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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

El trono de diamante (52 page)

BOOK: El trono de diamante
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—¿Cuál es la última? —preguntó Sparhawk.

—Matar moscas. Asegura que son los mensajeros de Dios.

—¿En serio?

Perraine se encogió de hombros.

—A las graves limitaciones de su imaginación, hay que añadir que se le están agotando los objetos de prohibición. ¿Queréis un poco más de cordero?

—Gracias, Perraine —repuso Sparhawk, quien, en su lugar, tomó un higo—, sin embargo, me resultaría imposible ingerir más de una tajada de cordero.

—¿Una al día?

—No. Una por año.

Capítulo 22

El sol había adoptado una tonalidad ígnea en el cielo de poniente cuando Sparhawk y Sephrenia entraron en la plaza central de Dabour. Los reflejos de la luz del atardecer bañaban las paredes de los edificios y los rostros de los viandantes con su resplandor rojizo. Sephrenia llevaba el brazo izquierdo apoyado en un rudimentario cabestrillo, y Sparhawk la sujetaba solícitamente al caminar.

—Se encuentra cerca —indicó en voz baja mientras señalaba con la cabeza el otro extremo del recinto.

Antes de atravesar la multitud que se arremolinaba en el centro de la plaza, Sephrenia se ajustó el velo sobre la faz.

De trecho en trecho, apoyados en los muros de las construcciones, contemplaban a encapuchados nómadas del desierto que, ataviados con oscuros ropajes, escrutaban atentamente cada rostro con la mirada impregnada de sospecha.

—Verdaderos creyentes —murmuró sarcásticamente Sparhawk—. En todo momento se dedican a acechar los pecados de los demás.

—Siempre se han producido situaciones similares, Sparhawk —replicó la mujer—. El fariseísmo, pese a ser la menos atractiva, es una de las características más frecuentes del hombre.

Después de pasar delante de uno de los vigías penetraron en la maloliente botica. El boticario era un mofletudo hombrecillo con ademanes aprensivos.

—No sé si accederá a atenderos —declaró cuando preguntaron por el doctor Tanjin—. Como sabéis, lo espían.

—Sí —respondió Sparhawk—. Hemos descubierto a varios centinelas afuera. Os ruego le informéis de nuestra presencia. Mi hermana se ha roto el brazo y necesita atención médica.

El nervioso boticario se escabulló hacia el interior a través de una entrada protegida con cortinas. Al cabo de unos instantes había regresado.

—Lo siento —se disculpó—. No desea visitar a ningún paciente nuevo.

—¿Cómo puede negarse un médico a atender a un herido? —exclamó con tono indignado Sparhawk—. ¿Acaso su juramento profesional pierde valor en Dabour? En Cippria, los médicos se comportan más honorablemente. Mi buen amigo, el doctor Voldi nunca desdeñaría prestar su ayuda a un enfermo o a un accidentado.

Después de un momento de tensión, las cortinas se abrieron. El hombre que asomó la cabeza entre ellas poseía una prominente nariz, un fláccido labio inferior, grandes orejas y unos ojos débiles y acuosos.

—¿Habéis mencionado al doctor Voldi? —inquirió con voz aguda y nasal—. ¿Lo conocéis?

—Desde luego —respondió Sparhawk—. Se trata de un hombre bajito que está quedándose calvo y se tiñe el pelo, pero pese a ello, tiene un alto concepto de su propia persona.

—En efecto, ése es Voldi. Traed a vuestra hermana aquí atrás rápidamente. Nadie debe veros.

Sparhawk tomó el brazo derecho de Sephrenia y la condujo a la trastienda.

—¿Alguien os ha visto entrar? —preguntó azorado el narigudo individuo.

—Creo que un considerable número de personas —repuso Sparhawk con un encogimiento de hombros—. Se alinean en las paredes de la plaza como buitres para tratar de detectar algún olor pecaminoso.

—En Dabour resulta peligroso hablar de ese modo, amigo mío —le advirtió Tanjin.

—Tal vez. —Sparhawk miró en torno a sí. Un completo desorden reinaba en la estancia, cuyos rincones se hallaban repletos de cajas de madera abiertas y libros apilados. Un obstinado abejorro daba cabezazos contra los sucios cristales de la única ventana de la pieza. El mobiliario se componía de un camastro junto a una pared, varias sillas de respaldo rígido y una mesa de madera en el centro—. ¿Queréis que os informe del objeto de nuestra visita, doctor Tanjin? —sugirió.

—De acuerdo —accedió el médico, luego indicó a Sephrenia—. Sentaos aquí y os echaré un vistazo a ese brazo.

—Si os resulta gratificante, podéis examinarlo, doctor —repuso ésta, al tiempo que tomaba una silla y liberaba el brazo del cabestrillo. Se arremangó y mostró un brazo sorprendentemente juvenil.

El doctor miró dubitativamente a Sparhawk.

—Comprenderéis que este gesto no indica un atrevimiento con vuestra hermana, sino un procedimiento necesario para el examen.

—Por supuesto, doctor.

Tras tomar aliento, Tanjin inclinó arriba y abajo la muñeca de Sephrenia varias veces. Luego deslizó suavemente los dedos por el antebrazo y le dobló el codo. Tragó saliva y palpó la parte superior de la extremidad. Luego le hizo subir y bajar el brazo, y, finalmente, le tocó levemente el hombro. Entornó los ojos.

—Su brazo está en perfecto estado —dictaminó en tono acusador.

—Por cierto, sois muy amable con vuestro diagnóstico —murmuró Sephrenia antes de alzarse el velo.

—¡Madame! —exclamó desconcertado el médico—. ¡Cubríos el rostro!

—Oh, seamos serios, doctor —concluyó la mujer—. No hemos venido aquí para buscar consejo sobre brazos o piernas.

—¡Sois espías! —jadeó.

—En cierta manera —respondió plácidamente la estiria—. Pero incluso los espías tienen derecho a consultar a los médicos.

—Marchaos inmediatamente —les ordenó.

—Acabamos de entrar —objetó Sparhawk mientras se bajaba la capucha—. Adelante, hermana —indujo a Sephrenia—. Explicadle a qué se debe nuestra visita.

—Decidme, Tanjin —comenzó la mujer—, ¿significa algo para vos el nombre «darestim»?

El hombre retrocedió atemorizado, aproximándose a las cortinas.

—No seáis modesto, doctor —intervino Sparhawk—. Corre el rumor de que vos curasteis al hermano del rey y a varios de sus sobrinos de un envenenamiento con darestim.

—No existe ninguna prueba de ello.

—Yo no preciso ninguna. Necesito una cura. Una amiga nuestra sufre el mismo mal.

—No existe ningún antídoto ni tratamiento que frene la acción del darestim.

—En ese caso, ¿cómo sigue todavía con vida el hermano del rey?

—Trabajáis para ellos —los acusó el doctor mientras señalaba vagamente en dirección a la plaza—. Intentáis tenderme una trampa para que confiese.

—¿Quién sospecháis que ha comprado nuestros servicios?

—Los fanáticos seguidores de Arasham. Tratan de probar que practico la brujería.

—¿Es cierto?

El médico se encogió sobre una silla.

—Idos, os lo ruego —imploró—. Estáis poniendo mi vida en grave peligro.

—Como seguramente habréis deducido, doctor —señaló Sephrenia—, no somos rendorianos. Nosotros no compartimos los prejuicios de vuestros conciudadanos y, por ello, no nos ofende el uso de la magia. En nuestro país de origen su práctica se halla muy extendida.

El hombre pestañeó, indeciso.

—La amiga que he mencionado antes es una persona muy importante para nosotros —le explicó Sparhawk—. Estamos dispuestos a cualquier cosa con tal de hallar un remedio contra ese veneno. —Para dar énfasis a sus palabras, abrió su sayo—. Cualquier cosa.

El doctor Tanjin observó pasmado su cota de malla y la espada envainada.

—No es necesario amenazar al doctor, querido hermano —opinó Sephrenia—. Estoy convencida de que nos describirá gustosamente la cura que descubrió. Después de todo, es un médico.

—Señora, no sé a qué os referís —exclamó desesperadamente Tanjin—. No se ha hallado ningún remedio contra el darestim. No sé dónde habréis escuchado esos rumores, pero puedo aseguraros que son completamente falsos. Yo no practico la magia. —Dirigió otra rápida y furtiva mirada hacia las cortinas.

—Pero el doctor Voldi de Cippria nos aseguró que devolvisteis la salud a los miembros de la familia real.

—Supongo que sí, pero habían tomado otro veneno.

—¿Cuál era?

—Hum… Creo que porgutta —mintió ostensiblemente.

—En ese caso, ¿por qué el rey os mandó llamar a vos, doctor? —lo acorraló la mujer—. Una sencilla purga dejaría el cuerpo limpio de porgutta. Cualquier aprendiz podría haberlo solucionado. Por tanto, no se trataba de una intoxicación común.

—Hum…, quizá no recuerde exactamente la pócima utilizada.

—Me parece, querido hermano —señaló Sephrenia a Sparhawk—, que el buen doctor necesita alguna prueba concreta que le confirme que puede confiar en nosotros y que, realmente, no tiene nada que temer. —Miró al irritante abejorro que todavía insistía en abrirse camino a través del cristal—. ¿Os habéis preguntado alguna vez por qué no se ven nunca abejorros por la noche, doctor? —preguntó al asustado médico.

—Nunca se me había ocurrido pensarlo.

—Tal vez os resultaría útil. —Entonces comenzó a murmurar unas palabras en estirio mientras sus dedos se movían para formar un hechizo.

—¿Qué hacéis? —exclamó Tanjin—. ¡Deteneos! —Se aproximó a ella con la mano extendida, pero Sparhawk lo contuvo.

—No intervengáis —le advirtió el fornido caballero.

En ese momento, Sephrenia alargó el dedo y liberó el conjuro.

Al zumbido de las alas de un insecto se sumó de pronto una vocecilla aflautada que cantaba alegremente en una lengua desconocida para los hombres. Sparhawk miró rápidamente a la ventana velada por el polvo. El abejorro había desaparecido y en su lugar revoloteaba una diminuta figura de mujer; el ser que describían las leyendas folklóricas súbitamente se había materializado. Rubios cabellos caían en cascada sobre sus hombros, entre las translúcidas alas. Su minúsculo cuerpo desnudo estaba configurado con armonía y la belleza de su cara dejaría a un hombre sin aliento.

—Ése es el aspecto que creen tener los abejorros —declaró plácidamente Sephrenia—. Quizá su aspiración sea real: de día, vulgares insectos, pero maravillosas criaturas durante la noche.

Tanjin, boquiabierto y con los ojos desorbitados, se había desplomado sobre su enmarañado lecho.

—Ven aquí, hermanita —canturreó Sephrenia con la mano extendida en dirección al fantástico ser.

El hada descendió veloz, y, mientras agitaba sus transparentes alas, su escuálida voz comenzó a elevarse. Después se sentó delicadamente sobre la palma de Sephrenia, la cual se volvió y estiró la mano hacia el azorado médico.

—¿No es hermosa? —preguntó—. Si os place, podéis sostenerla, pero sed cauteloso con su aguijón. —Señaló la diminuta varilla que el hada empuñaba.

Tanjin se echó atrás y escondió las manos.

—¿Cómo habéis conseguido que apareciera este ser? —inquirió con voz trémula.

—¿Vos no podéis crear algo semejante? En ese caso, deben de ser falsas las acusaciones de que sois objeto, pues se trata de un hechizo muy sencillo, incluso bastante rudimentario.

—Como podéis ver, doctor —indicó Sparhawk—, no somos aprensivos en lo que respecta a la magia. Podéis hablar libremente con nosotros sin temor a que os denunciemos a Arasham o a uno de sus secuaces.

Tanjin selló los labios y continuó con la atención fija en el hada, que, sentada tranquilamente en la palma de Sephrenia, todavía batía sus alas.

—No seáis obstinado, doctor —le aconsejó Sephrenia—. Sólo tenéis que decirnos cómo curasteis al hermano del rey y luego saldremos de aquí.

Tanjin comenzó a retroceder para alejarse de ella.

—Me parece, querido hermano, que desperdiciamos nuestro tiempo en este lugar —dijo a Sparhawk—. El buen doctor se niega a colaborar. —Levantó la mano—. Vuela, pequeña hermana —indicó al hada, y la liviana criatura alzó nuevamente el vuelo—. Ahora nos vamos, Tanjin —anunció.

Sparhawk hizo ademán de poner objeciones, pero la mujer lo contuvo con un gesto y comenzó a avanzar hacia la puerta.

—¿Qué pensáis hacer con este ser? —gritó Tanjin mientras señalaba al hada, que trazaba círculos en el aire.

—Nada, doctor —sentenció Sephrenia—. Se encuentra muy feliz aquí. Alimentadla con azúcar y ponedle un platito de agua para que beba. A cambio, os deleitará con su canto. Debo avisaros de que no tratéis de atraparla, pues la enfureceríais en gran manera.

—¡No podéis dejarla en este cuarto! —exclamó angustiado—. Si alguien la viera, me enviarían a la hoguera por brujería.

—Acierta rápidamente las conclusiones, ¿eh? —señaló Sephrenia a Sparhawk.

—Ésa constituye la característica de las mentes científicas —respondió Sparhawk sonriente—. ¿Salimos?

—¡Aguardad! —chilló Tanjin.

—¿Habéis cambiado de opinión, acaso? —inquirió parsimoniosamente Sephrenia.

—De acuerdo, os ayudaré, pero debéis jurar que mantendréis el secreto de lo que os cuente.

—Por supuesto. Seremos como una tumba.

Tanjin respiró ávidamente y dio un vistazo tras las cortinas para cerciorarse de que no había nadie tras ellas. Después se giró y les indicó con señas que se situaran en un rincón apañado de la habitación, donde les habló con un ronco susurro.

—El darestim resulta tan virulento que no existe ningún remedio ni antídoto natural —preludió.

—Expresáis el mismo criterio que nos ha expuesto el doctor Voldi —confirmó Sparhawk.

—Habréis reparado en que me he referido a algún remedio o antídoto natural —prosiguió Tanjin—. Hace unos años, durante mi época de estudiante, encontré un libro muy antiguo y peculiar. Su impresión era anterior a la llegada de Arasham; es decir, había sido escrito antes de que sus prohibiciones entraran en vigor. Al parecer, los primitivos curanderos de Rendor habitualmente utilizaban la magia en el tratamiento de sus pacientes. A veces obtenían el efecto esperado y otras no; sin embargo, habían efectuado algunas curas sorprendentes. Existen ciertos objetos, cuyo poder es enorme, utilizados por los médicos de la antigüedad para sanar a la gente.

—Sé a qué aludís —intervino Sephrenia—. Los curanderos estirios también recurren en ocasiones a métodos similares.

—Tales prácticas resultan bastante comunes en el Imperio Tamul del continente daresiano —continuó Tanjin—, pero han caído en el olvido en Eosia. Los médicos eosianos prefieren la ciencia, pues, además de ser más efectiva, los elenios siempre han mantenido ciertas sospechas en torno a la magia. Sin embargo, el darestim es tan potente que ninguno de los antídotos habituales sirve para contrarrestarlo. Los objetos mágicos constituyen el único remedio posible.

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