en aquel lugar. Se dio la vuelta para salir, pero la linterna le resbaló de las manos y, mientras caía, iluminó algo detrás de él.

En la esquina, a su espalda, había alguien.

Estaba observando la escena. Y no se movía. En el haz de luz se podía adivinar sólo el perfil de un brazo. Iba vestido de negro. Marcus se agachó para recoger la linterna y, lentamente, la levantó hacia el desconocido.

No era una persona, sino sólo un traje de cura colgado de una percha.

De repente, empezó a verlo todo con claridad. Era así como Jeremiah Smith se acercaba a sus víctimas. Las chicas no lo temían porque veían al hombre de Iglesia, no al monstruo.

Uno de los bolsillos de la sotana estaba abultado. Marcus se acercó e introdujo la mano. Extrajo una ampolla de un fármaco y una jeringa hipodérmica:
succinilcolina.

No se había equivocado. Sin embargo, los objetos del bolsillo narraban una historia distinta.

Jeremiah lo hizo todo él solo.

Sabía que aquella noche la hermana de una de sus víctimas era la doctora de guardia asignada a las ambulancias en caso de código rojo. Así que llamó al número de urgencias describiendo los síntomas de un ataque al corazón. Esperó hasta su llegada para inyectarse la sustancia venenosa. Incluso podía haber tirado la jeringuilla en un rincón de la habitación o debajo de un mueble: el personal de la ambulancia, con el nerviosismo, no se daría cuenta, y la Policía Científica la habría confundido con el material dejado por la doctora o el enfermero al terminar su intervención.

No se disfrazaba de cura. Él es cura.

El inicio de su plan debía de remontarse aproximadamente a una semana antes, cuando envió las notas anónimas a todos los implicados en el asesinato de Valeria Altieri. Después procedió a enviar el mail que había puesto al corriente a Pietro Zini sobre el caso Figaro. A continuación, llamó a Camilla Rocca para anticiparle que Astor Goyash iba a estar en el hotel Exedra unos días más tarde.

Él es el penitenciario.

«Durante todo este tiempo lo hemos tenido delante de los ojos sin saber quién era realmente.» Como el cirujano Alberto Canestrari, Jeremiah había simulado una muerte natural con la succinilcolina. Ningún examen toxicológico la habría identificado. Era suficiente una dosis de un miligramo para bloquear los músculos de la respiración. En pocos minutos moriría ahogado, tal como le había ocurrido a Canestrari. El fármaco provocaba la inmediata parálisis del cuerpo, sin dar lugar a ningún arrepentimiento.

Pero Canestrari no previó que una ambulancia lo socorrería
. Él, en cambio, sí.

¿Qué ve la policía? Un asesino en serie que ya no representa ningún peligro. ¿Qué ven los doctores? Un paciente en coma. ¿Qué veía Marcus?
Anomalías.

Antes o después, el efecto de la succinilcolina cesaría. De un momento a otro, Jeremiah Smith iba a despertarse.

23.59 h

Hacia adelante. Pausa. Vuelta atrás. Un vez más. Hacia adelante, pausa, vuelta atrás.

En la sala de espera azul de cuidados intensivos sólo se oía aquel sonido obsesivo y continuo. Marcus miró a su alrededor. Estaba desierta. Avanzó con cautela hacia la fuente del ruido.

La puerta corredera de seguridad que conducía a la unidad hacía su recorrido se paraba de golpe y volvía hacia atrás. Repitiendo diligentemente el mismo movimiento sin poder completarlo. Algo bloqueaba el mecanismo de cierre. Marcus se acercó para ver qué era. Era un pie.

El agente de policía de guardia estaba tendido en el suelo, boca abajo. Observó el cuerpo —las manos, el uniforme azul, los zapatos de suela de goma— y se dio cuenta de que le faltaba algo. La cabeza. Ya no tenía cabeza. El cráneo había estallado a causa de un disparo ejecutado de cerca.

«Es sólo el primero», se dijo.

Se agachó sobre él y vio que la funda que llevaba en el cinturón estaba vacía. Le impartió una rápida bendición y se levantó. Caminaba sobre el linóleo regulando sus pasos y mirando a derecha e izquierda hacia las salas de reanimación que se asomaban al pasillo. Los pacientes dormían boca arriba, en un sueño imperturbable y desinteresado. Las máquinas respiraban por ellos. Todo parecía inmutable.

Marcus atravesaba aquella calma irreal. «El infierno debe de ser así», pensó. Un lugar inestable, donde la vida ya no es vida pero tampoco muerte. Sólo la esperanza lo mantenía en equilibrio. Parecía el truco de un prestidigitador. La esencia de la ilusión era la pregunta que te planteabas al mirar a esos individuos. ¿Dónde estaban? ¿Por qué estaban allí y, al mismo tiempo, no estaban?

Al llegar junto al despacho del personal, vio que tres de ellos no habían tenido la misma suerte que los pacientes a los que cuidaban. O tal vez sí, dependía del punto de vista.

La primera enfermera había caído de espaldas sobre el panel de control. Los monitores estaban salpicados de su sangre y la mujer presentaba una profunda herida en la garganta. La segunda yacía en el suelo, junto a la puerta. Había intentado escapar, sin éxito: un proyectil la había alcanzado en el pecho, haciéndola caer hacia atrás. En el fondo de la pequeña sala, un hombre con bata blanca estaba desplomado en la silla, con los brazos colgando, la cabeza hacia atrás y los ojos mirando hacia un punto indeterminado del techo.

La sala que albergaba a Jeremiah Smith era la última del fondo. Se dirigió hacia allí, seguro de encontrar la cama vacía.

—Sigue avanzando —la voz que lo había llamado era ronca y profunda, como la de alguien que ha estado intubado durante tres días—. Eres un penitenciario, ¿verdad?

Durante unos instantes, Marcus fue incapaz de moverse. Luego avanzó lentamente hasta la puerta abierta que lo esperaba. Al pasar por el cristal divisorio, vio que habían corrido las cortinas. Aun así, vislumbró una sombra en el centro de la habitación. Entonces se apostó junto a la puerta, al amparo de la pared.

—Entra. No tengas miedo.

—Vas armado —le dijo Marcus como respuesta—. Lo sé, he controlado al policía.

Silencio. Después vio que algo resbalaba a sus pies a través del quicio de la puerta. Era una pistola.

—Compruébalo: está cargada.

Desorientado, Marcus no sabía cómo comportarse. ¿Por qué se la había entregado? No parecía ser una rendición. «Éste es su juego —recordó—, Y yo no tengo elección, debo jugar.»

—¿Significa que estás desarmado?

El disparo del arma de fuego fue ensordecedor. La respuesta, elocuente. Él también estaba armado.

—¿Quién me dice que no me dispararás en cuanto ponga un pie en la puerta?

—Es el único modo si quieres salvarla.

—Dime dónde está Lara.

Soltó una carcajada.

—La verdad es que no me refería a ella.

Marcus se quedó helado. ¿Quién estaba con él? Decidió asomar un instante la cabeza para comprobarlo. Y luego permaneció allí.

Jeremiah Smith estaba sentado en la cama, llevaba una bata de hospital demasiado corta. Tenía despeinado y levantado sobre la cabeza el poco pelo que le quedaba. Reflejaba el aspecto grotesco de alguien que acaba de despertarse. Con una mano se rascaba el muslo, mientras que con la otra encañonaba con pistola la nuca de la mujer que estaba arrodillada frente a él.

La mujer policía estaba allí.

Una vez aclarada la procedencia de la segunda arma, Marcus entró.

Sandra llevaba en las muñecas las esposas que Jeremiah le había cogido al agente que estaba de guardia, después de dispararle. Se había quedado dormida como una estúpida. La despertaron tres detonaciones en una rápida secuencia. Abrió los ojos al reconocer los disparos. Buscó en seguida la pistola en la funda, pero no estaba.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que la cama estaba vacía.

Al cuarto disparo se le apareció toda la escena delante de los ojos, como si estuviera fotografiándola con su réflex. Jeremiah se levanta, le roba la pistola. Pasa por delante del despacho y mata a las enfermeras y al médico del turno de noche. El policía de la entrada oye los disparos. En el tiempo que tarda en accionar la cerradura de seguridad, Jeremiah ya está delante de la puerta. En cuanto se abre, le dispara a quemarropa.

Echó a correr para alcanzarlo, pensando que conseguiría detenerlo a pesar de ir desarmada. Si bien no tenía ningún sentido, en cierto modo se sentía responsable por haberse abandonado al cansancio y no haber permanecido despierta. Pero tal vez había algo más.

«¿Por qué me ha dejado con vida?»

Salió al pasillo y no lo vio. Se precipitó a la salida, pero al pasar por delante de la sala de los fármacos lo vislumbró. Estaba allí y la observaba con una sonrisa desagradable. Se quedó consternada. Entonces él la apuntó con la pistola y le lanzó las esposas.

—Póntelas, dentro de un rato nos divertiremos.

Hizo lo que le decía y empezó la espera.

Ahora, desde el suelo de la habitación, Sandra miraba al cura de la cicatriz en la sien para comunicarle que estaba bien y que no debía preocuparse. Él asintió para hacerle entender que había captado el mensaje.

Jeremiah soltó otra carcajada.

—Y bien, ¿estás contento de verme? He estado deseando conocer a otro penitenciario durante mucho tiempo. Siempre pensé que estaba solo. Estoy seguro de que a ti te ha ocurrido lo mismo. ¿Cómo te llamas?

Pero Marcus no tenía ganas de hacer concesiones.

—Adelante —insistió Jeremiah—, tú sabes mi nombre. Es justo que yo conozca el de la persona que ha sido tan hábil como para desenmascararme.

—Marcus —dijo, y en seguida se arrepintió—. Suelta a la mujer.

Jeremiah se puso serio.

—Lo lamento, Marcus, amigo mío. Ella forma parte del plan.

—¿Qué plan?

—La verdad es que ha sido una agradable sorpresa recibir su visita. Había previsto tomar como rehén a una de las enfermeras, pero visto que ella estaba aquí… ¿Cómo lo llamamos nosotros? —Se llevó el índice al labio, fingiendo no acordarse—. Ah, sí: anomalías.

Marcus no le siguió la corriente y permaneció en silencio.

—La presencia de esta jovencita es la confirmación de que la teoría es correcta.

—¿Qué teoría?

—«El mal generado genera otros males.» ¿Nadie te ha hablado de ello? —Hizo una mueca de desaprobación—. ¿Lo ves? Yo ya no esperaba encontrármela. Pero hace tiempo conocí a su marido.

Sandra levantó los ojos hacia él.

Jeremiah prosiguió:

—David Leoni era un excelente reportero, no se puede decir otra cosa. Descubrió la historia de los penitenciarios. Lo seguí a distancia y aprendí mucho de él. Fue… instructivo llegar a conocer todos esos detalles de su vida privada —después, mirando a la policía añadió—: Mientras tu marido estaba en Roma, fui a Milán para conocerte: entré en vuestra casa, hurgué en vuestras cosas, y no te diste cuenta de nada.

Sandra se acordó de la cancioncita de la grabadora de David con la voz de su asesino.
Cheek to Cheek.
Se había preguntado cómo era posible que ese monstruo conociera una información tan íntima.

Intuyendo lo que estaba pensando, Jeremiah le confesó:

—Sí, querida. Fui yo quien citó a tu marido en aquellas obras abandonadas. Aquel estúpido tomó precauciones pero, aunque no quisiera reconocerlo, se fiaba de mí porque creía que los curas, en el fondo, son todos buenos. Me parece que cambió de idea poco antes de estrellarse contra el suelo.

Sandra sospechaba de Shalber: la verdad la perturbó. Al escuchar cómo liquidaba la muerte de David con aquella inapropiada ironía, sintió que le bullía la sangre. Poco antes, había confiado su más íntimo secreto al asesino de su marido. Él no estaba en coma y había oído la historia del aborto y sus remordimientos de conciencia. Y ahora poseía otra parte de ella y de David, tras haberle quitado todo lo demás.

—Descubrió el archivo de la Penitenciaría. Tú lo comprendes, Marcus, no podía dejarlo con vida —se justificó Jeremiah.

Ahora Sandra sabía cuál había sido el móvil, y si el hombre que le apuntaba a la nuca con una pistola era un penitenciario, entonces Shalber tenía razón: había sido uno de ellos quien mató a David, y ella no le había creído. Con el tiempo, el mal los había corrompido.

—En cualquier caso, su esposa ha venido a Roma para vengarlo. Pero nunca lo admitirá. ¿No es así, Sandra?

Ella lo miró con todo su odio.

—Podría haber dejado que pensaras que fue un accidente —le dijo Jeremiah—, sin embargo, te di la posibilidad de que conocieras la verdad y me encontraras.

—¿Dónde está Lara? —lo interrumpió Marcus—. ¿Está bien? ¿Todavía está viva?

—Cuando lo planifiqué todo pensé que en cuanto encontraras el escondite de mi casa vendrías aquí para preguntármelo —hizo una pausa y lo miró con una sonrisa—. Porque yo sé dónde está la chica.

—Entonces, dímelo.

—Todo a su tiempo, amigo mío. Si, por el contrario, no hubieras descubierto mi plan antes de esta noche, me habría sentido autorizado para levantarme de esta cama y desaparecer para siempre.

—He entendido tu plan, he estado a la altura. De modo que ¿por qué no dejas marchar a esta mujer y me entregas a Lara?

—Porque no es tan fácil: tendrás que elegir.

—¿Cómo?

—Yo tengo una pistola, tú tienes una pistola. Deberás decidir quién morirá esta noche —con el cañón acarició la cabeza de la mujer—. Yo dispararé a la policía. Si me lo permites, después te diré dónde está Lara. Sin embargo, si me matas le salvarás la vida a la policía, pero nunca sabrás qué le ha pasado a la chica.

—¿Por qué quieres que te mate?

—¿Todavía no lo has entendido, Marcus?

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