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Authors: Matilde Asensi

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El último Catón (39 page)

BOOK: El último Catón
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—¡Ya lo sabes, ¿eh?! —afirmó Farag, sonriendo también sin dejar de mirarme—. ¡Ya te has dado cuenta! ¿Verdad?

Asentí. Pitágoras de Samos, uno de los filósofos griegos más eminentes de la Antigüedad, nacido en el siglo
VI
antes de nuestra era, estableció una teoría según la cual los números eran el principio fundamental de todas las cosas y la única vía posible para esclarecer el enigma del universo. Fundó una especie de comunidad científico-religiosa en la que el estudio de las matemáticas era considerado como un camino de perfeccionamiento espiritual y puso todo su empeño en transmitir a sus alumnos el razonamiento deductivo. Su escuela tuvo numerosos seguidores y fue el origen de una cadena de sabios que se prolongó, a través de Platón y Virgilio (¡Virgilio!) hasta la Edad Media. De hecho, hoy día estaba considerado por los estudiosos como el padre de la numerología medieval, que tan al pie de la letra había seguido Dante Alighieri en la
Divina Comedia
. Y fue él, Pitágoras, quien estableció la famosa clasificación de las matemáticas que se prolongaría por más de dos mil años en el llamado
Quadrivium
de las Ciencias: Aritmética, Geometría, Astronomía y… Música. Sí, música, porque Pitágoras vivía obsesionado por explicar matemáticamente la escala musical, que entonces era un gran misterio para los seres humanos. Estaba convencido de que los intervalos entre las notas de una octava podían ser representados mediante números y trabajó intensamente en este tema durante la mayor parte de su vida. Hasta que un día, según cuenta la leyenda…

—¿Y si alguno de ustedes dos me lo explicara
a mí
? —refunfuñó Glauser-Röist.

Farag se volvió, igual que alguien que despierta de un trance, y miró a la Roca con cierta culpabilidad.

—Los pitagóricos —comenzó a explicarle— fueron los primeros en definir el cosmos como una serie de esferas perfectas que describían órbitas circulares. ¡La teoría de las nueve esferas y los siete planetas en la que se basa el laberinto por el que vinimos, capitán! Fue Pitágoras quien la expuso por primera vez… —se quedó pensativo un instante—. ¿Cómo no me di cuenta antes? Verá, Pitágoras sostenía que los siete planetas, al describir sus órbitas, emitían unos sonidos, las notas musicales, que creaban lo que él llamó la Armonía de las Esferas. Ese sonido, esa música armoniosa no podía ser escuchada por los humanos porque estábamos acostumbrados a ella desde nuestro nacimiento. Es decir, que cada uno de los siete planetas emitía una de las siete notas musicales, del
Do
al
Si
.

—¿Y qué tiene eso que ver con los martillazos que usted ha dado?

—¿Se lo cuentas tú, Ottavia?

Por alguna razón desconocida, yo sentía un nudo en la garganta. Miraba a Farag y sólo quería que siguiera hablando, así que rechacé su oferta con un gesto. La antigua Ottavia había muerto, me dije apesadumbrada. ¿Dónde había quedado mi afán de exhibición intelectual?

—Cierto día —siguió explicando Farag—, mientras Pitágoras paseaba por la calle, escuchó unos golpeteos rítmicos que le llamaron poderosamente la atención. El ruido procedía de una herrería cercana hasta la cual el sabio de Samos se aproximó, atraído por la musicalidad de los golpes de los martillos sobre el yunque. Estuvo allí bastante rato, observando cómo trabajaban los herreros y cómo utilizaban sus herramientas, y se dio cuenta de que el sonido variaba según el tamaño de los martillos.

—Es una leyenda muy conocida —dije yo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por aparentar normalidad—, que, incluso, tiene visos de ser cierta, porque, después de aquello, efectivamente, Pitágoras descubrió la relación numérica entre las notas musicales, las mismas notas musicales que emitían los siete planetas al girar alrededor de la Tierra.

El sol apareció, brillante, por detrás de la muralla, iluminando con planos rectos aquel circulo terrestre del que estábamos intentando escapar. Glauser-Röist parecía impresionado.

—Y en esa Tierra —concluyó Farag, contento—, centro de la cosmología pitagórica, es donde ahora nos hallamos. De ahí los símbolos planetarios que encontramos en los círculos anteriores.

—Supongo que ya habrá asimilado que su querida numerología dantesca viene directamente de Pitágoras, ¿no es cierto? —le dije al capitán con ironía.

La Roca me miró y yo diría que había reverencia en sus ojos de acero.

—¿No comprende, doctora, que todo esto no hace sino aumentar mi convicción de que hemos perdido sabidurías muy hermosas y profundas a lo largo de la historia?

—Pitágoras estaba equivocado, capitán —le recordé—. Para empezar, la Luna no es un planeta, sino un satélite de la Tierra, y, desde luego, ningún astro emite notas musicales mientras sigue su órbita, que, por cierto, no es redonda, sino elíptica.

—¿Está usted segura, doctora?

Farag nos escuchaba con gran atención.

—¿Que si estoy segura, capitán? ¡Por Dios! ¿Es que no recuerda lo que le enseñaron en el colegio?

—De los múltiples caminos posibles —reflexionó—, la humanidad eligió, probablemente, el más triste de todos. ¿No le gustaría creer que existe música en el universo?

—Pues, si quiere que le diga la verdad, me da lo mismo.

—A mí no —declaró y, dándome la espalda, se dirigió silenciosamente hacia los martillos. ¿Cómo un tipo tan duro podía albergar una sensibilidad tan indulgente?

—Recuerda —me dijo en voz baja Farag— que el Romanticismo nació en Alemania.

—Y eso ¿a qué viene? —me incomodé.

—A que, a veces, la fama o la imagen exterior no se corresponde con la verdad. Ya te dije que Glauser-Röist era una buena persona.

—¡Yo nunca he dicho que no lo fuera! —protesté.

Un espantoso martillazo retumbó en ese momento. El capitán había golpeado el yunque con todas sus fuerzas.

—¡Tenemos que encontrar la Armonía de las Esferas! —gritó a pleno pulmón cuando el estruendo disminuyó—. ¿Qué hacen ahí perdiendo el tiempo?

—Creo que ninguno de nosotros tendrá la cabeza en su sitio cuando acabemos con esta historia —me lamenté, observando a la Roca.

—Espero que, al menos, tú sí,
Basíleia
. La tuya es demasiado valiosa.

Al volverme, tropecé con el fondo sonriente de sus ojos azules. ¡Oh, Dios mío…! ¡Qué equivocado estaba Farag! Mi cabeza ya estaba perdida.

—¡Por favor! —insistió el capitán—. ¿Podrían explicarme qué hizo Pitágoras con los malditos martillos?

Boswell se giró hacia él y sonrió.

—Se hizo traer un montón como el que tenemos allí —le relató— y estuvo probándolos sobre un yunque hasta que encontró los que hacían sonar algunas notas de la escala musical. Bueno, en realidad los griegos dividían las notas en
tetracordios
ya que las nuestras,
Do
,
Re
,
Mi
,
Fa
,
Sol
,
La
,
Si
, tienen su origen en la primera sílaba de cada verso de un himno medieval dedicado a san Juan, pero es exactamente lo mismo.

—Yo conocía ese himno —dije—. Pero ahora mismo no me acuerdo.

—¿Y qué más hizo Pitágoras después de encontrar esos martillos? —resopló el capitán.

—Encontró la relación numérica entre el peso de los que tenía y así pudo deducir el peso de los que le faltaban. Se los hizo confeccionar y los siete sonaron como recién afinados.

—Bien, y ¿cuál es esa relación numérica?

Farag y yo nos miramos y, luego, miramos al capitán.

—Ni idea —dije.

—Supongo que lo sabrán los matemáticos y los músicos —se justificó Farag—. Y nosotros no somos ni una cosa ni la otra.

—O sea, que hay que encontrarlos.

—Pues parece que sí. Sólo recuerdo una cosa, pero no estoy seguro de que sea cierta, y es que el martillo que hacía sonar el
Do
, pesaba exactamente el doble del que hacía sonar el
Do
de la octava siguiente.

—Es decir —continué yo—, que el
Do
más agudo lo producía el martillo que pesaba la mitad del que producía el
Do
más grave. Sí, eso también me suena a mí.

—Es una de esas curiosidades históricas que, por lo que tiene de anécdota, siempre se recuerda.

—Siempre se recuerda más o menos —objeté rápidamente—, porque, de no ser por la situación en la que estamos, yo no hubiera vuelto a desenterraría de mi memoria jamás.

—Bueno, pero el caso es que llevamos tres días aquí dentro y que, si queremos ver de nuevo el mundo, tenemos que hacer uso de la Armonía de las Esferas.

Sólo de pensar que teníamos que hacer retumbar aquellos martillos una y otra vez hasta encontrar los siete que buscábamos, ya me ponía enferma. ¡Con lo que a mí me gustaba el silencio!

Propuse hacer montones distintos de martillos en función de su peso aproximado para empezar con una rápida clasificación, y esta tarea nos llevó más tiempo del que pensábamos porque, en la mayoría de los casos, entre un martillo de, por ejemplo, un kilo y otro de un kilo y doscientos cincuenta gramos o un kilo y medio, las diferencias eran inapreciables. Al menos disfrutábamos de una buena luz, porque el sol seguía ascendiendo hacia lo más alto, pero lo que no teníamos era ni comida ni agua, así que yo me estaba temiendo una hipoglucemia en cualquier momento.

Después de un par de horas, resultó que era más fácil hacer una larga fila de martillos (en realidad, una espiral, porque aquel recinto no daba para muchas alegrías), empezando por el más grande y terminando por el más pequeño, de modo que pudiéramos ir intercalando los que quedaban en función de su volumen. Finalmente lo conseguimos, pero, para entonces, ya estábamos sudando por el esfuerzo y tan sedientos como las arenas del desierto. A partir de aquí la tarea fue mucho más sencilla. Cogimos el martillo más grande y golpeamos suavemente el yunque; luego, elegimos el octavo martillo a partir del primero y también lo hicimos sonar. Como no estábamos muy seguros de que la nota fuera la misma, probamos también con el séptimo y con el noveno, pero con ello sólo conseguimos confundirnos más, así que, tras un largo debate y tras sopesar los martillos, decidimos que, en efecto, nos habíamos equivocado, y que había que intercambiar el octavo por el noveno. De este modo, tras realizar el ajuste en el catálogo, las notas sonaron mejor.

Lamentablemente, el martillo que se suponía que tenía que dar la nota
Re
, el segundo de la espiral, no sonaba a
Re
para nada (todo el mundo sabe cantar la escala musical y a ninguno de los tres nos pareció que el
Do
y el
Re
sonaran como en la musiquilla). Sin embargo, en la segunda octava, la del
Do
conseguido tras el intercambio, el segundo martillo sí sonaba como el
Re
de su correspondiente
Do
, así que algo íbamos avanzando, igual que el día, que pasaba de largo sin que nos diéramos cuenta. Pero tampoco la segunda escala disponía de un
Mi
, o eso nos pareció después de probarlos todos, así que tuvimos que localizar el tercer
Do
y encontrar su
Re
y su
Mi
, que, para variar, no estaba en su sitio, sino un par de lugares más abajo.

Aquello era una locura, no había forma de localizar una octava completa, bien porque la disposición de los martillos era incorrecta, bien porque, sencillamente, los martillos no estaban, así que entre la desesperación, los baquetazos sobre el yunque, el hambre y la sed, a mí me empezó uno de mis habituales dolores de cabeza que no hizo sino aumentar conforme pasaba el tiempo. Pero, por fin, a media tarde, creímos haber completado la escala. Desde luego, casi todas las notas sonaban bien, pero yo no estaba muy segura de que fueran correctas, es decir, que no parecían absolutamente exactas, como si faltaran o sobraran algunos gramos de hierro por alguna parte. No obstante, Farag y el capitán estaban persuadidos de que habíamos cumplido el objetivo.

—Bueno, y ¿por qué no pasa nada? —pregunté.

—¿Qué es lo que tiene pasar? —me replicó Glauser-Röist.

—Pues que tenemos que salir de aquí, capitán, ¿recuerda?

—Pues nos sentaremos a esperar. Ya nos sacaran.

—¿Por qué no puedo convencerles de que esa escala musical no es del todo correcta?

—Es correcta,
Basíleia
. Eres tú la que te empeñas en lo contrario.

Enfurruñada por el dolor de cabeza y por su tozudez, me dejé caer en el suelo, apoyando la espalda contra el yunque, y me encerré en un silencio tormentoso que prefirieron ignorar. Pero los minutos iban pasando, y luego pasó media hora, y ellos empezaron a poner cara de circunstancias, planteándose si no tendría yo razón. Con los ojos cerrados y respirando acompasadamente, reflexionaba y me daba cuenta de que aquel rato de descanso nos estaba viniendo bien. Cuando llevas todo el día oyendo ruidos (ruidos que, encima, quieren ser notas musicales), llega un momento en que ya no oyes nada. De manera que, después de que el silencio nos hubiera limpiado a fondo los oídos, a lo mejor Farag y la Roca estarían más dispuestos a cambiar de opinión si volvían a escuchar su maravillosa escala musical.

—Prueben otra vez —les animé, sin levantarme.

Farag no hizo el menor intento de moverse, pero el capitán, irreducible hasta para contradecirse a sí mismo, lo intentó de nuevo. Hizo sonar las siete notas y, con mayor claridad, se percibió un ligero error en el
Fa
de la octava.

—La doctora tenía razón, profesor —admitió la Roca a regañadientes.

—Ya lo he notado —repuso Farag, encogiéndose de hombros y sonriendo.

El capitán dio un rodeo por la espiral hasta localizar los martillos inmediatamente anterior y posterior al
Fa
defectuoso. De nuevo había un error, y de nuevo probó y probó hasta que dio con la herramienta adecuada, la que daba la nota correcta.

—Hágalas sonar todas otra vez, Kaspar —le pidió Farag.

Glauser-Röist golpeó el yunque con los siete martillos definitivos. Estaba anocheciendo. El cielo se deslucía con una luz cálida y dorada, y todo fue armonía y sosiego en el bosque cuando retomó el silencio. Pero tanta armonía y sosiego había, que me di cuenta de que me estaba quedando dormida. A decir verdad, percibí enseguida que no era un sueño natural, que no era mi manera normal de dormirme, y lo supe por esa inmensa lasitud que se apoderó de mi cuerpo y que me introdujo, lentamente, en un oscuro pozo de letargo. Abrí los ojos y vi a Farag con una mirada vidriosa y al capitán apoyado en el yunque, con los dos brazos tensos como sogas, intentando mantenerse en pie. En el aire había un suave aroma a resma. Mis párpados se cerraron de nuevo con un ligero temblor, como si se vieran obligados a caer contra su voluntad. Empecé a soñar inmediatamente. Soñé con mi bisabuelo Giuseppe, que estaba dirigiendo los trabajos de construcción de Villa Salina y eso me sobresaltó. Mi parte consciente, quizá todavía no demasiado vencida, me avisó de que aquello no era real. Entreabrí de nuevo los ojos, con un gran esfuerzo, y, a través de una tenue nube de humo blanquinoso que entraba en el círculo por la parte baja del muro y subía desde el suelo, contemplé cómo Glauser-Röist caía de rodillas, murmurando un soliloquio que no pude comprender. Se agarraba al yunque para no perder el equilibrio y sacudía la cabeza intentando mantenerse despierto.

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